Varias acciones sucedieron en la exhibición de Critical Control Point. Colocación de la tienda de campaña en uno de los campos de basquetbol del Parque José Martí. Intervención de mi familia en la instalación. El hecho de habitar el área junto a ellos. El performance a las siete de la noche. Estas, las venía pensando desde que llegué hace tres años a Miami. La acción principal siempre la pensé como la conformación de la figura del Cascanueces, formada por la acumulación de escamas de conos de pino, sobre una mesa de madera. Sentado en el lugar de trabajo, el performer pegaría las escamas una encima de la otra.
Diferentes ideas soportaron la pieza. Un cuerpo de/sobre la destrucción. La centralidad, la mía y la de los otros, quería desplazarla, quería construir la dispersión. En el centro, siempre el caos. No había acomodo en esta sociedad; mi cuerpo se resistía al imaginario y a las materialidades de este país. Por eso, la figura del Cascanueces y su material: un intento de salvación.
Mi cuerpo quería reconstruirse, pero no había solución a lo que se destruía de dolor. La imagen resultaba, al final, un gran intento también de inclusión. El cuerpo se construía pedazo a pedazo a partir de la destrucción de lo “otro”, que podía ser todo, con el ánimo de sobreponerse a lo que dejaba atrás. Cuerpo que, al final, terminaba pretendiendo ser imagen de un mundo al que no pertenecía, y por el cual se esforzaba en acumular cada una de sus partes dentro de una forma predispuesta. Mi cuerpo era lo que pretendía, y me construía lo que lamentaba.
Pasó un año desde que terminé la mesa. Aun no sentía la necesidad de proponer la realización de un performance con este objeto. Era una expresión tan íntima de mí, que exponerla al afuera me causaba mucha ansiedad. De pronto, de un día a otro, comencé a enviar correos electrónicos a galerías y museos de la ciudad, con el ánimo de presentar la pieza en sus espacios. Nadie respondió.
Fue entonces cuando hallé, buscando conexiones con la idea de mi trabajo, el área donde en 1980 estuvieron viviendo alrededor de 3000 refugiados cubanos. Instantáneamente sentí que era el lugar indicado para presentar la instalación y el performance. Mi mesa tenía que estar donde una vez aquellas personas pudieron sentir lo que yo sentía, donde se escuchaban los mismos sonidos. Al visitar el lugar, escuché el paso apurado de los carros sobre mí, lo sentía como el paso también ágil del tiempo sobre la memoria de lo que una vez estuvo allí. Necesitaba conectarme con la ciudad en donde vivo, para exponerme en ella.
El domingo 27 de enero a las 9 de la mañana encendí el generador que dio electricidad a la lámpara dentro de la tienda de campaña. Sobre la mesa, el Cascanueces y un pomo de pegamento. El suelo estaba cubierto de escamas de conos de pino. La luz parpadeaba de vez en cuando por el viento, que movía la tienda y la ponía en peligro. Allí estuvimos todo el día. Me senté frente a la mesa a las 7 de la noche y comencé el performance. Casi a las dos horas y medias tuvimos que desmantelar y partir. Parecía un huracán que había sido mandado específicamente para alejarnos, con el cual habíamos lidiado bien temprano, pero pareció que la tranquilidad del ojo había dado paso a su brazo derecho.
La instalación estuvo en pie lo suficiente como para “habitar” el área. Esta era una de las principales acciones que me proponía al exponer la pieza.
Lo que una vez había sido una idea sobre la destrucción, ahora habitaba no solo un espacio en mi mente, sino en un lugar verificable en la geografía de esta ciudad. Ocupaba uno especial, justo debajo de la I-95, donde cientos de otras tiendas de campaña una vez también estuvieron resistiendo al tiempo y al dolor. Para mí, una vez montada la tienda, quedaba terminado el primer gesto, que lo era todo como suelen serlo los pequeños gestos de amor.
Después me percaté de que la familia que tengo aquí había creado lo que crean todas las familias cuando se juntan en un lugar que no es el de la casa. Había “habitado” también el área. Y quiero pensar que lo hizo como lo hacía en nuestra casa, que una vez estuvo en Matanzas. Claro que en las casas de nuestra familia nunca existe la total armonía. Extrañas son las relaciones que se establecen dentro. Mucha bulla.
Poca demostración de afecto. Dependencia. En el parque sucedió todo esto, y justo al lado de la instalación. Gesto que fue inesperado para mí. Nunca llegué a pensar en la intervención de mi familia como parte esencial de la pieza. De esto me percaté al poco rato de inaugurarla, y lo confirmé al mediodía cuando mi madre trajo almuerzo para todos.
En la noche entré con una silla y me senté frente a la mesa. Todo lo de afuera desapareció. El tiempo no importó. A lo lejos escuchaba a algunas personas. Primera vez que me dedicaba a exponerme en un performance. En realidad no sabía, físicamente, cómo iba a ser. Uno siempre tiene idea de una cosa, pero hasta que no obliga el cuerpo a soportarla no puede aprehenderla. Y ese fue el único momento en el que me sentí feliz en todo el día. Antes había sido todo puramente intelectual. Había comprendido varios conceptos y los disfrutaba, pero nunca llegué a sentir felicidad.
Todavía quiero entender la relación de mi cuerpo con el que yace sobre la mesa. Para mí es el mismo, pero escindido. Puedo hablar del otro como hablo del mío. La distancia que pueda tomar en este momento es la de quien se analiza a sí mismo. Al final, pienso en el performance como un lamento indetenible. Es un concepto que se crea en el tiempo y permanece aferrado al cuerpo que lo realiza. Es una expresión que se construye y muestra. Demostración que debe ser defendida como paso irreductible de la experiencia.