Es increíble la destreza que tenemos los cubanos para reírnos de nuestras propias desgracias. En realidad, en esta Isla siempre se le pone una cara feliz al mal tiempo y se disfraza con alas de ángel al mismísimo diablo. Cualquier cosa puede pasar: un ciclón, un derrumbe, un accidente en plena vía pública, una inundación, un ahogado en la playa, un dolor de muelas del sobrinito o una inoportuna tempestad estomacal. El más escabroso de los sucesos sirve para improvisar una broma, darle una palmadita en el hombro al prójimo, inventar o exagerar los detalles y burlarse sin escrúpulos del más pinto.
Esta manía de los nacionales de darle vía libre a la verborrera y al espaviento con más frecuencia de lo aconsejado por la prudencia no tiene piedad con nada ni nadie. Ello, entre otras cosas, ha permitido el surgimiento de algunos términos médicos muy coloquiales, que sin abandonar el bonche, resultan muy puntuales a la hora de retratar ciertas dolencias. La “destemplanza”, por ejemplo, indica una misteriosa temperatura del cuerpo, no tan alta como para ser considerada fiebre, y causante de pocos estragos musculares, pero ideal para faltar a la escuela o al trabajo con el infalible pretexto de que hoy “estoy mata’o”.
En el mismo sentido, tenemos la expresión “cuerpo cortado”, la cual tiene síntomas muy claros como la fatiga, la ausencia de energía, los griticos y los sollozos; el famoso dolor en la rabadilla (ubicado invariablemente al final de la columna vertebral) y la “muñeca abierta”, dolorosa dislocación causada, tal vez, al intentar abrir (sin éxito) una insolente lata de carne rusa.
Atención aparte merece la palabra “sereno”, la cual se relaciona con la urgencia de que los abuelitos y recién nacidos no salgan de la casa en la noche, de manera repentina, sin tener la cabeza bien cubierta por una capucha u otro aditamento feudal capaz de protegerlos de ser rociados por una sustancia misteriosa cuyos efectos negativos nadie sabe explicar con objetividad.
También resulta novedoso el famoso “empacho”, desorden digestivo habitual en la Nochebuena o el día 31, sin olvidar la “punzada del guajiro”, cefalea aguda y de corta duración que, años atrás, atacaba a nuestros guajiros tras beber una cerveza muy fría salida del –para ellos– estrafalario refrigerador. Sin embargo, ninguna de estas anomalías resulta comparable en fama con el “chichón”: incómodo bulto en la cabeza, que afea el mejor talante y hace sospechar alguna riña entre amigos o cierto desaguisado conyugal.
Otro término preocupante es el de “chochera”, síndrome relacionado con el comportamiento irritable e intolerante que afecta a casi todos los cubanos durante su vejez. Este, de alguna manera, se vincula con el épico “moño virado”, un desequilibrio psicológico pasajero capaz de provocar cambios de humor frecuentes, un comportamiento violento y una sensación de gran incomodidad que lleva a muchos a gritar: “Loco, hoy estoy histérico”.
Más peligrosos aún son los vocablos “patatús” y “sirimba” los cuales tienen un fuerte olor a camposanto con flores y llantos de comadres. En propiedad, cuando un adulto mayor de cincuenta se cae redondo, a la vista de todos, no falta quien comente, entre atónico y afligido: “Chico, a Luciano, el temba, le dio un patatús, se lo llevaron para el hospital corriendo”. A veces, cuando el público es más refinado se oye decir: “A Jacinto le dio una sirimba, el pobre viejo, tan bien que se veía”. En ambos casos, es lo mismo: el sujeto “se partió” de repente y su salida de circulación engrosará con honores el mejor anecdotario popular.
A lo dicho, debemos agregar la costumbre que tenemos de automedicarnos en situaciones diversas y a cualquier hora del día o la noche. Basta con que aparezca un simple catarrito, un ocasional dolor de oído, un grano, un calambre en la espalda o una inoportuna jaqueca para que propongamos baños de agua fría, trapitos con alcohol en la frente, pomaditas de no se sabe qué crema, purgantes del viejo botiquín, cucharaditas de miel de abeja y numerosos cocimientos hechos con manzanilla, yerbabuena, caña santa y hasta con guisaso de caballo. Con ello le rendimos un irónico culto al Esculapio, el dios romano de la medicina, el cual, seguro, caería rendido ante el tropical árbol de la Moringa, ridiculizado por un trovador callejero, capaz, según parece, de curar los parásitos, los hongos de los pies y la gastritis, además de salvar a muchos infantes con desnutrición crónica.