En Padres e hijos, Iván Turguenev abordó las relaciones paterno-filiales, uno de los temas clásicos de la modernidad. En ese caso, un tema de la mayor importancia y vigencia: la diferencia de opiniones y posicionamientos vitales e ideológicos entre los jóvenes y sus padres en un momento de cambio en la Rusia zarista marcado por la abolición de la servidumbre.
Luego, en Los hermanos Karamazov Fiodor Dostoievski incursionó en las complejidades socio-psicológicas de la relación paterno-filial desde una perspectiva hasta entonces inédita, lo cual convierte a la novela en una especie de material de estudio sobre los hallazgos de Sigmund Freud («la más magnífica novela jamás escrita», dijo).
El personaje de Smerdiakov –sintomáticamente un epiléptico, como el propio autor de Crimen y castigo–, encarna como pocos una dinámica anormal y torcida con su progenitor, determinada no solo por un estatus de hijo bastardo, sino también por el poder y por el eterno dilema de conquistarlo.
Dicen que los hijos son infinitos. Entre muchos padres cubanos el patrón de dependencia que muchos hijos asumen se considera un hecho “natural”, cuando en realidad constituye una desviación originada en una combinación letal del paternalismo de la cultura heredada y de los efectos sociales de la crisis cubana.
En lo anterior accionan, al menos, dos supuestos. El primero consiste en que a los hijos hay que mantenerlos y resolverles todo hasta que la tumba nos separe. Conozco a una escritora cubana que, conviviendo con sus dos hijos adultos, durante mucho tiempo también asumió en su apartamento a la mujer del mayor –una excelente muchacha con dos hijas de un matrimonio previo– en condiciones de estrechez habitacional, gesto que acabó redundando en un tajazo a su economía, en la extinción de su paz espiritual y su privacidad.
Un buen día la mujer del hijo se perdió del Morro, y mientras la reunificación llegaba, mi amiga debía cubrir con su salario –siempre por debajo de sus necesidades, a pesar de ciertos ingresos suplementarios–, la reproducción simple de cinco personas. Eso, sin mencionar que a menudo la hija menor llevaba a su novio para una visita que incluía una silla más a la hora del almuerzo. Porque la situación conduce a que los muchachos sean portadores de una asimetría propia del contexto donde, en caso de que trabajen, sus salarios tampoco dan para llegar al otro lado de la orilla, incluso con el reciente aumento, por bienvenido que haya sido.
El segundo, más bien un corolario del anterior, es que los hijos llegaron para quedarse. No se van de la casa –pero sí frecuentemente del país. Hasta no hace mucho yo creía que se trataba de un fenómeno cubano o latinoamericano, pero leí una estadística que me dejó con la carabina al hombro: en países como España o Francia cada vez más hijos conviven con sus padres hasta después de los 35 años. Parece innecesario decir que el caso cubano añade a ese lastre el problema habitacional, uno de los más agudos de la hora, lo cual determina que tengan que convivir bajo un mismo techo tres o cuatro generaciones. Una de las causas de los altos índices de divorcialidad, toda vez que se produce aquí, casi inevitablemente, una colisión de sentidos, valores y actitudes que van del azafrán al lirio.
Toda convivencia es perversa y fuente de conflictos más allá de su límite razonable. Por eso en la cultura anglo –en este y otros puntos tan distinta–, se dice que los hijos son prestados. Las fronteras entre lo correcto y lo incorrecto muy frecuentemente se difuminan en una sociedad como la cubana, donde “lo natural” y “lo normal” son construcciones alimentadas por la crisis.
También he visto padres que incluso sin padecer demasiado los aprietos de la hora –bien porque reciben remesas de familiares en el exterior o porque han logrado ubicarse con éxito en la economía emergente–, les financian y construyen casas o cuartos a sus hijos en el marco de su propiedad pensando que así podrían garantizar la privacidad propia y ajena.
Loable actitud solidaria, sin dudas, pero lamentablemente el resultado suele ser malo. El hecho de tener su techo por separado no invalida que por la puertecita comunicante entre ambos dominios la noción del auto-interés asome su oreja peluda: quien no tiene lo que tiene como resultado de su propio esfuerzo está condenado a la repetición –es decir, a no perder nunca el cordón umbilical.
Viene entonces el anecdotario que le hacen a uno durante una visita en un momento de intimidad cuando todos se van: desaparecen cosas del refrigerador sujetas a la estricta lógica de la planificación familiar; un día una pared recién pintada se llena de manchas de grasa porque el marido de la hija es mecánico, llega cansado y sin darse cuenta pone las manos donde no debe. Y cuando aparece el primer nieto, a veces hay una abdicación de responsabilidades, resumida en la frase-guillotina de “ay, mami/papi, cuídenmelo”…
Uno de los signos de Ifá alude a la horqueta, la rama arrancada del árbol que sostiene a la pared durante mucho tiempo, hasta que un día se quiebra y cae al piso. En los códigos anglos, la metáfora del albatros refiere una carga que debe llevarse como maldición o penitencia. Ayudar no es remplazar.
Evidentemente, entre la horqueta y el albatros se seguirán moviendo muchos padres cubanos –los que pueden– si no se produce un cambio cultural y la economía sigue como en el tango de Gardel.
Cuesta abajo y sin suficientes alas para alzar el vuelo.
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En España los hijos viven con los padres hasta los 35 o más por la falta de puestos de trabajo para la juventud, en Cuba el mercado laboral no está bueno, no tengo mucha información al respecto, pero, los jóvenes cubanos, desde los años 60, cuando nos casabamos teniamos que vivir con los padres, no había otra opcion para la mayoría y hoy igual o peor, y por eso las separaciones son montones, pero no es solo eso, eldinero no alcanza para mantener una familia, una casa, en fin si sigo necesito hacer muchas páginas y para qué, ni Ifa, ni las once mil virgenes podrán resolver los problemas cubanos de los padres y los hijos..
Gracias por su comentario. Interesantisimo.
Creo que el autor en su cuadro pesimista de la familia cubana solo ve las desventajas de la vida en común pero al propio tiempo pasa por alto algunas fortalezas de ello. Me detengo un poco en estas ultimas ya que de las otras el autor se ha encargado ampliamente. En Europa, los USA y otros países desarrollados los hijos tan pronto pueden abandonan los hogares y muchas veces marchan hacia lugares lejanos de los padres y prácticamente se olvidan de ellos. Acá, a fuerza tal vez de necesidad y pasando por encima de muchas diferencias, si existe el agradecimiento y la comprensión, los padres no siempre son los que mantienen a los hijos. En la vejez esos padres y abuelos ven compensados su esfuerzos con el apoyo familiar, la solidaridad entre cubanos se expresa cuando los que pueden aportar más comparten lo que tienen entre los que aportan menos por su edad o por sus condiciones. No siempre el sacrificio personal por un ser querido se ven empañado por las decepciones. Creo que la novelística de Dostoievski ha hecho demasiado mella en el autor, levante el ánimo hombre y eche para alante. Que no se diga !.