Desde que la COVID-19 apareció en el sur de Florida, la tasa de desempleo se disparó. Durante el primer trimestre del año llegamos a tener poco menos de 14% de desempleados después de que en marzo la pandemia obligara a cierre y confinamiento. Ahora, en el último mes del año, se ha reducido a 6.9%.
Pero ¿implica una recuperación económica? No necesariamente. Lo que significa es una indisciplina social galopante. Tanto es así, que solo en los tres condados más poblados del sur de Florida (Miami-Dade, Broward y Palm Beach) la tasa de enfermos de coronavirus ha sobrepasado los 439.000 casos: los muertos son casi 7.500. Miami se considera el punto cero del crecimiento de la pandemia, según cifras oficiales.
Desde marzo prácticamente ni conduzco ni uso los servicios de las plataformas de transporte. Confinado en mi casa todo el tiempo, al punto de volverme loco y haciendo la vida de Paco, mi perro, un pequeño infierno desde que leí varias cosas sobre la propagación de la COVID-19 mediante de los animales. Su espacio de acción no va más allá del balcón de mi apartamento.
Esta semana tuve que acudir al mecánico a dejar mi carro y regresé a mi casa en un Uber. Fue un trayecto de unos veinte minutos que dio para colocar la “conversación al día” con el colega y para sacar mis propias conclusiones. El viaje me sirvió para darme cuenta de que por mucho que las autoridades estatales no hayan querido prestarle demasiada atención al cumplimiento de las reglas de confinamiento, ni hayan sido estrictas en su aplicación, ni divulgado nuevas cifras, casi siempre por causas políticas, la COVID-19 sigue avanzando porque la población no le presta atención a la gravedad del problema.
Cuando me acomodo en el Uber, le digo de inmediato al colega que yo hacia lo mismo que él, pero tuve que interrumpir mi trabajo por miedo a la contaminación. Me contesta que él también está temeroso, que su mujer se quedó sin trabajo y a él le bajaron el sueldo en el restaurante donde trabaja como mesero. “Estuve dos meses parado. No sabía qué hacer. Hasta que un amigo me dijo que el Uber seguía trabajando porque la gente nunca ha dejado de salir a la calle”, me dice.
Estoy concibiendo la escena en mi mente y se me ocurre indagar: ¿Por qué crees que pasa eso?, le pregunto. “Lo que me explican es que se aburren en casa, que están solos y sus amigos también”. Y me dice que pasa algo interesante. Hay ancianos que cuando llegan a sus lugares habituales de esparcimiento y están cerrados, aprovechan los trayectos de los Uber para “socializar”.
Me cuenta algo inaudito. Me dice que es cubano y vive en Hialeah. “Me acuerdo bien porque fue el 3 de noviembre. Ese día llevé varias personas a votar, todos furibundos trumpistas porque Hialeah es como el comité de base de Trump. En una carrera recogí a dos señores en una casa y nos fuimos a la biblioteca de Hialeah, el centro de votación. Allí mismo recogí a otros tres que iban cerca en el barrio. En el trayecto discutían entre ellos qué hacer. Habían votado y era temprano. Entonces decidieron que en vez de regresar cada uno a su casa, irían a una cafetería abierta para los amigos. Y ¿sabe lo que me dijeron? Que iban a jugar dominó. Dominó, un juego que cuando empieza no para y no hay distancia social posible”.
La verdad, sentí pena por Dionisio – se me olvidó decirles que el chofer se llama Dionisio. En los Uber ya el cliente no puede sentarse delante. La capacidad máxima son tres personas en el asiento de atrás, regla que no entiendo mucho porque los clientes van bastante apretados y no hay protección alguna contra la pandemia. Es imposible. A Dionisio eso también le preocupa. Por eso cuando bajan los viajeros, tiene que desinfectar el interior del auto.
Pero la clave de todo es el detalle del dominó. No es que el popular juego sea directamente responsable de la progresión de la pandemia. Es la filosofía que encarna. Muy hispana, esa que se aplica con el aquello de “si eres mi socio, no tienes lío”. O sea, si no te sientes mal, no tienes problema. Y es así como han admitido las autoridades de Hialeah, con la cantidad de establecimientos abiertos medio clandestinamente o fuera de hora, que la ciudad es el mayor foco de contaminación del condado Miami-Dade.
Esto no se queda ahí y Dionisio me lo confirma. Paulatinamente los establecimientos comerciales han corrido su horario de apertura al público, las normas de convivencia y el distanciamiento social, sobre todo en los grandes espacios comerciales. Antes, las tiendas tenían que cerrar a las seis de la tarde; pero ahora lo hacen a las nueve. La temporada navideña la están aprovechando para recuperar lo perdido el resto del año.
En el Mall de Las Américas, una empleada de una tienda de ropa no lo oculta. “El gerente nos ha dicho que mientras haya público las puertas siguen abiertas. La policía no dice nada. Solo le pedimos a la gente ponerse una máscara”, me dice. ¿Y si no la tienen? “Le damos una”. Business as usual.
Me dice Dionisio: “Colega, regresa a manejar. La gente está saliendo cargada de compras de las tiendas. Yo a veces los dejo sentarse delante porque no hay espacio atrás”. No es que el Uber esté propagando directamente la pandemia, sino que la gente no es disciplinada. A veces me da la idea de que no tienen noción del peligro. Pero no conozco a una persona que haya sido multada por no cumplir las reglas. Y alguien es responsable.
Según Mario, un médico vecino mío, el asunto también se explica fácil. Puede que la mayoría de la gente no tenga un familiar enfermo o no conozca a ninguno. “No hay referencias. Ustedes los periodistas no pueden ni entrar a los hospitales. Al menos acá en Florida”.