El decorado telón de fondo de La Habana, como detenido en el tiempo, le da un ambiente de mundo nebuloso que Hollywood no podría representar, si tratara de hacerlo. Sin embargo, para el visitante, la magia verdadera no son los iconos revolucionarios, únicos de su tipo, ni la arquitectura que se desmorona, ni los pintorescos carros antiguos. Lo aparentemente mundano, la experiencia de un estilo a lo cubano por antonomasia, es lo que el visitante recordará siempre como suvenir favorito.
Aquí les presento cinco excepcionales fragmentos de la vida cubana que no deben perderse…
Grito por un helado
Si el punto de referencia fuera la religión, la santería en Cuba ocuparía un segundo lugar después de la heladería. Los cubanos adoran el helado. Cuando La Habana echa chispas, la ciudad entera desciende sobre Coppelia, la mayor heladería del mundo (ocupa una manzana completa en lo alto de La Rampa, en El Vedado, y tiene un promedio de 30 mil clientes al día). Coppelia es llamada con justicia “la catedral del helado”.
En ninguna parte se encarnan los ideales revolucionarios de Cuba como en este verdadero “parque del pueblo” que ofrece una indulgencia por unos cuantos centavos a las masas, quienes esperan… y esperan… y esperan, con anticipación ferviente, para poder comer helado hasta atiborrar sus estómagos y sus carteras. Aquí se han escrito novelas, se han concebido partituras de música (siendo Cuba, quizás hasta bebés).
La rica diversidad se puede encontrar en una cola en Coppelia durante un mediodía soleado. Hacer colas con los cubanos es una experiencia gratificante en Coppelia. Las colas son un hervidero de flirteos y parloteos. Cada sección tiene su propia cola y su largo será de acuerdo con la presencia del sol. No es fácil determinar cuál es, en realidad, la última persona: debes preguntar por “¿el último?”. Esto sucede porque las colas cubanas nunca son estáticas. Mientras algunos habaneros se van por ahí a sentarse a la sombra, otros desaparecen de la vista para reaparecer en el momento crítico, cuando la cola está en perfecto orden, como por osmosis.
Toda conversación termina cuando los cubanos se sientan. Hacer ruido mientras toman el helado con las cabezas bajas es un tributo común en las mesas que se comparten. Las conversaciones son casi un murmullo, como si Coppelia fuera en verdad una catedral. El helado –servido con eficiencia taciturna por camareras, en minifaldas a cuadros de los años 50– no se gana ningún premio. Pero, para mí, no hay otra experiencia que hable tan dulcemente sobre el idealismo revolucionario icónico de Cuba.
Necesitará moneda nacional, ya que la convertible no se acepta. Resista el ser llevado a una sección “turística” con servicio inmediato por un exorbitante 1 CUC por bola de helado. Ordene al menos una ensalada de cinco bolas. Si pide menos que esa cantidad, su camarera asumirá que cometió un error.
Montar una máquina
Alquilar un clásico y engalanado convertible de la era de Eisenhower para un recorrido por el Malecón es de rigor para el visitante primerizo. Después de lo cual es hora de viajar por la ciudad como un cubano. Eso quiere decir hacerle señas a una máquina. No debe confundirse con los sedan lujosos de los 50 que se encuentran fuera de los hoteles, estos cacharros de menos calidad trabajan con permiso como taxis colectivos que van por rutas fijas como los autobuses y cobran 10 pesos (50 centavos de dólar) por casi cualquier distancia.
Anteriormente a los taxis en pesos se les prohibía llevar a extranjeros, los cuales tenían que limitarse a taxis estatales. (¡Más de una vez se me pidió que bajara la cabeza o mirara al otro lado cuando pasábamos delante de un policía!) Ahora son más democráticos. Abarrotados, avanzan pesadamente sobre gomas gastadas y abombadas en medio del crujido de engranajes gastados y el ruido importuno de los tubos de escape. Para evitar ser reprendido por el chofer, ¡no tire la puerta!
Es muy divertido dar brincos con los baches de la calle Neptuno al ritmo del reguetón de la radio.
Andar por el malecón
Oficialmente conocido como Avenida Antonio Maceo, y más comúnmente como Malecón, el paseo marítimo ofrece un microcosmos de la vida citadina: los ancianos pasean a sus perros; los músicos practican en sus tambores y trompetas; los pescadores lanzan sus sedales o se lanzan a la mar en grandes neumáticos; y los soñadores miran con nostalgia hacia Miami.
Visitar Cuba y no caminar por el Malecón sería como visitar París sin subir a la Torre Eiffel…, meramente andar por el paseo no es suficiente. Tiene que frecuentarlo durante un fin de semana y ser un actor en el dinámico teatro al aire libre de La Habana.
Bastante tranquilo durante un mediodía entre semana, se transforma por la noche cuando miles de jóvenes se reúnen para socializar y divertirse, especialmente al pie de La Rampa. Las botellas de ron pasan de mano en mano. La música ahoga el ruido de las olas chocando contra los arrecifes. Y cientos de parejas sin vergüenza se acarician, se besan y hasta hacen el amor. Esta es una de las razones por la cual el Malecón es conocido como “el sofá de La Habana”.
Presenciar un juego de pelota
Mucho más que los yanquis, los cubanos son fanáticos de la pelota. De hecho, el beisbol es una pasión que solo le sigue al sexo como deporte nacional.
Presenciar un juego de pelota en Cuba es una experiencia completamente diferente a la de Estados Unidos. No hay cerveza Budweiser –ni el Jumbotron patrocinado por la Chevrolet (¡menos mal!). Los únicos “anuncios” son los que exhortan al patriotismo, la lealtad, a trabajar duro, y “¡Revolución, sí!” Olvídese de las pistas entre los innings. Y no se permiten las bebidas alcohólicas, aunque hay vendedores que pasan vociferando refrescos, bocaditos de jamón y rositas de maíz. Ah…, y no espere que las tazas de baño descarguen, ni que tengan asientos.
Los aficionados –incluyendo niños y mujeres solteras– se agachan en los lugares donde hay sombra en los estadios bañados por el sol, los cuales retumban con la estridencia de los bongós, las trompetas y las cornetas. Es la mayor diversión que puede tener en Cuba por un peso convertible (los cubanos pagan 5 pesos, que equivale a 25 centavos de dólar).
Dominó
Dominó es el juego de barrio por excelencia y, en Cuba, es cosa seria. ¡Tome en consideración a Juana Martín y Martín!, fanática del dominó que, con un doble tres en la mano, perdió un juego y la vida, al mismo tiempo, por un infarto. Su tumba en la necrópolis de Colón tiene encima un enorme doble tres en mármol de Carrara.
No puede caminar por cualquier calle, en cualquier parte, a cualquier hora, sin toparse con una mesa improvisada y sillas destartaladas puestas en la calle o la acera. Dos pares de jugadores estarán enfrentándose, con puros en la mano, una botella de ron a un lado, mientras los séquitos estudian las jugadas. Y si un extranjero se detiene para mirar, es seguro que será invitado.
No existe un exuberante tirar de fichas, como en RD o Jamaica. Los cubanos son serenos y medidos cuando ponen sus fichas, y calmadamente tocan la mesa con los nudillos de sus manos cuando tienen que pasar. Entonces…, un jugador exaltado grita “¡Dominó!” con la jugada ganadora. Los perdedores responden con un “¡Coñó!”
“¡Coñó!” Esa es la palabra más importante que debe llegar a dominar en Cuba. Úsela bien a lo cubano –“¡…Ñooo!”, es preferible, y será considerado un cubano por antonomasia.