Una de las primeras cosas que llaman la atención de los viajeros cuando se aventuran a recorrer la Calle Ocho, en la “Pequeña Habana“ (Miami), no es tanto el trajín peatonal, ni los varios restaurantes sirviendo casi todo el día, sino los imponentes gallos coloridos que hay en casi todas las cuadras.
Con cerca de dos metros de altura, los gallos escenifican personajes que visten desde trajes típicos cubanos hasta la indumentaria de varias profesiones como médicos o carpinteros. Un par de ellos está vestido con la popular e icónica guayabera cubana, y raramente miran hacia la misma dirección.
Siempre ha llamado la atención que el gallo haya sido escogido para decorar las áreas públicas de Miami, cuando no es necesariamente un ave popular en la región. Su elección seria comprensible si estuviéramos en Cayo Hueso, donde gozan de una virtual amnistía y deambulan libremente por las calles. Tampoco habría sorprendido si los escogidos hubiesen sido los pavos reales, también virtuales ciudadanos de la ciudad de Coral Gables, en el área metropolitana de Miami, aunque sus habitantes a veces se quejan por la gritería que arman.
Pero en Miami —sobre todo en el Miami cubano — la razón es comprensible: de las dos aves mencionadas, las primeras recuerdan el célebre “Gallo de Morón”, un símbolo de cubanía en una ciudad donde miles de sus habitantes viven atrapados por la nostalgia y por lo que han dejado atrás: su país, su costumbres, su medio ambiente y su tierra roja.
La idea de llenar la Calle Ocho de gallos nació a inicios de este siglo, cuando el ya fallecido artista plástico cubano Pedro Damián, un refugiado del puente marítimo del “Mariel” (1980), decidió proponer a las autoridades municipales la creación de un símbolo para la famosa arteria y construyó unos 80 gallos, 20 de los cuales fueron colocados en la Calle Ocho y en otras zonas de la “Pequeña Habana”. Los demás se enviaron a otros puntos de concentración de cubanos —dentro y fuera de Miami— como restaurantes populares en otras ciudades del sur de Florida.
Según la prensa de la época, los gallos fueron construidos físicamente por el escultor —también cubano—, Tony López, pero Damián los trasformaba en verdaderas obras artísticas al pintarlos de colores vivos y unos ojos muy expresivos, abiertos de tal forma que parecían animales vivos.
El entonces funcionario de la ciudad de Miami, Pablo Cantón, a cargo de la animación de la Calle Ocho, reveló en una ocasión a medios locales que los ojos de los gallos provocaban el temor de los delincuentes de la zona: “Cuando empezaron a colocarse los gallos con sus ojos abiertos, corrió el rumor entre los delincuentes de la zona que dentro de los ojos de las aves había cámaras de vigilancia instaladas. Los delincuentes entonces se dedicaron a romper los gallos con furia”.
Los gallos tienen un antecedente local: las estatuas de flamingos —entonces existentes y que actualmente son una raareza— que existían en Coral Gables. “Damián pensó que algo así se podía hacer para la ‘Pequeña Habana’, pero con gallos, más cubanos”, enfatizó Cantón.
Pero la permanencia de los gallos en sus pedestales de acero no ha sido siempre pacífica. A mediados de 2015 uno de los gallos desapareció y “ardió Troya” en la Calle Ocho. Como suele suceder en todo ambiente cubano, se dispararon todo tipo de especulaciones. En una ciudad como Miami, la especulación más lógica fue la de que el asunto “había sido obra de Castro”, hasta otras que insinuaban que un acto tan desdeñable había sido llevado a cabo con el fin de reclamar un rescate.
Como siempre suele suceder, la verdad es mucho más interesante y divertida. Los responsables del “secuestro” fueron estudiantes de la Universidad Internacional de Florida (FIU), que decidieron usar uno de esos gallos en una fiesta de graduación; así como para celebrar la victoria de su equipo de fútbol en el campeonato universitario de ese año. Cuando el gallo desapareció, el dueño del restaurante frente al cual el ave había sido colocada juró venganza a todo tren y prometió una recompensa a quien lo encontrara.
Pero pasaron los días y el gallo ausente no aparecía por ningún lado. Algunos aseguraban que lo habían visto en un barrio, encima de una camioneta; otros que ya estaba en camino hacia algún estado en el norte. Hubo quien se preguntó cómo pudieron arrancarlo de su pedestal de acero sin que la policía, que patrulla constantemente el área, se diera cuenta.
Ese misterio nunca se aclaró, pero el gallo terminó regresando a casa. El dueño del restaurante afirmó públicamente que solo quería la estatua de vuelta, que él se comprometía a no pedir explicaciones ni a demandar a los culpables. Una mañana, bien temprano, dos estudiantes aparecieron en la Calle Ocho con el gallo montado en un furgón y lo devolvieron a su dueño. Los muchachos le explicaron que querían divertirse, le mostraron fotos de la fiesta con el gallo y, principalmente, enfatizaron que lo devolvían sin un rascuño.
Se fumó la pipa de la paz. La vida volvió a la normalidad. Ningún gallo más ha desaparecido desde entonces y, con el devenir de los años, estas singulares aves entraron en la historia de la ciudad y recorren el mundo a través de las fotos de los millones de turistas que pasan por la Calle Ocho.