A los 6 años aprendí a montar bicicleta. Lo hice en una bicicleta destartalada, la única que había en el barrio. Con esa aprendimos todos. Ni siquiera recuerdo quién era el dueño. Nos tirábamos por una loma en la Zona 9 de Alamar. Había que frenar con los pies antes de llegar abajo para evitar el choque de un carro. En aquel tiempo, para nosotros los niños cualquier bicicleta era lo máximo; por vieja, oxidada o descentrada que estuviera. Nos íbamos sin permiso por la ciclovía hasta el paradero de Alamar. Para muchos adultos en los 90 andar en bicicleta era una necesidad; para nosotros era simplemente divertido, pura adrenalina.
Creo que el Período Especial fue el peor momento para el transporte; pero moverse durante la pandemia fue duro. En ese momento, después de más de dieciséis años sin bicicleta propia, me compré un chivo de ruta del año 94. Una reliquia familiar que llegó a mis manos para cambiarme la perspectiva. Es una japonesa 27 1 ¼. Está pintada de amarillo, con brocha, de forma muy chapucera; pero no he querido lijarla porque la despojaría de parte de su historia. Aunque tiene toda la técnica modernizada, por su aspecto no habrá quien se la robe. He ido comprándole piezas poco a poco, unas nuevas y otras usadas. Me gusta su pinta friki porque se parece a mí, y lo mejor es que rueda en talla.
Desde que ando en bicicleta por toda La Habana, he tomado conciencia de muchas cosas y lo que, en principio fue solo necesidad, se ha vuelto un modo de vida. Ahora me molestan más el humo y el ruido de los carros y me doy cuenta de lo poco cordiales que son la mayoría de los choferes. En bicicleta no solo se ahorra dinero y tiempo; también se aprende a disfrutar el trayecto, sin la desesperación por llegar al destino. Es uno de los ejercicios más saludables y solo necesito la energía de mi cuerpo, más confiable que la gasolina y la electricidad. Cuando hacer entrar una bicicleta en tu vida, también se refuerzan la responsabilidad, la disciplina y la paciencia. Desarmarla para darle mantenimiento de vez en cuando, para algunos, se convierte en un ritual.
Antes, para divertirme, prefería los conciertos y las fiestas multitudinarias. Ahora, además, me gustan las excursiones en bicicleta. En esta forma de diversión no se toma ni se fuma, o se hace muy poco; pero se viven cosas extraordinarias. De todas, la bicicletada más emocionante fue la del Mariel. 45 kilómetros de ida por la Autopista y 52 de vuelta por la Carretera Panamericana. Por el camino de ida se siente bien salir de la ciudad, el cambio de aire entre Boyeros y la Autopista, pasar por la presa de La Coronela, ver el atardecer, llegar a Sayas y cargar las alforjas con mangos maduros. Al otro día, de regreso por la costa, se disfruta el chapuzón en la playa de El Salado, descansar unos minutos en el puente del Rio Guajaibón, tomar guarapo al lado del Ranchón de Playa Baracoa, comer pan con lechón en Santa Fé, y llegar a casa cansado; pero con una adrenalina parecida a la de aquellos primeros años de bicicleta, cuando bajaba la loma de la Zona 9.
A pesar de que se han hecho esfuerzos por fomentar el amor por la bicicleta y contribuir a una cultura de respeto al ciclista por parte de los que andan en carros, falta muchísimo. Aun cuando tenemos un ciclobús que nos cruza el túnel de la bahía y recién inauguraron un servicio de renta de bicicletas en Boyeros y la Cujae, no es suficiente. Muchos estudiantes no pueden pagar el alquiler. A los empeños estatales se suman las ganas de grupos de entusiastas como Citykleta, Ha’Bici, Chivo, Velo Cuba, Ruta Bikes y otros emprendimientos que sueñan una Habana llena de bicicletas.
La bicicleta es para mucha gente, y para mí a estas alturas, una pasión. Como soy fotógrafo, me detengo a examinar las caras, los cuerpos y las bicicletas. Cada uno va arreglándolas y personalizándolas como le gusta. A veces se convierte en una extensión de la persona. Va congiéndosele cariño a ese pedazo de hierro. Hay quien ama su híbrida Specialized Sirrus 2.0, su Flying Pigion modernizada, su Giant LIV de ruta, su clásica Bianchi celeste, su Fixie con freno de masa, su Trek X-Caliber 1×12, o su Niágara con cestica vintage que repartió Correos de Cuba a los carteros. Yo amo mi japonesa mal pintada y un día de estos me la voy a tatuar en el brazo.
Muchos de los que andamos en bici, no solo la reconocemos como un medio de transporte, sino también como soporte identitario, como medio de expresión cultural y respeto a la naturaleza. De lo más lindo que me ha pasado en esta etapa de ciclista reflexivo, es haber participado en experiencias artísticas que tienen como centro la bicicleta. Recuerdo de forma especial la creación de un mural en la Villa Panamericana en el que participaron los artistas Cabra, Moya, Zardoya, Pikyai y Sekou, todos amantes de las bicicletas. Aunque el piquete suele juntarse para hacer murales en muchos sitios, esta vez fueron impulsados por la documentalista estadounidense Mitra Elena, quien rodaba un documental sobre las bicicletas en Cuba que podremos ver en un futuro cercano.
Hay quien anda en bici con la misma ropa de montarse en un carro. Pero hay otros locos, entre los que me incluyo, que se visten y se preparan como para una cita con el faster de su vida. Llevo mochila con cámara de repuesto, una bomba de aire, un pomito con grasa, un estuche con siete llaves, tuercas, arandelas y ponches fríos. No me puede faltar un pomo de agua, casco de ciclista, chaleco fosforescente y luces, por si me coge la noche. Además, llevo una bocina pequeña para ir escuchando Metallica, Isaac Delgado o Benny Moré. Me pongo gafas. Lo más emocionante de ir con pinta de ciclista es que otros que se parecen a ti te saludan como si pertenecieras a su familia.
Lo de ciclista lo llevo en la sangre. Todavía recuerdo cuando mi papá nos llevaba a mi mamá embarazada de mi hermano y a mí hasta El Golfito. Uno de mis mayores sueños es hacer un viaje por Cuba en bicicleta, desde la Punta de Maisí hasta el Cabo de San Antonio. Sueño ese viaje con mi pequeña familia: mi esposa y los dos niños. En unos años el grande será ya adolescente, el chiquito aprenderá a montar y, con suerte, también aprenderá su madre, que lleva treinta y cuatro años posponiendo el momento. Me gustaría que a ese viaje de familia fuera sumándose gente para llenar la carretera de bicicletas.