Cogió una hoja de papel y un lápiz. Hizo un planito, tomó las medidas y se puso a cortar. Dicen los vecinos que se pasaba el día entero con el riqui-riqui-riqui. Y hasta hubo quien lo miró con mala cara; pero él se enfrentaba a cualquiera con el mentón levantado y decía para sus adentros: “¡Ustedes no saben lo que yo voy a hacer!”.
Ahora todo el barrio se ha montado en su carricoche. Ahí le ha cargado a la gente de la calle Virtudes aires acondicionados y televisores. Hace compras en las tiendas y lleva los equipos al consolidado. Además de su trabajo en el taller, cogiendo ponches y reparando gomas de motos eléctricas, su bici-mundo es su pasión. ¡Y todo lo hizo a segueta limpia!
“Yo con la segueta en la mano soy un arte”, me dice Alfredo con una seguridad y una alegría desbordantes. “Con los hierros hago lo que tú no te puedes imaginar”.
Yo no me lo imaginaba, hasta que supe que era trazador naval. Tonga de gente le ha caído atrás para que él le haga una lancha para irse. Todo el mundo sabe que si él hace el barco, le quedará perfecto. Con la carcasa de dos almendrones se hace un barco que llega directo al Yuma. Pero él nunca se ha prestado para eso. Sabe que el mar es fiero. Lo sabe bien porque trabajó muchos años en un barco y recuerda cómo las olas lo atravesaban de lado a lado y arrancaban las planchas con su fuerza.
Alfredo dice que todo el que se quiera ir tiene derecho a irse por la vía que encuentre, mientras sea segura para la vida. No como un sobrino suyo, que se fue para Brasil y después, atravesando el Amazonas, cruza, salta, brinca, baja y sube hasta llegar al sueño americano. “Eso es una expedición de Marco Polo”. Así concluye, entre carcajadas, el cuento del sobrino que bien pudo terminar en tragedia.
Agarra el timón con la mano derecha e insiste: “Todo el que se quiera ir que se vaya; el que no me quiero ir soy yo. Este es mi país. Esto lo que tienen es que mejorarlo los dirigentes, la gente…”. Y la verdad es que tendría dónde asentarse. Tiene familia y amigos en Estados Unidos, México, España, Italia, Serbia y Alemania. “Con lo que yo sé, me voy amplio”, me dice y pienso que es alarde, pero vuelvo a mirar su bici-loca y le creo.
Vuelve a decirme que nunca ha querido vivir afuera y cuenta que una vez estuvo de visita en México por varios meses. Pero “ni loco” se quedaría allá, porque después de las 8 de la noche se sentían tiroteos de un lado a otro. De día sí era todo muy lindo, pero en general muy violento para su gusto. Una vez lo asaltaron dentro de una guagua. “¡Con pistolas y todo!”, asegura.
Pero también le pasaron cosas bonitas. Por ejemplo, cuidó perritos callejeros. Se reunían como veinte en un parque y él les llevaba comida todos los días. La gente se admiraba de verlo con aquellos perritos y creía que eran suyos. Eso fue lo único que le dolió cuando regresó a Cuba: dejarlos. Pero aquí estaban sus conejos esperándolo.
Él los cría; pero nunca se ha comido uno, aunque le apriete el hambre. No tiene corazón de piedra para eso, dice. A veces los regala, a veces los vende. Con lo de los conejos ha conocido mucha gente que los compra para hacer crías. Las gomas que tiene ahora su carrito se las trajo un amigo de Alemania al que conoció porque le compró un conejo macho; luego él le regaló la hembra y así fue como se hicieron amigos.
También gracias a los conejos lo conocí yo. Estaba cortando yerba en el parquecito de Comunicaciones, al lado de la terminal de ómnibus. Para ser sincera, el que entró en guara con Alfredo fue mi hijo de 2 años, que es un bólido corriendo. Se me escapó y cuando me vine a dar cuenta estaba subido en la bici-coche. Y ahí me dijo: “Muchacha, déjalo, si aquí se han montado todos los muchachos del barrio”.
Además de niños, el carrito, como decía, ha cargado todo tipo de cosas. Macetas con plantas, libros, zapatos, tarecos, dulces, comida de las paladares, calentadores de agua, refrigeradores, cocinas de gas y hasta una tía que vino de Santa Clara llena de matules. Ha llevado gente al hospital de urgencia y a unos viejitos los lleva a darse la fisioterapia todos los días. Y nunca le ha dado problemas, con los años que lleva dándole chucho al carro. Lo que se hace con las propias manos, se cuida más y se le tiene más cariño.
El centro es una maza de bicicleta a la que le hizo las orejas y le metió la prensa. Los aros son también de bicicleta y los niples de moto. Él mismo le hizo los rayos acerados, a mano con bandeador. Me explica que ese carrito no se vuelca, que mientras más carga tiene, más estabilidad alcanza porque tiene muelles, estabilizadores de carga, dos brazos con pasadores y un eje que estabiliza aunque coja cualquier bache. Dice que es un sistema “como el de los carros” y todo está montado en cajas de bolas selladas.
El transporte está difícil y un favor se le hace a cualquiera, pero el trabajo físico hay que pagarlo. Esa es su máxima. Y la gente confía en su trabajo, porque saben que es un tipo serio, y chévere. Una vez lo llamaron para cargar todo el andamiaje de una ceremonia de santería: flores, soperas y ofrendas que luego se pondrían en los altares. “Yo respeto, pero no creo en nada de eso”, me confesó.
La ceremonia era en la Iglesia de Regla y hasta allá se fue Alfredo, desde Centro Habana, dándoles a los pedales. El trato con el cliente era llevar y traer los elementos. “Imagínate tú… me dije: ‘¡Ya estoy metío en este fenómeno’! No creo en la santería, pero me tuve que meter en aquella ceremonia con ellos el día entero. Me hicieron unos rituales y había un altar a un santo que no sé ni quién sería, pero me hicieron cosas para protegerme. Y cuando me apretó el hambre dije: ‘¡Ay, mi madre, yo soy diabético!’. Pero me dieron un banquete tremendo allí en la fiesta de santo. Y pa’ que tú veas, a pesar de no ser creyente, allí me trataron bien, me sentí halagado. Me dijeron: ‘Usted es una gente de ley’”.
Dice que le pagaron 25 mil pesos por aquella tirada hasta Regla y con ese dinerito hizo tremenda fiesta de fin de año. Pero a Alfredo, además del dinero, lo motivan los nuevos universos que le permite conocer su bicicleta hecha a mano. Con ella se cuela por el hueco de una aguja. Desde que la hizo, le ha traído grandes experiencias religiosas, culturales, hasta poéticas. Un día lo contrató un vecino que trabaja con Los Muñequitos de Matanzas para llevar unos tambores a la Peña del Ambia. Allí tuvo la suerte de conocer al poeta y le pusieron una mesita especial con comida y cerveza y de todo.
Mientras echaba la yerba cortada en un saco en el parquecito, le recité aquel poema que decía: “Yo vi a la negra con los ojos color malva / Yo vi a mi negra pintá de colorao / Yo vi a mi negra con siete sayas / Yo vi a mi negra cantá / con esas saya / como collar de bandera / a campo traviesa el Himno Nacional”. Me miró con ojos grandes y me dijo: “¡Tremendo poeta, El Ambia! ¡Y yo lo conocí!”.
Alfredo quiere seguir dando pedales en su bici-vida. Tiene pensado ponerle una batería con un par de luces y, en un futuro, añadirle un motor eléctrico para que hale desde atrás y lo ayude un poco, porque ya son 63 años y el pedaleo está duro. Todavía guarda en su casa el plano original, el recuerdo de cuando soñaba hacer un carrito con sus propias manos.