Amor es ponerse de almohada
para el cansancio de cada día;
es ponerse de sol vivo
en el ansia de la semilla ciega
que perdió el rumbo de la luz,
aprisionada por su tierra,
vencida por su misma tierra…
Amor es desenredar marañas
de caminos en la tiniebla:
¡Amor es ser camino y ser escala!
Dulce María Loynaz
Cuando le pregunté dónde estaba hoy su casa, los ojos de Aimeé1 fueron una brújula más precisa que cualquier mapa. Por fuera, yo diría que su casa se parece más a la imagen que ve en el espejo que a una intersección de coordenadas cartográficas. Tiene 34 años, es cubana y se ve a sí misma como una “mujer en movimiento”. En un post que encontré en su perfil en Instagram se lee: “Un día como hoy […] dejé mi cuna y a las personas que amaba más (y amo todavía). Ha sido la decisión más dura y la más certera que he tomado en mi vida. No me arrepiento ni un sólo segundo”. Una foto panorámica de La Habana al amanecer, una de una playa chilena y otra en la que una Aimée de espaldas luce su mochila viajera, componen el carrusel de imágenes que escogió para ilustrar ese post. Sus pies y su curiosidad la condujeron hasta el cono sur de América, a una ciudad chilena llamada Valdivia, donde fue a hacer su Maestría en Comunicación en 2016.
Hoy vive en Santiago, —de Chile—, también es fotógrafa, analista de datos digitales y se dice amante de la naturaleza. Como casi toda isleña, tiene una conexión especial con el mar: “me encantan los barcos, y los botes, y ver escenas de pescadores. Creo que es un match que hace mi mente con las tardes frente al malecón. Es como ver una misma escena, pero desde varios lugares diferentes. Lo disfruto, pero no extrañando, sino pensando en lo bueno que es volverlo a ver”, eso me dice.
Para Aimeé, la felicidad es una decisión y ella la escoge diariamente con mucha determinación. Su hogar, que en vez de un suelo y cuatro paredes descansa en su par de pies, que son sus cimientos, se mueve por el mundo desde que decidió dejar la casa de su madre en el Cerro habanero, su pareja de años, una plaza cómoda en un centro de investigación y todas las certezas que hasta entonces tenía para averiguar cómo se vería la vida del lado del mar que baña el Pacífico, volver a estudiar y realizarse profesionalmente, o al menos intentarlo: “Me considero una mujer migrante porque me moví y pienso seguirme moviendo; siento que todavía no tengo un espacio físico fijo, todavía no siento que es aquí donde voy a morir”, me dijo, pues según ella “lo más difícil, que fue dejar atrás las calles de mi infancia, la comida típica, el día a día, ya lo hice; lo que no quiere decir que no me duela, entonces sí, me considero migrante, porque después de hacer eso siento que podría irme a cualquier lugar. Si Chile llega a quedarme chico mañana, pues me voy a otro sitio”.
En Chile, Aimeé no tiene perros, ni gatos. Según me dice, tampoco ha colgado cuadros en las paredes de su apartamento porque prefiere ahorrase la plata que invertiría en amueblarlo para gastarla en otras experiencias, como los viajes. Lleva consigo un mini cuadro de unas mariposas cubanas “que me encantan”, me dijo, “fue un regalo que me hicieron en un momento especial. Es una de las cosas que siempre guardo de primero en la maleta y ha recorrido conmigo varias casas. También una cadena que me regaló mi mamá antes de irme y un poemario de Dulce María Loynaz”.
A pesar de que aún le resulte difícil sentir el lugar que habita como su casa, en él cultiva sus plantas, se regala girasoles o tulipanes todas las semanas y el té es un compañero frecuente después que termina sus jornadas de teletrabajo. Así me recibió en su sala un jueves por la noche (gracias a Google Meet): moviendo en círculos el infusor dentro de su tisana, y con una sonrisa en el rostro, un poco sin saber qué esperar de nuestra conversación. Confieso que yo tampoco tenía entonces una idea muy clara del rumbo que ésta tomaría, como casi todo viaje que se hace medio a ciegas, pero se hace. Hacía algunos años no escuchaba su voz, creo que desde que nos graduamos juntas de la carrera de Comunicación en la Universidad de La Habana en 2013 y cada una cogió un rumbo diferente; nos escribíamos a veces, pero poder escucharla contándome su historia como mujer migrante me hizo, de algún modo, (re)conocerla, y notar algunas cosas que una conversación por Whatsapp no me permitiría ver. Luego de siete años viviendo en Chile, no me extrañó ni un poco que su acento ya no fuera el mismo, algunas palabras de su repertorio ya no son las del castellano que hablamos en Cuba y sí del que se habla en Chile. Dice “pega” en vez de “trabajo”, “plata” en vez de “dinero” y “bacán” en vez de “bueno”. Dice que es bueno escucharme, que se siente como volver a casa a través de mi acento cubano: “no lo has perdido ni un poco”. Dice también que salir de su casa y de Cuba, del “nido” cómodo de su mamá, le dio la posibilidad de aprender a valerse por sí misma, de autoconocerse mucho más de lo que podía imaginar: [la migración] “me dio la oportunidad de pensar en mí. Sentía que mi proyecto personal de vida se estaba despegando de lo que Cuba podía ofrecerme, tanto desde el punto de vista económico, como en el ámbito de la pareja, el familiar, el profesional. Lo que quería Cuba de mí yo no podría serlo nunca, o no quería, y por eso me fui”.
Durante dos horas conversamos sobre lo que representa para ella ser un cuerpo de mujer negra, cubana y migrante, viviendo en Chile.
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Aimeé emigró mediante un proceso de movilidad académica en 2016, luego de las recientes reformas migratorias cubanas. Entonces fue contemplada con una beca de estudios “completa” para hacer un Máster en Comunicación en la Universidad Austral de Chile, localizada en Valdivia, una ciudad de unos 140mil habitantes. “En el tiempo que yo vine a vivir a Chile había muy poca migración cubana acá, cuando llegué pensaban que yo era colombiana”. Escogió la Universidad Austral entre todas a las que había aplicado porque, en primer lugar, su beca sería “completa”, o sea, además de cubrir el costo de su matrícula, recibiría un estipendio mensual que le daría para rentar un apartamento y cubriría sus necesidades principales. Entonces no conocía a nadie en Chile, su contacto más próximo con alguien mínimamente conocido era una amiga de su prima, con la que intercambió un par de veces y no mucho más. Para Aimée, la experiencia migratoria fue menos solitaria porque tuvo el apoyo de su prima, que desde Estados Unidos siempre se hizo presente en su vida y de una pareja de amigos cubanos que entonces vivían en Brasil: “me orientaron, me enseñaron a hacer mi currículum, las cosas que debía poner, me apoyaron con mi tesis, me asistieron para ayudarme a encontrar trabajo en Chile y me conectaron con amigos de ellos acá. Sentí mucho su compañía, aunque estuviéramos en suelos diferentes. Lo que quiero decir es que la red de apoyo muchas veces se achica y otras veces se expande. Y el rol que tienen los cubanos conocidos y queridos es muy importante en la experiencia migratoria. El cubano siento que acompaña la experiencia migratoria del otro, para que la viva de la mejor manera. Es una especie de sabiduría que se trasmite, una sabiduría que abraza, protege y acompaña. En mi caso, mantenerme en contacto con ellos y contarnos la vida, fue parte de tener una experiencia migratoria con menos tropiezos.”.
Aimeé me cuenta que ha tenido mucha suerte en su trayectoria fuera de Cuba, a pesar de haber llegado sola a Chile “con una mano alante y la otra atrás”. Nunca ha estado en la calle, ni ilegal, tampoco ha pasado por carencias económicas, porque poco antes de terminar su maestría decidió aplicar por la residencia permanente y fue felizmente aprobada. A pesar de que el racismo se hace sentir en la sociedad chilena actual, como mujer negra nunca ha tenido directamente una experiencia de discriminación racial en Chile, aunque de xenofobia sí: “Un día estaba buscando un libro en la Biblioteca de la universidad y una funcionaria me preguntó de dónde era, luego, cuando le conté que era de Cuba empezó a imitar mi acento y a preguntarme si pensaba quedarme o no en Chile porque el país estaba lleno de extranjeros. Pero, a pesar de ese momento desagradable y de que acá el racismo está presente, nunca sentí directamente discriminación por ser negra o por llevar el pelo rizado, por el contrario, mi proceso de asumir mi pelo natural empezó cuando vine para acá y me di cuenta que el clima y la plancha de pelo no se llevaban bien, y después fui viviendo otros despertares por el camino que me llevaron a asumir mi pelo natural de una vez”.
Luego de terminar sus estudios de maestría, obtener la residencia permanente y construir algunos lazos afectivos en Chile, decidió que intentaría quedarse allá y buscar trabajo, porque sentía que era momento de salir un poco del hermetismo académico y hacer cosas prácticas en la que, desde que estudió Comunicación en Cuba, siempre fue su pasión: la Comunicación digital. Con ayuda de su entonces pareja, que era chileno, Aimeé estudió los caminos para aplicar por una plaza en una empresa, me cuenta, no sin antes invertir parte de sus economías y de su tiempo en un diplomado: “Yo quería insertarme en una empresa y estudié el camino para lograrlo. Cuando me di cuenta de que con mi Maestría no sería suficiente, hice un diplomado en Community Management y eso me abrió las puertas para todo lo demás. En ese tiempo tenía que viajar de Valdivia a Viña del Mar y lo pagué todo de mi bolsillo, con la ayuda de mi pareja en ese momento; fue un hueveo pero al final lo logré terminar. Luego empecé a postular para empleos y, un poco porque tengo mucha suerte, me enteré que en la agencia de medios donde trabajé un tiempo estaban buscando un community manager para estar por 12 meses, pasé mi currículum, hice la entrevista y entré, al principio como suplente de una persona que había salido por licencia de maternidad y luego logré hacer notar mi trabajo y quedarme en la empresa; ahí empecé a aprender. Al principio fue muy difícil porque no tenía experiencia, no sabía cómo insertarme en el mercado y en todos lados la palanca es importantísima”. A pesar de las dificultades, Aimeé ha logrado mantener desde entonces una estabilidad profesional y financiera trabajando con lo que siempre ha querido. No obstante, siente también que, a pesar de no arrepentirse ni un poco de haber invertido tiempo y recursos en su desarrollo profesional desde el inicio de su proceso migratorio, su vida familiar y personal se han visto comprometidas y empieza a sentir un deseo para el que no ha tenido tiempo de prepararse, especialmente después de haberse separado de su actual ex pareja, que es ser madre y formar una familia.
“Siento que ahora tengo el privilegio de decidir ser mamá después de autorrealizarme. Cuando estaba en Cuba no me planteé la maternidad porque justamente sentía que eso me limitaría de salir, viajar y cumplir varios de los sueños que tenía. A pesar de que hoy me siento estable profesionalmente, todavía no creo que tenga las condiciones necesarias para ser madre aunque ya estoy sintiendo el llamado biológico. Primero, porque no quiero ser una madre soltera, quiero tener un acompañamiento y una división de responsabilidades en ese proceso; no es que no me sienta capaz de nutrir una vida sola, sino que simplemente sé que acompañada será mucho mejor y más justo para mí por todo lo que ser madre solo implica, aún más en un país extranjero donde no tengo red de apoyo que me sostenga. Siento que quiero formar una familia y eso, en mi caso, incluye tener una pareja. Mi proyecto de familia está detenido ahora mismo porque no encuentro una persona que cumpla con los requisitos que quiero que cumpla quien va a ser el padre de mis hijos. Y bueno, si la maternidad no está para mí, pues no será el fin del mundo tampoco, otras experiencias vendrán, incluso la posibilidad de vincularme futuramente con una persona que ya tenga hijos, quién sabe. Por otro lado, sostenerme sola económicamente y dedicarme tanto a mi trabajo no me deja mucho tiempo para conocer personas; siento que mi vida profesional está donde quiero que esté, pero todavía necesito nivelar mi vida familiar”.
A todo lo anterior, se suma la variable cultural a la ecuación. Según me contaba, Aimée no se cierra a la posibilidad de formar una familia multicultural y de hecho es una idea a la que se ha ido acostumbrando poco a poco, pues además de tener poco contacto con cubanos donde vive, siente que la atrae genuinamente la idea de tener una familia más diversa y esto tiene que ver también con el hecho de sentirse parte de esa sociedad. No obstante, lo que más la ha llevado a aplazar la maternidad, por el momento, recae fundamentalmente en su condición de pionera de su propio proyecto migratorio y, además, de seguir siendo un sostén económico importante para su familia en Cuba: “Establecer una relación se complejiza por temas culturales y por cómo cada persona de la relación vive su cultura. No me cierro a tener una familia multicultural, pero primero tengo que saber cómo equilibrar la parte profesional con la parte personal porque en primer lugar mi sostén actualmente soy yo, así como lo soy de muchas formas para mi familia en Cuba, a pesar de que mi madre siempre me ha dado libertad para poner mis necesidades por encima de las suyas, pero mentira, estoy siempre pendiente de lo que mi familia allá en la Isla pueda necesitar, están las recargas, los combos, enviarles una buena cantidad de dinero cada vez que puedo, entonces la maternidad todavía no se ha presentado como una parte de mi vida actual”. Tener a su familia y amigos lejos también la frena en muchos sentidos a lanzarse a la maternidad, pues, según me dijo: “Aquí he construido lazos, sin dudas, pero la red de apoyo está siempre a prueba”.
En medio de esas dudas, de momento, Aimée camina. Trabaja, sigue regalándose ella misma las flores frescas y las pinta después en sus clases de acuarela de todos los sábados. Sueña con formar una nueva familia, además de la que tiene en Cuba, pero es y piensa seguir siendo una mujer en movimiento, quiere viajar, conocer el mundo y quitarse el estigma, contra el que ella misma lucha, de que le va a pasar algo por atreverse a hacerlo; no se deja paralizar por el miedo que siente cuando piensa en lo que representa ser una mujer sola en un mundo tan grande, tan hostil, pero también tan lleno de experiencias y un espacio inmenso que ella insiste en ocupar, acompañada o no. Su única certeza y sus únicos cimientos, al menos los más importantes, son su par de pies y su capacidad de desplazarse de un lado a otro para buscar lo que la hace feliz, aunque no siempre lo consiga, o aunque los desafíos sigan presentándose delante suyo.
Cuba se hace presente en su vida a través de la música, aunque no sabe lo que se está escuchando ahora allá, me dice. También se encuentra con Cuba regresando al congrí, al pollo con salsa y al fufú de plátano o al huevo frito con arroz y platanito en un almuerzo, “para salir del paso”. “Cuba está en mi creatividad, en mi capacidad de inventar con lo poco que tengo, en la cocina, pero también en la vida, en mi capacidad de descubrir por dónde le entra el agua al coco, en cualquier situación que se me presente”, me dice riendo. El cuadro de mariposas que se llevó de Cuba sigue con ella, pero no lo cuelga ni lo colgará en ninguna pared de ninguna casa que pueda habitar, porque ella sabe, como Kavafis, que Ítaca, más que una isla o un destino, será siempre el camino bajo sus pies.
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Nota:
1 A pedido de la entrevistada, usamos un nombre ficticio para preservar su anonimato.