La Habana frente a sí misma, a sus reflejos. La ciudad en un espejo horizontal que pocos miran, que muchos ignoran o desechan, mientras lo circundan o evaden lo mejor que pueden para intentar mantenerse secos.
La Habana en el cristal del agua, en el remanente de las lluvias recién caídas, en charcos obstinados o efímeros, más o menos limpios, pero lo suficientemente nítidos para copiar la urbe que se yergue sobre ellos, para condensar autos y edificios, faroles y personas, y hasta las lejanas nubes, allá en lo alto.
La Habana todavía gris, todavía mojada, todavía expectante, con el cielo aún encapotado, con el negro de amenzantes nubarrones, o que poco a poco empieza a despejarse y deja entrar los primeros rayos de un sol aún tibio, que terminarán por beberse la lluvia acumulada.
La Habana que intenta volver a la vida, que trata de recuperar en lo posible su normalidad, que aprovecha la pausa de las precipitaciones para calentarse a sí misma y sacudirse la modorra de los aguaceros, hasta la próxima tormenta, hasta el siguiente chaparrón que dé cuerpo a nuevos charcos, a nuevos reflejos.
Esa es La Habana que les mostramos este domingo: la ciudad todavía húmeda por las lluvias y su imagen flotante, más que sumergida; su retrato casual en las oquedades inundadas de calles y aceras. La Habana reflejada en las aguas, y ambas reflejadas, a su vez, en el lente oportuno de Otmaro Rodríguez.