1.
Martes en la tarde. O quizá miércoles. Diluvia sobre La Habana. Debo correr para no mojarme, aún más cuando me sorprende un aguacero cruzando Zapata. El agua cae con fuerza, como lanzada con furia repentina desde el cielo sobre una ciudad silente, sobrecogida por las protestas del domingo y el lunes contra el gobierno y todo lo que ellas desencadenaron.
Logro llegar medianamente seco a un portal, donde ya esperan que escampe otras dos personas. Una de ellas es un joven con casco que mira con pena su moto eléctrica empapada. El otro es un viejo con una jaba de nailon chorreante y nasobuco por debajo de la nariz. Detrás llegan tres más: un muchacho y dos muchachas sobre los 17 o 18 años, quizá menos, apenas protegidos por una derrotada sombrilla. Hacen un paneo rápido al portal y se sientan en un quicio cerca de mí y lo más lejos posible del viejo, que de tanto en tanto tose y carraspea.
No más sentarse, los tres muchachos sacan instintivamente sus celulares de sus bolsos y clavan los ojos en las pequeñas pantallas. Tocan y tocan la superficie de los equipos en silencio, concentrados, ajenos a mí, al mundo, a la lluvia que arrecia y moja el portal y me hace retroceder hasta casi su lado sin que parezcan reparar en ello.
Una idea, una fugaz posibilidad, me cruza la mente mientras los veo doblarse sobre sus teléfonos móviles. ¿Y si…? Saco también mi celular de la mochila y activo con rapidez los datos móviles. El de la moto, atento como yo a los muchachos, hace lo mismo solo para lanzar pronto un resoplido de frustración. Me mira y mira incrédulo a los tres adolescentes, como buscando un sentido, una explicación. Nuestros ojos chocan un momento y le digo que no con la cabeza, que yo tampoco tengo, que mis datos, como los suyos, como los de tantos, siguen negados a activarse, como ha venido sucediendo desde hace varios días, desde que el gobierno, ETECSA, o sea quien sea el responsable, decretó un apagón de internet y redes sociales que mantiene a millones de cubanos desconectados de sus familias, de sus amigos, de los videos y posts sobre las protestas, de los medios independientes —y hasta de los oficiales— en plena era digital.
Los muchachos son los últimos en rendirse. Sus caras, más que de malestar, parecen de angustia. Sobre todo, la de una de las chicas. Devuelve el celular al bolso y baja la vista al piso salpicado por la lluvia, con charcos que van creciendo aquí y allá. Su amiga, todavía con su móvil en una mano, le pasa la otra por la cabeza, calmándola. “Seguro que están bien —le dice—, tú vas a ver que sí”. La joven no responde, solo se hunde más en el quicio, con la cara entre sus rodillas.
Suena un teléfono y el muchacho se aparta un poco y se lleva el suyo al oído. Las dos jóvenes levantan la mirada hacia su compañero y siguen sus palabras, sus reacciones, mientras este conversa unos instantes con alguien en algún otro sitio, tal vez bajo la misma lluvia inclemente.
“Era Marcos —comenta el muchacho tras colgar la llamada—. Pudo comunicarse con Rafa. Está bien, andaba para casa de su abuela en La Lisa y no se metió en nada. De Sandra y Luis no sabe todavía. Rafa tampoco sabe, pero le dijo que esta tarde tratará de pasar por sus casas y nos avisa lo que averigüe.”
La joven más compungida esconde otra vez la cara entre las rodillas. La otra guarda finalmente su celular y vuelve a pasarle una mano a su amiga por la cabeza. Comienza a escampar. El muchacho se aparta un poco otra vez y enciende un cigarro. El de la moto mira al cielo y se prepara para salir. Le doy un nuevo toque a los datos móviles para confirmar que sigo aún sin conexión. Algunas personas pasan frente a mí, bajo una llovizna cada vez más tenue. El viejo vuelve a toser.
2.
Viernes en la mañana. Cinco días después de las protestas. Espero mi turno para vacunarme en el consultorio médico de la cuadra. Tercera dosis de Abdala, finalmente.
Somos una decena de vecinos en las afueras del consultorio, casi todos mayores, parados en el pasillo lateral al lado de la puerta, o sentados en el muro que bordea la entrada, de pie a la sombra de un árbol cercano. Adentro, algunos ya esperan en los asientos del vestíbulo a que la doctora los llame para medirles la temperatura y la presión arterial antes del “pinchazo”.
El ritmo es lento y el sol castiga aun a la sombra, aun a las 9:00 AM. Un vecino se abanica con un periódico que había traído para leer o para sentarse encima, no llego a saberlo. Otras dos conversan en voz baja mientras combaten el calor con dos pencas criollas. El resto, menos previsor, resiste como puede, estoicamente. Yo entre ellos.
Logro conectarme a internet. Desde la noche anterior puedo hacerlo, de manera intermitente. Mi conexión, y la de otros amigos y conocidos con los que he hablado, es como una marea que viene y va —aun con VPN— y trato de aprovechar el “oleaje” favorable. Contesto algunos mensajes por Messenger y por WhatsApp; les escribo a todos los que puedo, a todos los que veo conectados, a todos de los que no he sabido en los últimos días, dentro y fuera de Cuba.
Varios me responden. Otros siguen en silencio, sin ver mis mensajes, como si su punto verde encendido en el chat fuera en realidad una broma de mal gusto, un espejismo. Me dedico a los que están, no vayan a congelarse ante mis ojos, a desaparecer de la pantalla o, peor, a perderse otra vez los datos móviles, vaya uno a saber hasta cuándo. Casi todos a los que les escribo, por suerte, dicen estar bien. Aunque no todos.
Un primo de Ciego de Ávila me anuncia que tiene la COVID-19. Por segunda vez. Está ingresado en la casa, apenas con síntomas y apartado de la familia, “porque en los hospitales no hay donde meter más gente”. “Esto aquí está feo, primo —me dice en un mensaje de audio—, bien feo. Mira que yo me cuido por los niños, pero ni así. El coronavirus anda sato en la calle y lo peor es que ya la gente está obstinada de la pandemia. No sé hasta dónde vamos a llegar”.
Una amiga me escribe horrorizada desde Estados Unidos. Ha visto videos de las protestas, de policías disparando y dándoles golpes a manifestantes, de partidarios del gobierno fajados a palos y a piedras con gente que protestaba, de personas detenidas a la fuerza. “Horrible”, me dice y le respondo que ciertamente lo es, que las cosas llegaron a un punto que nunca imaginé, pero que ya la situación está más tranquila. Tensa, pero más tranquila. Incluso le cuento que ahora mismo espero para vacunarme. Me pide que me cuide y que no deje de avisarle si necesito algo, “lo que sea”.
También me dice que Miami “está revuelto”, que hay “pila de gente pidiéndole a Biden una intervención”, que hasta organizaron una caravana para protestar frente a la Casa Blanca y que ella no duerme pensando en que “los americanos vayan a meterse en Cuba” y le pueda pasar algo a su familia, a sus amigos, “a personas inocentes”. Para ella, me asegura, “esa no puede ser la solución”. “Para mí tampoco”, le respondo y trato de calmarla, cuando me avisan de que ya me toca entrar al consultorio.
Agradezco la sombra, el asiento, pero a la vez compruebo que mis datos se han ido. O en realidad suben y bajan, como un cachumbambé, hasta que finalmente se cortan. No llego siquiera a despedirme de mi amiga ni a responder unos últimos mensajes. Apenas un minuto en silencio y me doy cuenta de que tengo el pulso acelerado. Puede ser idea mía, una jugarreta de la mente, o una reacción a las palabras con mi amiga, al súbito intercambio de comunicaciones.
Guardo el teléfono en un bolsillo, para ni tener la tentación de activarlo y me concentro en las paredes blancas del consultorio, en las caprichosas formas de sus cuarteaduras. Escucho a la doctora decirle a un anciano que está “como un muchacho” y preguntarle “si la vieja lo sabe”. Las mujeres de las pencas sonríen en sus asientos con malicia; también un hombre que espera cerca de mí a que le baje la presión. Cuando la doctora finalmente me llama, ya me siento mejor. “¿Cómo va todo?”, me pregunta luego de comprobar que no tengo fiebre ni la tensión por encima de lo normal. “Más o menos —le digo—, usted sabe”. “Sí, yo sé”, me contesta mientras anota mis indicadores en un papel, y me manda a pasar al vacunatorio.
3.
Domingo. Salgo a la calle a hacer algunas compras, las que pueda, y a caminar un poco el barrio una semana después de las protestas. Mi conexión por datos sigue intermitente, aunque a ratos parece normal. A ratos. La avalancha de noticias, de publicaciones, de polémicas sobre lo sucedido me abruma un poco, aunque entiendo que es lo lógico en un momento como este. Lo esperable. Aun más después de un apagón de internet que sigue sin resolverse definitivamente, que permanece sin explicación oficial.
En la tienda de la esquina un tumulto me indica que llegó algo, probablemente pollo o picadillo. Aunque también pudiera ser aceite, que se ha unido otra vez a la lista de “los más buscados”, o, con suerte, pueden ser varios productos. Mientras me acerco, veo a un policía y a alguien de civil intentando organizar la cola sin mucho éxito. La gente se agolpa, se acalora, se estira y encoge como un acordeón irredento y vociferante.
“Yo ahí no me meto ni loca. Eso es un contagio seguro con la COVID”, le dice una mujer a otra en la esquina de enfrente desde donde ellas, yo y algunas personas más observamos a prudente distancia el espectáculo. “Luego, si la cosa se organiza y todavía hay chance, marco; si no, me quedo otra vez sin el pollo, pero con salud”, añade la mujer.
“Ajá”, le dice lacónica la otra, para luego cambiar el tema: “Martha, ¿por fin supieron de tu sobrino?”.
“Sí, mi amiga, gracias a Dios —responde la aludida—. Estaba en el Vivac, por Calabazar. Mi hermana pudo ir a verlo el viernes y llevarle unas cositas. Dice que a lo mejor lo sueltan en estos días con prisión domiciliaria, que lo acusan de desorden público y no sé qué más.”
“No es fácil, Martha, cómo debe estar tu hermana —señala su interlocutora—. A lo mejor le pasan la mano, como es joven…”
“Dios te oiga. Yo estoy con el corazón en la boca con todo esto y mi hermana ni se diga”, contesta Martha y baja la voz cuando se percata de que otras personas pudiéramos estarlas oyendo. Lo próximo que dice ya no alcanzo a escucharlo.
Enfrente pasan dos “boinas negras”, integrantes de las tropas antidisturbios protagonistas de no pocas fotos y videos de las protestas que han circulado en internet en los últimos días. En circunstancias normales, esas tropas no patrullarían las calles habaneras. Pero estas, obviamente, no son circunstancias normales. Los uniformados siguen de largo, a paso lento, vigilante, aunque sin reparar apenas en la cola que poco a poco va tomando forma.
Las dos mujeres dejan de hablar y cruzan la calle rumbo a la tienda. Yo también cruzo, pero para ir hasta un mercadito cercano. Cuando llego a Ayestarán, vuelvo a encontrarme con los boinas negras. Ahora son cuatro y alcanzo a comprobar que son jóvenes, quizá como el sobrino de Martha. Dos de ellos conversan entre sí, otro habla por teléfono. “Tranquila”, logro oír que dice y, por el tono, se me ocurre que habla con una novia, tal vez de otra provincia.
En el mercadito, finalmente, apenas compro mango, habichuela y calabaza, y, para darme un gusto, un aguacate en 30 pesos. Tampoco es que haya mucho más. Mientras pago, veo a unos muchachos que intentan conectarse y trato de imitarlos. “Ahora está mala —me dice el vendedor—. A lo mejor es que hay petate en algún lado o será porque hoy se cumple una semana. ¿Tú has visto cómo está la calle de guardias?”. Asiento con un gesto y le entrego el dinero. Salgo. En Ayestarán siguen los boinas negras, ahora serios, silenciosos. En la otra esquina distingo a Martha al fondo de la cola. Pasa un vendedor de tamales y le compro dos, para completar el almuerzo. Decido esperar llegar a la casa para ver si tengo conexión.
4.
Miércoles por la tarde. Diez días después de las protestas. La conexión a internet parece más estable. Al menos en mi celular. Puedo revisar las redes sociales, apenas sin necesidad de VPN. También leer noticias y comunicarme con amigos y familiares, aunque de tanto en tanto los datos se pierden, caprichosos, como un sombrío recordatorio.
Leo que ETECSA, blanco de los más variopintos insultos y comentarios por el apagón digital, dará 1 GB “de compensación” a “los usuarios de datos móviles con ofertas vigentes” y 10 horas a los del servicio de Nauta Hogar. La nota, sin embargo, no precisa qué es exactamente lo que se compensa, ni cuál fue la causa para esa innombrable decisión.
Leo que el gobierno niega que existan desaparecidos y torturados en Cuba, y achaca los testimonios y listados con cientos de nombres que circulan en las redes a una “operación político-comunicacional” desde Estados Unidos. También leo que asegura que los detenidos durante y después de las protestas —y cuya cifra oficial sigue siendo desconocida— cuentan con “todas las garantías procesales”, mientras activistas, opositores y medios independientes informan de juicios sumarios, incluso sin la presencia de abogados defensores.
Leo sobre la entrada en vigor de las nuevas medidas del gobierno, anunciadas tras las manifestaciones, en particular sobre la posibilidad de importar alimentos, medicinas y productos de aseo sin límites y libres de aranceles. Y también sobre los esbozos de medidas —como la creación de un Grupo de Trabajo sobre las remesas a la Isla— y posibles sanciones de la Administración Biden a autoridades cubanas por “la represión y las violaciones de derechos humanos contra los manifestantes pacíficos”.
Me escribe mi primo de Ciego de Ávila para decirme que ya está negativo, pero que ahora es un hermano suyo, otro primo mío, quien está enfermo de la COVID-19.
Me escribe mi amiga de los Estados Unidos para decirme que está reuniendo medicamentos con algunos conocidos y amistades para que alguien los pueda traer a Cuba, y me pregunta qué necesito, para incluirlo.
Me escribe un amigo de Santiago para decirme que liberaron a un amigo suyo, rapero, preso desde las protestas, y a un amigo común, poeta, detenido luego de que criticara públicamente al gobierno.
Me escriben. Ellos y otros amigos más. Y les respondo.
Se va la corriente. También se cortan repentinamente los datos. Hace un calor absurdo, demencial. Salgo a botar la basura y aprovecho para estirar las piernas, para dar una vuelta por el barrio. No veo boinas negras como días atrás. Sí uniformados de azul y otros de verde, bien jóvenes, con un chaleco en el que se lee “Policía”. También veo autos, ómnibus que pasan, personas que caminan, un vendedor ambulante de “pay de coco y de guayaba”, “el mejor de toda La Habana, el original”.
En las afueras de la tienda de la esquina la gente se distribuye, se reúne y estira, siguiendo las islas de sombra. Escucho que hay pollo y detergente. “Ahora hay que esperar que venga la luz —me dice una vecina—. Si no, ya tendrá que ser mañana”. No parece haber demasiadas personas. Veo en la distancia a mis dos compañeras de vacunación, sentadas en unos banquitos con sus pencas. También al vecino que esperaba a que le bajara la presión y a la mujer que hablaba con Martha el domingo. A Martha, en cambio, no consigo verla.
Voy hasta cola y pido el último, por si acaso. Mis datos vuelven a aparecer.