En Cuba vivimos un proceso político, ético, afectivo y jurídico trascendente: el nuevo Código de las familias. Este abre, como senda compleja, pero imprescindible para la nación, un testimonio de diálogo, búsqueda de consensos, protagonismo de la sociedad civil, los derechos como argumento, los afectos como sustento y la participación popular como práctica política.
Esta es una oportunidad colectiva, social, histórica y moral para que las cubanas y los cubanos produzcamos más justicia. Una oportunidad para que los buenos sentimientos, la política y la ley se encuentren en un mismo camino. Es cierto que los contenidos del Código no encierran toda la emancipación que nos debemos como pueblo, pero encaminan una parte imprescindible de ella.
El bien común, la soberanía condicionada por la diversidad, dignificar a quienes han vivido en las sombras del dogma, la intolerancia y la desprotección; la muestra de que la justicia puede unir a la sociedad y a su gobierno, y el avance a un paradigma de liberación que se reconstruye en sus matices, son invitaciones (creo ineludibles) para participar intensamente en la venidera consulta popular.
Este proceso tiene, entre sus significados, asumir en ley los modelos de familias generados por los buenos afectos, es decir, proteger los derechos del buen sentir y el buen hacer, de la creación de vínculos familiares por libre elección con base en los deseos.
De otro lado, este proceso implica comprender el tránsito de las familias cubanas, también, en el tipo de relación que las reproduce. De un modelo predominantemente nuclear biparental, heterosexual, con jefatura de hogar masculina, fuerte estilo de autoridad y comunicación regulativa, androcéntrica y adultocéntrica; se transita a configuraciones familiares más pequeñas, democráticas y participativas, con jefatura de hogar femenina, visiones de equidad de género y reconocimiento al derecho de infantes y jóvenes. Familias con bases en el respeto, el cuidado y la aceptación que se alimentan de los buenos afectos.
Uno de los aspectos más progresistas del nuevo Código es hacer ley el amor, no solo en su declaración, sino en las condiciones que genera para la protección de los derechos. En su versión 23, se explicita que los miembros de las familias están obligados al cumplimiento de los deberes familiares y sociales sobre la base del amor, los afectos, la consideración, la solidaridad, la fraternidad, la coparticipación, la cooperación, la protección, la responsabilidad y el respeto mutuo (Artículo 2). Entre los derechos de las niñas, niños y adolescentes, refiere el de crecer en un entorno familiar de felicidad, amor y comprensión (Artículo 4). Como parte de la responsabilidad parental, insta a inculcar amor a la familia (Artículo 134). En lo concerniente al matrimonio, alude a la unión voluntaria de dos personas, sobre la base del afecto, el amor y el respeto mutuo (Artículo 197).
El amor es, sobre todo, una manifestación de las relaciones sociales. No es un hecho estrictamente natural, es construido históricamente, es un hecho aprendido socialmente. Este ha tenido diversos contenidos a través de la historia, específicos para cada género, clase social, edad, pueblo y cultura. Mujeres y hombres aman de maneras diferentes. Aprenden contenidos y objetivos propios del amor: necesidades, deberes, prohibiciones y límites.
La cultura patriarcal, hegemónica hoy, moldea como valores esperados en el amor una suerte de “subjetividad jerárquica”, con prevalencia del hombre. Frente a ello, el feminismo configura opciones políticas que transforman las relaciones y los contenidos del amor. Ha revisado en clave crítica la sexualidad, las relaciones sociales, las familias, las relaciones de pareja.
Desde esa perspectiva, las familias son un espacio simbólico privilegiado para la experiencia amorosa. Pueden sintetizar relaciones de opresión o liberación, más allá de la voluntad y la conciencia; conjuntan lo público y lo privado; unen lo social y lo personal en ámbitos como la intimidad afectiva y sexual, la convivencia, la corresponsabilidad vital, la economía, el erotismo, el amor y el poder.
El vínculo entre el poder y el amor es central en la visión feminista. Quiere decir que la experiencia amorosa es también una experiencia social, cultural y política. Por tanto, el amor es contenido de análisis, también, en el ámbito de las familias.
A lo largo de la historia han existido compresiones de amor diferentes, lo cual ha impactado los modelos de familias y las leyes que los afianzan. Las líneas gruesas del carácter patriarcal (opresivo) forjado en ese proceso, y que pugnan por prevalecer, define el amor heterosexual como natural y el homosexual contra natura; hilan amor solo con matrimonio y procreación; asumen a las mujeres como propiedad privada de sus dueños jurídica, afectiva, sexual y económicamente; recluyen a las mujer como “seres del mundo privado”, apartándolas del espacio público y concibiéndolas como “madresposas”.
Esos y otros signos patriarcales han sido impugnados permanentemente por visiones del amor como andamiaje de la libertad, horizontal y recíproco, constituyente de la “democracia emocional”. El amor libre modifica la “maternidad esclavizante” y potencia su carácter de derecho. Exige otra masculinidad y otro sentido de la paternidad como compromiso ético, jurídico, económico y amoroso. En el “amor libre” se asumen relaciones de respeto, dignidad, confiabilidad y no violencia. En él está presente un anhelo de igualdad.
¿Es esta una batalla política? Sí. ¿Es una batalla legal? También. ¿Es una batalla cultural? Sin dudas. Pero más que todo, es un desafío afectivo. Si bien la protección de la ley es imprescindible, no es suficiente. Debemos ir más allá, como pueblo responsable de su propia liberación, en el camino por naturalizar el derecho a la diversidad. Si la ley nos obliga a tolerar, si el cambio cultural nos lleva a comprender, los buenos afectos nos llevan a aceptar, a naturalizar, nos llevan a vivir en la libertad del otro y la otra nuestra propia libertad.
La diversidad es una condición natural e histórica, la pluralidad es una opción política, un derecho. Reconocer la primera y potenciar la segunda son condiciones para alimentar las raíces del bien común, del sentido colectivo, de la socialización, de la fraternidad, el amor, los afectos. De ahí que valga la pena procurar que “el amor se haga ley”.
El nuevo Código de familias, como hecho político, no es el único tema revolucionario que nos debemos en esta hora cubana, pero es muestra significativa de que esa condición pervive y se disputa en la Isla. Pudiera ser asumido, además, como una línea gruesa para hablar de otros asuntos, para impulsarlos con similar convicción.
Si las familias son las células de la sociedad, y estas potencian modelos democráticos, participativos, de derechos constituidos y naturalizados, con base en los buenos afectos, podemos ir por más. Empujemos un Código de familias que, acorralando la violencia, el descuido y las carencias, nos proteja de la pobreza, de la rigidez moral, del autoritarismo doméstico. Código que nos condicione aprender en ese espacio social la plenitud del derecho y la libertad que podremos recrear en los buenos afectos.
Este proceso pudiera anunciar otras maneras de hacer política, de crear la norma, de dar voz a sujetos y sujetas en su diversidad. Pudiera ser antesala del rediseño del bien común o la socialización que se encamina y enriquece en su pluralidad. Pudiera ensanchar las puertas de la actualización del proyecto de dignidad, soberanía y buenos afectos de la revolución cubana.
El calidoscopio que hoy describe a las familias cubanas convida a pintar toda la sociedad con los colores de la pluralidad y la inclusión, con la política, la ley y el amor. Una apuesta afirmativa por el Código de las familias es un paso trascendente en un país urgido de reconstruir sus moldes emancipadores.