En Cuba viven más de 1,8 millones de personas menores de 14 años. Son los hijos, nietos, sobrinos de los adultos que hoy, incluso más allá de nuestra propia conciencia, hacemos un país para legárselo a los nuevos cubanos. Un regalo que regocija tanto como pesa.
A estos niños les tocará vivir como adultos en una sociedad con una población envejecida –cerca del 30 por ciento de los cubanos tendrán más de 60 años en 2030. En solo doce años los niños de hoy estarán obligados a buscar soluciones para poder crear la riqueza necesaria que garantice el cuidado de “los viejos”; para proveerles de toda la dignidad durante el último tramo de sus vidas.
Estos niños que han sido bienvenidos y amados, –la inmensa mayoría de ellos tiene esa suerte–, en familias concentradas en su felicidad, serán –quizás ellos sí– los encargados de traer prosperidad a la Isla.
Acaso no tendrán otra alternativa: la prosperidad anhelada, la que el pueblo cubano merece y necesita después de décadas de sacrificio.
Y quizás serán ellos, que hoy corren, juegan, estudian, fantasean, los que construyan esa prosperidad de un modo que sea perdurable y que no se convierta en la excusa para el privilegio de unos pocos en detrimento de la mayoría.
Ellos serán, quizás, los que con lucidez martiana se encarguen de reparar las rupturas que queden (o las que vendrán) entre cubanos de aquí, de allá, de acullá. Cubanos dispersos en cuerpo y vocación.
De ellos, quizás, se hablará con orgullo, por generaciones.