Durante más de tres siglos Cuba y azúcar fueron casi sinónimos. Una isla donde la producción azucarera llegó a sobrepasar los 8 millones de toneladas métricas, con índices de pureza superiores al 97 por ciento y una gama de derivados útiles a la agricultura, las industrias farmacéutica, maderera y del ron entre otras, podía lucir sin remilgos su epíteto de “Reina del Azúcar”.
El batey del ingenio, aun hoy que el azúcar no es el pilar de la economía cubana, constituye uno de los asentamientos poblacionales de mayor singularidad y coherencia de nuestro entorno. Las casas de la época fundacional, estilo bungaló sureño, de madera y techo de zinc a dos colores, con portal y florido patio, nos dictan desde el subconsciente postales de un pueblo de juguete.
Aunque algunas de las cualidades de los bateyes hayan zozobrado en pos de una mixtura que en algún momento pretendió “modernizarlos”, así como en las procelosas aguas que a inicios de este siglo le escamotearon al azúcar el protagonismo económico, algo que aún singulariza a estas locaciones es que sus “centros históricos” mantienen en buena medida la imagen con que los fundaron.
Solidaridad, laboriosidad, amabilidad siguen siendo virtudes presentes en los habitantes del batey, así como una pintoresca jocosidad que, entre otros detalles, se expresa en la profusión de nombretes. Allí aún es posible que, al procurar a una persona llamada Francisco Angulo, nadie lo conozca aunque identifiquen a uno al que le dicen Panchón casco’e mulo. O que a otro llamado Marcelo, lo reclamen por Tibor de palo y responda como si con que ese epíteto le hubieran echado la sal y el agua bendita en la pila bautismal.
He visto, desde mi infancia, muchos bateyes, ninguno con los patios yermos: unos lucen jardín, otros hortalizas, arboledas, cría de gallinas, cabras o cerdos. Y entre el follaje, el cacareo, el berrear o el gruñir, humanísimos seres humanos que, activos en una escenografía de reciclaje de cuanto hierro desecha la fábrica, dejan discurrir sus sosegadas vidas.
Pero el batey, más que todo, se expresa en sus olores, sabores y sonidos. Los pitazos anunciando cambio de turno fijan puntual algoritmo para horarios –desayuno, almuerzo, comida, medicamento–. Todo huele dulzón, hasta el vapor recién hervido. Y el guarapo, el melado, la melcocha, la raspadura, la caña cristalina cortada en canutos alegran, a bajo costo, el paladar.
En los anocheceres algún laúd o armónica, siempre juguetones y provenientes del infinito, acompañan el violeta de la noche en ascenso. Comienza otro ciclo vital: el de las noches jaspeadas por cuentos de aparecidos, la canturía, el juego de dominó o el velorio de santo. La oscuridad, viajando libre, lo amplifica todo, con acompañamiento de grillos.
Se duerme y se despierta temprano en el batey: la zafra apremia. Y a veces se desayuna –¡qué rico!– como indica el estribillo de una cubanísima canción: “Si tomas guarapo por la madrugá / lo bueno se queda, lo malo se va”.
Hermoso , huele a caña recién cortada, mmmmm y me remonta a las visitas desde pequeña a los centrales de mi pueblo. Qué linda caricatura de los personajes ,nobles , cariñosos y familiares a pesar de sus apodos inolvidables . Magnifica crónica , te felicito.
Pienso que esa realidad bucólica, resulta para muchos en la actualidad algo exótico, pero a su vez lo que implica espiritualmente y vivencialmente es muy enriquecedor para el aprendizaje e incluso de valores hoy desdeñados hasta la saciedad y vilipendiados en extremo gracias River siempre se aprende contigo puro un abrazo Chaconistico.