Poco después de las 4:00 de la madrugada, cuando hasta los perros duermen, Raudel Tápanes ya se ha tirado de la cama en su casa de San Juan, un pequeño poblado en las afueras de Matanzas. Cuela café, lo sirve en una jarra rústica de aluminio y va tomando sorbos mientras camina por el patio sin camisa, con un pantalón azul algo desteñido y unas botas de goma que tiene casi pegadas a su cuerpo.
El silencio de la noche no le impide sentir la respiración de las decenas de animales que tiene en un enorme descampado detrás de su casa, separados en distintas parcelas. Uno por uno los va contando en medio de la oscuridad, poco antes de ponerse una camisa verde olivo y enrumbar a su habitual rutina, la misma que repite 365 días al año, durante ya varios años.
Raudel baja las escaleras, atraviesa un lodazal y va sacando una a una las más de 20 vacas que se dispone a ordeñar a mano. El proceso parece marchar lentamente, al paso de un buey cansa’o —como cantarían Los Van Van—, pero el ritmo del campesino es indetenible.
Antes de que salga el sol, ya están repletos de leche varios depósitos de aluminio para entregar a los acopiadores, y ya han sido alimentados chivos, vacas, puercos, yeguas, guanajos, palomas y curieles, animales a los que Raudel atiende con extrema dedicación.
“Esto no es tan sencillo. Criar animales no es darles la comida y ya; hay que estar pendientes de cualquier enfermedad, buscar medicinas para desparasitarlos, cuidarlos, hacer partos… Todo el mundo piensa en el fruto final, pero el proceso es largo y lleva mucho sacrificio”, nos cuenta, en tanto busca como loco algo que se le ha extraviado.
“¿Dónde estará el sombrero? Deja ver si lo encuentro, porque un guajiro sin sombrero no es guajiro”, dice con el rostro quemado, mientras las huellas por tanto tiempo dedicado a los animales y a los cultivos quedan poco a poco al descubierto a medida que la luz tenue del amanecer asoma en el horizonte.
Aunque han pasado casi tres horas desde que Raudel salió a trabajar, la jornada todavía está comenzando. “¡Hay tierras por atender!”, exclama, mientras monta en la yegua para avanzar hasta una finca que tiene cerca de la casa.
“Además de los animales, los sembrados son parte fundamental del trabajo y también llevan tiempo y esfuerzo. Las cosechas no se dan solas: hay que arar, sembrar, ver su desarrollo, abonar, fumigar, regar y después recoger. Todo esto te lo digo en diez segundos, por arribita, pero esto es de sol a sol, mes tras mes, durante años. La ‘pincha’ aquí son los 365 días; da igual si llueve, si hay frío o calor, si estás enfermo, triste, decaído, cansado”, asegura.
Los campesinos no tienen días de descanso, ni feriado, ni año nuevo, ni cumpleaños. El disfrute se limita a algunas horas puntuales y, en la noche, tampoco el sueño es muy profundo por la preocupación de que alguien entre a robar en la finca. Ellos tienen que lidiar con un trabajo de enorme esfuerzo físico, bajo un clima frecuentemente hostil, pero también con numerosas trabas más allá de surco.
“La gente piensa que el campesino tiene mucho dinero, sin saber que a veces se pasan meses sin pagarte una cosecha, la producción, el sacrificio —dice con conocimiento de causa—… Por eso yo digo que para cultivar la tierra tiene que gustarte, tienes que amar lo que haces y tener conocimiento, apoyo y recursos. Si no, estás embarcado.”