-Yo soy quien quiere conversar con usted, -le tiendo la mano y me saluda. El rostro está marcado por el sol, el salitre, el tiempo en el mar.
-Sí, siéntese y enseguida comenzamos- dice mientras me muestra los sillones- Aquí estaremos mejor.
Camilo carga al pequeño mientras habla de la madre. Sonríe reiteradamente, pasa su mano por la cabeza del niño y recuerda. Así estaremos durante dos horas, hasta que, sin más que decir, me vaya con su voz en las grabaciones. Es la tarde de un día de verano de 2014, en el pueblo costero de Santa Lucía, en la provincia de Pinar del Río, en Cuba.
Más tarde, él habrá de sacar unas fotos descoloridas de la primera mujer torrera de un faro en la isla de Cuba. En la sala de la casa colocará, desordenadamente, partes de la vida de Victoria. “Este es el lugar. Esta es mi mamá, hace mucho tiempo. Aquí se ven las casas que nos hicieron después, pues antes había que vivir dentro del mismo faro y esta fue la visita a Rusia”.
Con sus palabras, las instantáneas, los recuerdos de quienes la conocieron y la imagen de un encuentro con ella a los ocho años, intentaré reconstruir una imagen más completa. Eso ocurrirá, cronológicamente, después de las varias ocasiones en que el pequeño se acerca a nuestro lado, cuando hablamos del pasado de su familia, de la vida en el faro de Cayo Jutías, del recuerdo de su abuela Victoria Dennis Giraldi.
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Un día impreciso de 1967, Camilo llega al cayo, por mar, porque aún no existe el pedraplen que conectará a Cayo Jutías con la costa de Santa Lucía. El lugar permanece virgen por las escasas visitas y la torre del faro, con su esqueleto de metal, es el único refugio contra el mal tiempo.
Los días se repiten como en un ciclo cerrado. Prefiere jugar con sus primos antes que ir a la escuela. Los niños disfrutan de corretear por las playas, acostarse en cualquier kilómetro de la arena y ver el mundo desde los 41 metros de altura de la torre. Con la caída del sol, juegan dominó, aun cuando la madre y el tío se han acostado.
La vida es tranquila, a varias millas de las costas, con un barco de guardafronteras como transporte. No pasa mucho o casi nada. Todos los días en las mañanas y las tardes recorre varias millas en bote para ir a la escuela con sus primos y volver después al Cayo.
Junto a su madre cuida de que no se apague la luz. A ratos pasan algunos pescadores visitantes y al que llega, Victoria y su familia le brindan lo que tienen. Lo ayudan.
Las noches se suceden en una combinación matemática repetida infinitamente. Al atardecer, a las siete, encienden el faro, para guiar a los barcos y aviones. El destello se ve a 18 millas de la costa.
Los días suelen ser repetitivos, estables, entre el paso de los esporádicos visitantes. Pero el tiempo marca el ritmo, los cambios de vida. Con la unión a la costa mediante el camino entre el agua, la vida tranquila se disipará. Él sabe que quizás, algún día, sus hijos optarán por irse a vivir al pueblo y no quedarse, como él hizo, junto a la madre. También, y eso no lo sabe, casi cuatro décadas después de poner pie en el Cayo, Victoria morirá, pero, hasta ese previsible desenlace, mantiene su decisión de quedarse con la vieja, incluso cuando ella abandona el lugar.
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Una mañana de verano de 1997, una familia numerosa visita la playa cerca del faro. Ya se llega más fácil, porque el camino de piedra lleva unos pocos años construidos. Una madre le cuenta al hijo sobre cuando su abuelo, amigo de Victoria, la mujer del faro, los traía en su barquito. El muchacho tiene unos ocho años.
De aquel día recuerda la belleza formal, la impresión que deja el cono metálico del faro, los sacos junto a la costa que le protegen del mar. Recordará que su abuelo pasó un rato conversando con la farera, la primera en el país en optar por un oficio de hombres. Después, querrá creer, como es su derecho, que hablaron sobre los tiempos en que el Cayo era un lugar solitario, cuando no existía el pedraplén, sobre cuánto cambió la vida con la asidua asistencia de visitantes extranjeros a Playa Larga.
También buscará una foto del recuerdo de ese momento, que no ha de aparecer aunque existe, para conversar, durante horas, con el hijo de aquella anciana del verano de 1997, quien le pareció, desde la impresión de sus pocos años, tranquila, amable, sencilla.
Más de 15 años después, Camilo, a quien no recuerda haber visto aquella vez, conversa con él en el portal de su casa. Con la salida del cayo, la tradición de los fareros se vio interrumpida. No parece que el pequeño que ahora juguetea con el pescador regrese al islote, ahora conectada la costa por un pedraplen, pero algún día, cuando crezca, él también revisará las fotos viejas de su abuela y le preguntará al padre por la historia de la primera mujer farera en Cuba, y quizás visite, en señal de gratitud, el faro de Cayo Jutías.
Interesante articulo y muy bien escrito!
Muy bonito artículo,aunque con un toque un poco triste,o a lo mejor soy yo que me puse melancolica de los mios,allá en mi tierrita linda,en mi monte aún vive(con la gracia de dios y que le dé mucha salud)mi abuelito con sus 83 años y mi tia también viejita,y no se pero la historia me remontó a mi niñez feliz en el campo,con mi abuelo subida en una carreta con cogollo en tiempo de zafra,y aunque he conocido ciudades de europa y Usa,no olvido aquella niñez feliz. Sé que no tiene que ver con el artículo pero escribo lo que me trasnmitió.