“Este verano viene caliente caliente”, me dice Sergio y enfatiza el adjetivo repetido. No hay que ser un experto en semántica para saber que mi interlocutor no está hablando precisamente de meteorología, o, al menos, no solo de ella, pero ante mi silencio aquiescente, confirmativo, el hombre prefiere explicarse. O necesita hacerlo.
Apenas acabo de conocerlo, pero como suelen hacer muchas personas —y, muy particularmente, los cubanos— ante las tribulaciones y dificultades cotidianas, Sergio no requiere más aprobación para compartir conmigo sus preocupaciones que nuestra coincidencia en tiempo y espacio, específicamente en el asiento de la moto eléctrica que él conduce y en la que viajo esta mañana como pasajero rumbo a la Habana Vieja.
No sé si la moto —de un modelo estándar en la que, en honor a la verdad, vamos bastante justos de espacio—, es suya o alquilada. No viene al caso. Solo sé que él es el conductor que me asignaron a través de un servicio particular de motocicletas que desde hace algún tiempo funcionan como taxis en la capital cubana y con el que se contacta a través de WhatsApp. Y también que, en cuanto me ajusté el casco y me acomodé en la parte trasera del asiento, el hombre, al que calculo unos 40 y tantos años, puso en marcha rápidamente la moto mientras me recibía con su frase premonitoria —y polisémica— sobre la tórrida condición del verano.
“No sé usted, pero cuando el dólar empezó a bajar yo pensé que las cosas iban a mejorar algo, aunque no fuera mucho — me dice antes de doblar en la calle Ayestarán para seguir en línea recta hacia la avenida Carlos III—; no sé, que se contuvieran un poco los precios, pero mire ahora: todo sigue pa’arriba y pa’arriba, y no parece que eso vaya a cambiar, al menos no para bien”. “Ajá”, le respondo, en parte para no parecer descortés y, a la vez, interesado ya en el evidente rumbo de la conversación. O, mejor dicho, del monólogo del que podía ser oyente exclusivo por el mismo precio del pasaje.
“Lo del dólar fue una cosa extraña, ¿no le parece?”, me pregunta en tono retórico, y no tengo siquiera que articular un monosílabo para que él mismo siga el cauce de su interrogación. “De momento empezó a bajar cuando el gobierno americano anunció lo de las remesas y los vuelos; llegó a estar en 90 pesos y hasta en menos hubo quien lo vendió porque parecía que iba a seguir bajando. Y de momento empezó a subir otra vez y ya anda por arriba de 110. Y con el euro y el MLC, lo mismo; otra vez están en más de 120”, me explica como si en vez de vivir en La Habana yo acabara de arribar de Finlandia o de Marte. “Yo aproveché en esos días y compré algo —prosigue su discurso mientras maneja—, pero no compré más no fuera a ser que empezaran a venderlos más barato en los bancos, como se comentó por ahí, pero nananina: perdí el chance. Y ahora, con la subida de la divisa y el MLC, los precios andan mandados a correr. Cualquier cosa te cuesta un ojo de la cara y más si te descuidas. Una locura.”
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“Hace un rato, antes de coger esta carrera, fui a buscar dos cartones de huevos que había encargado para reforzar, y me salieron a 850 pesos cada uno —me confiesa alarmado—. Se dice fácil, pero es tremendo golpetazo. A ese precio el huevo sale casi en 30 pesos. Ni que fueran de oro. Esos mismos cartones, el mes pasado, los conseguías a 600 o 700 pesos, que igual estaba bien duro, pero ya ni a 800 aparecen. Por eso tuve que comprarlos, porque a mis hijos les encantan los huevos y yo trato de tener siempre en la casa. Y para colmo, ahora solo dieron cinco por persona por la libreta y, además, atrasados, así que no queda otra que resolver por la izquierda.”
Sergio dice “resolver” y “por la izquierda” mientras la moto avanza por Carlos III, y no puedo dejar de pensar en lo mucho que los cubanos usamos esos términos; en cómo, en medio de tantas privaciones y prácticas de sobrevivencia —no pocas de ellas furtivas e ilegales—, esas y otras expresiones por el estilo se han incorporado a las conversaciones cotidianas con una carga de sentido diferente, casi benéfica, no solo a sus significados primigenios, sino también a las actividades reales —robo al Estado, tráfico, compra-venta ilegal, mercado negro— que actualmente nombran en la Isla.
En esas divagaciones estoy cuando el motorista, que no ha dejado de hablar, menciona la palabra “pollo” y me devuelve de golpe a la realidad. Una realidad en la que para acceder legalmente a tan demandado producto, más allá de la pequeña cuota que se expende de manera racionada en las carnicerías estatales, hay que dedicar horas y horas de cola bajo el despiadado sol cubano, en las afueras de la tienda que te corresponde y no en cualquier otra, con la sempiterna libreta de abastecimiento como salvoconducto salvador y, por demás, lidiar con la marea de compradores y funcionarios; con la incertidumbre, el acaloramiento —humano y atmosférico— y la burocracia, hasta que llegue el turno de comprar, si llega, siempre en cantidades reguladas y registradas inflexiblemente en la libreta: uno o dos paquetes de muslos, contramuslos o, milagro, de pechugas, importados desde Estados Unidos o Brasil.
“Pollo”, atino a decir, y el hombre, como si leyera mi mente, me asegura que él no tiene tiempo para hacer cola, ni su mujer tampoco, “porque trabaja”, y por esa razón también tiene que “morir con los revendedores”. Y, sin que medie respuesta de mi parte, me enlista los precios actuales de los paquetes de pollo en el mercado. El mercado negro, por supuesto: 900 y 1000 pesos el de 2,5 kilogramos; 1800 y 2000 el de 5 kilos; 6000 pesos la caja de 15 kilos; 2500 el paquete de 2 kilos de pechuga. “Y eso es ahora, pero mañana vaya usted a saber”, sentencia para, acto seguido, informarme orgulloso de su reciente compra de una caja de pechugas: “15 kilos a 10 500 pesos, una ganga para como están las cosas ahora mismo. Y como tengo la moto pude ir a buscarla yo mismo y no tuve que pagar el servicio a domicilio, que me hubiera encarecido la jugada”.
Su mujer, me comenta, no quería comprarla, porque “era mucho dinero de golpe”, pero él la convenció con el argumento de que “lo mejor es asegurar mientras se pueda”. “Además, tenemos que dar gracias porque podamos hacerlo —me dice que le dijo—, porque hay muchísima gente que no puede, que se las está viendo negra con los precios como están, y no les da para comprar no ya una caja, sino ni siquiera un paquete de muslos por la calle, no digo ya de pechuga, y tienen que pasarse todo el día y hasta varios días haciendo cola para poder comerse un bocado de pollo”. “Por suerte —añade—, yo gano mi dinerito con la moto y ella también hace lo suyo con lo que le manda su hermana para vender y podemos darnos ese lujo. A lo mejor mañana no podemos, porque la vida da muchas vueltas, pero mientras tanto hay que aprovechar”.
“Con ese pollo podemos tirar un tiempito, administrándolo bien y combinándolo con lo que ya teníamos y otras cosas que puedan ir apareciendo. O si no, ¿para qué tenemos el freezer? ¿Para hacer hielo —bromea—? Además, es carne limpia, sin hueso ni pellejo; no como un pernil de puerco, que te pesan con todo, y eso si encuentras uno que te cuadre, porque hasta el puerco anda medio perdido, y por arriba de 300 la libra. Y de pescados y mariscos mejor ni hablar. Con esos sí tienes que agarrarte el bolsillo”.
A estas alturas del viaje, ya la moto superó la frontera de Belascoaín y sube por una calle Reina abarrotada, como si la canícula de estos primeros días de julio no hiciera mella en los cientos y cientos de personas que desandan en todas direcciones; que caminan a paso apurado por los anchos y vetustos corredores, hacen cola al sol o en un portal, intentan atrapar un taxi o una guagua, compran o venden algo en una carretilla o en alguna cafetería privada, o, simplemente, hacen tiempo en una esquina, esperando a alguien o atentos a algo que no logro entrever desde la parte trasera de la moto, mientras un flujo de sudor, denso y caliente, me corre por el rostro y la espalda.
“Con este sol no hay quien esté en la calle, pero hay que estar”, asevera un Sergio también sudoroso, con un manchón húmedo creciéndole en el pulóver a medida que avanzamos por Reina y nos acercamos al Parque El Curita. “Es que la candela es aquí —se explica, citando, no sé si conscientemente o no, una frase de un episodio animado de Elpidio Valdés—. Aquí afuera es donde hay que lucharla de verdad, de campana a campana, porque nadie te va a llevar el dinero a la casa por tu linda cara”.
“Mira a esa misma gente —me dice de pronto mientras señala una guagua atiborrada de personas que pasa a nuestro lado en dirección contraria—. Van allá adentro apiñados como sardinas en lata, sudando la gota gorda y maldiciendo la hora en que se montaron ahí, pero siguen, porque tienen que seguir luchando la vida por más calor y trabajo que pasen. Y eso que esta no es de las guaguas esas nuevas que entraron, de Bélgica creo, que son cerradas completas, con un hilito de aire acondicionado, y la gente se asa adentro de mala manera. Como esa —me señala una de la ruta P12, que viene saliendo de su primera parada en el parque—. ¿A quién se le habrá ocurrido ponerlas a funcionar así en pleno verano? A uno que no coge guaguas, seguramente. Pero igual la gente las coge porque son las que hay. No queda más remedio, a menos que cambien las guaguas por un avión y se vayan a visitar los volcanes.”
“No, y aquí en La Habana estamos bien, que al menos hay cuatro o cinco guaguas, aparece el pollo, aunque sea caro, y casi no quitan la luz —continúa Sergio su monólogo ya entrando a los alrededores del Parque de la Fraternidad—. En otras provincias el pitcheo es mucho más duro; por allá la cosa sí que está caliente de verdad. Con eso de los apagones están dando tremendo suene: ocho y diez horas al día, y a veces más, según me cuenta mi familia de Camagüey. Tienen que estar inventado para conservar la comida y para cocinar. ¿Usted se imagina que eso pasara también acá y yo perdiera la caja de pechuga con el quita y pon ese de la corriente? No quiero ni pensarlo. Y eso para no hablar del calor y los mosquitos, que andan revueltos, y sin un split o, al menos, un ventilador no hay quien duerma. Lo que deben estar pasando por allá los padres con niños chiquitos debe ser un horror. Los pobres.”
Vuelvo a asentir con un monosílabo, para aparentar que también participo de la conversación, mientras veo como emergen a mi izquierda los restos del Hotel Saratoga y el edificio aledaño, una vista todavía terrible a dos meses de su explosión, y espero que Sergio cambie el curso de su soliloquio ante la contundencia de la imagen. Pero el motorista, tal vez acostumbrado ya a la presencia de las sobrecogedoras ruinas en sus idas y venidas por la zona, no parece reparar en ellas y, en cambio, insiste en el tema de los cortes eléctricos que azotan desde hace meses al país, y asegura que a las termoeléctricas cubanas “lo que hay es que despojarlas. Cuando no se rompe una coge candela otra, o les cae un rayo, que es ya el colmo de la mala suerte. En el noticiero te dicen que la culpa es del bloqueo y que están trabajando duro para arreglarlas, pero al final siempre hay una cuantas rotas y la gente es la que sufre las consecuencias.”
“En cualquier momento empiezan también a soplarnos apagones acá en La Habana —añade con tono premonitorio—. Ojalá y me equivoque, pero por si acaso ya me compré dos lámparas recargables nuevas, porque la que única que teníamos tiene la batería chivada y se la acaba la carga enseguida. Y menos mal que la COVID nos ha dado un respiro, aunque ahora es el dengue el que está sato de nuevo. Por mi barrio hay unos cuantos casos y gente ingresada, así que hay que cuidarse, porque las medicinas también están perdidas y caer en un hospital es lo último. Y todo esto justo ahora que se cumple ya un año de lo del 11 de julio. No, si yo le digo usted que en Cuba no salimos de una para entrar en otra.”
Finalmente, la moto dobla en Monserrate y enfila hacia El Floridita, rumbo al nacimiento de la calle Obispo, adonde le he dicho a Sergio que me deje, y ese último tramo lo hacemos extrañamente en silencio. Son cerca de las 11:00 cuando por fin me bajo, le pago el precio acordado y le devuelvo el casco, con el sol ardiéndome en el rostro. “Mire —me dice y me da una tarjetica con su número de teléfono—, para que me pueda contactar directamente cuando le haga falta, que por el grupo de WhatsApp siempre cobran un poco más por el servicio. Y déjeme moverme, a ver si hago algunas carreras más antes de que se ponga a llover, que ahora todas las tardes le ha dado por eso. Y menos mal, porque como ha empezado este verano al menos así refresca un poco, porque con tanto calor acumulado la verdad es que no es fácil.”
A veces me dan deseos de llorar. Mi pais esta en ruinas y la culpa…… la maldita culpa, no la tiene nadie