Allí estaba Caro, con los codos sobre el alféizar de la ventana y un pie descalzo con el calcañar hacia la pared pensando que tendría que pasar su cumpleaños 70 en El Miedo, la finca, dándole candela a un horno. Peor era no tener dinero para celebrarlo con la familia, a todos los sostenía la venta carbonera. Lo otro era un retiro insípido que llegaba principios de mes, según él costaba más escucharle las letanías a la interminable fila de viejos que esperaban fuera del banco.
Romero pasaría por él en una hora, en un carromato tirado por su vieja yegua Asabranca, enorme y añosa pero fuerte, se sabía de memoria el largo camino desde el pueblo hasta la finca donde Caro y Romero trabajaban hasta el sudor.
Sobre la mesa de la casa, la esposa del campesino había puesto varias bolsas y pozuelos con los pertrechos necesarios para una estancia prolongada, todo menos los cigarrillos y el alcohol, de eso tenía que encargarse Caro. Mientras se ponía las botas pensaba cómo pediría fiado para beber y fumar, no tenía un centavo. Terminó de amarrarse los cordones, se levantó de la silla al tiempo que exclamó un leve “ay” de dolor, ya se sentía la columna vertebral setenta años de tanto hachazo.
María, la vecina de los bajos, vendía cigarros. Por suerte no tenía deudas con ella, había cierta confianza que le permitía al viejo pasar por el umbral de su puerta sin pedir permiso. “Pase Caro, pase, disculpe que casi ni me puedo levantar, sírvase café que hay en el termo. Por la vestimenta está a punto de irse a la vega”, le dijo la anciana. Sirviéndose una taza de café, sin mirarla, Caro le respondió: “Precisamente por eso estoy acá, necesito que me fíe 20 cajetillas de cigarros hasta que venda el carbón”.
La señora estaba recostada en su sillón habitual, padecía de reuma y el dolor de los huesos en esos días de intensa humedad se realzaba sin piedad. Tenía más rapidez en la mente que en el cuerpo: “Le fío sin problemas, serían 200 pesos pero prefiero que me deje cuatro sacos de carbón y 100 pesos cuando usted pueda”, y seguidamente, como si pensara en voz alta agregó: “Pero no hay dinero en el mundo que pague este dolor, me esperan días tristes”. Caro se le acercó, tomó sus veinte cajetillas y le puso una mano en el hombro con suavidad: “María, no se preocupe que el alivio llega”. Entre viejos aquel consejo era como la anunciación de la muerte.
Luego, cuatro casas más a la derecha, fue por casa de Orestes, un químico que se había dedicado a destilar alcohol de la ración mensual de azúcar moreno que repartían en la bodega del pueblo. Padecía de várices que provocaban hinchazón y dolor en las piernas, aunque el médico le había prohibido el alcohol no había forma de saber si había quedado bueno a menos que lo probara cada vez que usaba su serpentín de cobre. La nota que provocaba la constante catadura aliviaba un poco el dolor y lo enviaba al sueño profundo. Su esposa vio a Caro desde la ventana y le dijo que su garrafón –al que le cabían diez botellas- estaba en una esquina de la sala, que lo pagara luego. Revolvía una olla de frijoles negros que olían muy bien y con la otra mano se despedía. Parecía extraño que el mismo día los dos proveedores de vicio estuviesen adoloridos.
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Llegó al fin Romero y ya todo estaba listo, colocaron en el quitrín los avituallamientos con la rapidez de las cosas que se hacen muchas veces en la vida. Le dijeron adiós a Haydée, la esposa de Caro, quien a 40 metros de distancia gritaba: “¡En la jaba del arroz te dejé tu regalo de cumpleaños, no lo abras hasta pasado mañana!”, Caro no entendió mucho, por casualidad Asabranca resoplaba en ese preciso momento.
Desde que salieron del pueblo analizaban el tamaño del majá Santa María que rondaba por la vega, por el cuero que dejó cerca del rancho en la última muda estaba entre los seis y siete metros. Caía el sol de las once de la mañana de finales de noviembre, sus sombreros lo burlaban, pero el calor era abrasador.
El majá era una amenaza, era creciente su apetito por las gallinas, más de una docena había desaparecido durante las últimas cuatro semanas, todo apuntaba al reptil. Dejaba un rastro de plumas y un surco definido en el camino de arena que se adentraba en el aromal, debía pesar unas cuantas libras. Alguna vez habló en casa de la enorme serpiente y yo leía un libro sobre un cazador británico y una tigresa que comía humanos en un lugar de Oriente Lejano llamado Kumaon, narraba con tanto detalle a la fiera el cazador en su reflexión aun sin verla que el caso me remitía a mi abuelo y su descomunal Santa María. Solo una vez pudo ver apenas su cola cuando lo levantó de un tirón el chirrido de una jutía que clamaba por su vida cerca del rancho, cuenta que agarró su machete y cuando logró ver algo ya era demasiado tarde, apenas divisó una cola color negro adentrándose en la foresta y el sordo viento sobre las crestas de las yagrumas.
Así falló muchas veces el cazador de tigres hasta que un día la tuvo frente a frente. Yo me empeñé en nombrar al reptil como “El majá cebado del Miedo” por aquello de “La tigresa cebada de Kumaon”, cebada por su costumbre de comer hombres, aunque el majá en Cuba nunca come hombres por mucho que las leyendas hablen. El caso es que le daba un nombre épico a la criatura que luego mi abuelo Caro también usó años después para hacer la historia.
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La siguiente noche después de la llegada de los dos al Miedo el horno comenzaba a quemar el corazón de los troncos de aroma. Según el propio Caro uno de los olores que nunca olvidaría era el de la leña quemándose bajo la tierra, esa fragancia lo hacía sentirse orgulloso. Las luciérnagas parecía que se deshilachaban de las estrechas y bailaban en el aire, eran las 3 en la madrugada y había salido a darle una vuelta al parapeto humeante.
De repente sintió un cacareo en el aromo donde dormían las gallinas, como si algún animal estuviera molestado. Tomó el farol de carburo y en la otra mano el machete y la tenue luz dejó al descubierto un minuto después una pata verde y varias plumas blancas de su mejor gallina criadora. Una gallina que cuidaba tanto a sus pollos que en varias ocasiones le había puesto huevos de otras en el nido para que los criara. “Solo te falta una gallina por comerte… la última te va a salir bien cara, bicho” se refirió en voz alta a la criatura que volvía a dejar el mismo rastro. Romero se había levantado por el revuelo y con un esbozo de lamentación en la cara le dijo a mi abuelo: “Ya esto pasa de castaño oscuro”.
En una esquina del rancho había varios implementos de pesca, ahí estaban los dos a la mañana siguiente buscando aquel anzuelo para caimanes que les había regalado el Negro, un campesino que tenía tierras a 3 kilómetros del Miedo y a cada rato pasaba a tomar café. Era el día del cumpleaños de Caro y había comenzado bebiendo alcohol en su jarrito de aluminio. “El regalo mío hoy quiero que sea atrapar ese majá, Romero, al menos nos entretenemos en eso”.
Y hablando de regalos recordó el último grito de Haydée cuando salía del pueblo. Fue hasta la jaba del arroz y aunque emanaba de ella un hálito familiar, no se había percatado de que debajo había un paquete de café, de esos que envían los familiares del norte y los venden a veces a precios respetables. Presillado al paquete había un mensaje de su esposa: “Viejo: este es mi regalo de cumpleaños, espero que lo disfrutes, cada día contigo en estos últimos cincuenta años de matrimonio ha sido lo mejor que me ha pasado, te dejo un beso”. Cuando terminó de leer aquella hermosa caligrafía Palmer, se apoderó de él un sentimiento voluptuoso y comenzó a entonar coplas de amor campesinas, un poco por el mensaje de un sentimiento que nunca muere, otro poco por los continuos tragos de alcohol.
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Al fin Romero encontró aquel anzuelo y un pedazo largo de nylon de pesca que resistía hasta 300 libras de fuerza. Fueron al nido de la gallina clueca, la peor de la cría y le hicieron unos amarres tales que el anzuelo quedaba colgando de su pecho. Serviría de carnada.
Se adentraron en el monte y en un claro que parecía visitar mucho el reptil dejaron a la gallina viva, el otro extremo de la cuerda lo amarraron al tronco de un cedro joven.
No tardó tanto en comenzar el cacareo, estaban los dos sentados en una especie de terraza amolando los machetes para dar muerte al majá. Salieron corriendo al lugar.
De alguna manera la gallina seguía viva y la enorme serpiente luchaba en vano al punto de que casi se arranca la quijada, estaba bien pinchado y se retorcía junto con la escandalosa gallina clueca. Se enredó tanto en el nylon que era imposible que esta vez escapara.
“La suerte fue que estábamos con unos tragos en la cabeza, eso de algún modo inhibió el miedo”, contó Caro años después.
El primer tajo fue en la misma mitad, tiró su guámparo con tanta cizaña que lo rebanó como si fuera el tronco de una mata de plátanos. Como el corte fue por el estómago pudieron ver el cuerpo sin vida de la gallinita que se había comido, pero lo insólito fue que después del machetazo las dos mitades seguían batallando, como si fuera la hidra de Hércules. Luego cada uno arrastró una mitad hasta la sombra del aromo que días antes había servido de comedero al Santa María.
Todos los animales estaban inquietos, sobre todo la gallina clueca sobreviviente y traumatizada que por un milagro no pasó más que el susto. Buscaron un caldero grande y lo pusieron al fuego, lo diseccionaron y en su propia grasa se cocinó.
El punto era extraerle la mayor cantidad de lípido, porque este tiene propiedades medicinales increíbles. Ese día se dieron un festín con la carne y terminaron borrachos y con la barriga llena.
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Al otro día Romero tenía que ir al pueblo en el quitrín, a abastecerse de algunas cosas necesarias y visitar algunos compradores de carbón. Caro le encomendó que pasara por su casa y le entregara algo a su esposa, era un pomo de vidrio con tapa donde había envasado casi dos libras de manteca de majá. Había una nota doblada, escrita por ambos lados. Era la misma que le había enviado Haydée por su cumpleaños, al reverso decía: “Haydée, amor mío, yo siento lo mismo contigo cada día. PD: Este pomo tiene manteca de majá, es para María y Orestes, para sus problemas de reuma y circulación –respectivamente– Te dejo dos besos, Caro”.
Cuenta el viejo que cuando estuvo vendido el carbón y se dispuso a pagar sus deudas, ni Orestes ni María quisieron cobrarle, estaban tan agradecidos por lo del ungüento medicinal. A insistencia de Caro aceptaron el dinero, pero con la más grande libertad de fianza por el tiempo de vida que les quedara.
Muy bonita historia, envidiable vida junto a la naturaleza y amigos.
gracias por este cuento hermoso.
Bella anecdota aunque parece una fabula mucho hay de cierta en ella , ya los majase no tienen cueva ,;;;;; me gusto
Compadre el dia que usted publique un libro yo creo que va a tener un exito enorme. J.J tienes una facilidad para envolver en tus historias que sin mentira ninguna lo primero que hago es mirar a ver que tan largo es el articulo y despues me entra una contentura increible.. de esas cosas inconcientes que te suceden cuando sabes que te espera algo bueno.
Saludos de otro pinareño!
No está mal el cuento, pero tiene un fallo… cuando un majá se traga una presa de tamaño considerable no vuelve a comer en muchos días pues su metabolismo es lento. Por tanto, si el de la historia se tragó una gallina un día no volvería a comer el día siguiente.