En 1980 Arnaldo Tamayo llegaba al espacio durante una misión de la Soyuz en las que participaban efectivos de los países socialistas, incluyendo Mongolia, Viet Nam y Cuba, los eslabones más débiles del CAME. El ejército cubano, que había rediseñado su sistema de grados militares desde la época de la Sierra para homologarlos a los de los soviéticos —excepto en el título de Comandante de la Revolución— realizaba los desfiles militares en la Plaza con los tanques y hierros acumulados. Uno de ellos al son de los “hurra”, gritos que los cubanos habían escuchado en filmes como Liberación, pero rápidamente enmendados por los propios militares, que después de todo habían mandado a grabar la imagen de la caballería mambisa a un costado de los tanques.
Vistos en retrospectiva, los años 80 fueron el momento de apogeo de la cultura soviética y de Europa del Este en Cuba. La integración al CAME, que permitió amortiguar los efectos del embargo/bloqueo, redundó en un aumento en los niveles de un consumo doméstico largamente deficitario durante las dos décadas anteriores, signadas por las colas, el imperio de la libreta de abastecimientos y el mercado negro.
Por primera vez desde largo tiempo los cubanos llegaron a tener acceso, mediante el llamado “mercado paralelo”, a una gama de productos tales como comidas enlatadas, leche de distintos tipos, quesos, cereales, coñac arará, vinos búlgaros, y textiles y calzados de la RDA y Polonia. Esta es una de las bases de nostalgias generacionales de quienes abordan el tema de manera testimonial, aunque por lo general sin aludir a las asimetrías y contradicciones propias de ese intento de integración alternativa que, según varios economistas, tuvo entre sus mayores debilidades el verticalismo y la paralización de las relaciones horizontales entre las empresas.
Tampoco a lo más importante: al hecho de que, aunque resolvían, la calidad de todas esas producciones estuvo siempre por debajo de las occidentales. Esa fue, precisamente, junto al desfase tecnológico, una de las múltiples razones que en el imaginario popular de los europeos determinó la caída del Muro y, a la larga, de todo el sistema cual fichas de dominó. Y era solo la punta del iceberg del verdadero problema: la inexistencia de una cultura realmente alternativa al capitalismo, escoltada por la ineficiencia, el estatismo excesivo, la galopante corrupción y el creciente abismo entre las representaciones de la elite y la realidad cotidiana de las personas.
Por esa misma época comenzaron a regresar a la Isla muchos de los estudiantes cubanos que habían ido a formarse como profesionales de la ciencia, la técnica y las humanidades en las principales universidades soviéticas: incluían desde ingeniería atómica hasta filosofía y comunismo científico. (En el curso 1984 -1985 alrededor de 10 000 estudiantes cubanos estudiaban en la URSS). Y, con ellos, se produciría uno de los fenómenos más interesantes del período, desde el punto de vista sociocultural, por su añadido al ajiaco: las parejas rusa-cubanas. Sus descendencias recibieron el apelativo de “aguas tibias” —una mezcla del cálido sol tropical y el hielo de la tundra— y en muchos casos implicarían la emergencia de sujetos biculturales.
Por entonces todo lo ruso estaba al alcance de la mano, como la lengua misma, que se estudiaba no solo en carreras técnicas e institutos militares, sino también con los profesores de la emisora Radio Rebelde. Y hasta llegó a haber un programa de participación popular llamado 9550—la cantidad de kilómetros entre ambos países—que premiaba a los ganadores con un viaje a la URSS.
Y también estuvieron los famosos muñequitos. Frecuentemente personificada en la apología de muñequitos rusos que otros receptores rechazaron moviendo el dial del televisor Krim para otra parte, la nostalgia postsoviética obvia que ese proceso no penetró en lo hondo de la cultura cubana, excepto en la política, la ideología, y las estructuras partidarias y militares. Por otra parte, esa nostalgia también se basa en documentar la presencia ruso-soviética en producciones literarias y en el cine. Pero tomando como indicador la música popular, no hubo ni podía haber fusión entre una balalaika y un tres o entre una polka y un guaguancó. Esto, ciertamente, marca una diferencia respecto a otras tradiciones musicales como la estadounidense, donde el contacto ha dejado marcas indelebles. Están en Dizzy Gillespie y Chano Pozo, en Dámaso Pérez Prado y en el Jazz Latino, por mencionar unos pocos ejemplos.
El problema consiste no solo en ese explosivo matrimonio entre la guitarra y el tambor característico de ambas culturas —en una palabra, entre Europa occidental y África— sino en que, como lo pensaron varios intelectuales rusos de las postrimerías del siglo XIX, la ubicación cultural de “la madrecita Rusia” tira más para otro lado que para Occidente —esa fue una de las recurrencias del paneslavismo de Dostoievski, y llega hasta la figura de Stalin. Lo que tradicionalmente se conoce como “el alma rusa” es introspectiva y volcada hacia adentro, mientras que la criolla es extrovertida y abierta. Y que conste que no se trata de categorías ontológicas, sino de rasgos identitarios que lo son, precisamente, gracias a procesos etnoculturales esencialmente distintos. Los cubanos y cubanas cubanas bailan con las caderas; los rusos y las rusas con los pies.
https://www.youtube.com/watch?v=KvmnuHUKX2k
Para decirlo alto y claro: no se trata de negar la huella ruso-soviética en la realidad nacional, porque está ahí; ni de prescindir de la validez de lo nostálgico como experiencia vital. La cuestión consiste en discernir si esa marca está inscrita o no en el núcleo duro de una cultura que, por tradición y derecho, pertenece a Occidente y no tiene nada que ver ni con los abedules ni con el frío de la taigá.
A mediados de la década un incendio arrasó con el restaurante Moscú, ubicado en Humboldt y P, en el mismo lugar donde había estado el cabaret Montmatre y donde el Directorio Revolucionario 13 de Marzo había ejecutado a uno de los efectivos de la dictadura batistiana.
Ese incendio funcionó como un presagio de los tiempos que vendrían. La perestroika y la glasnot, como una caja de Pandora, terminarían prendiéndole candela a todo y abriendo paso a un mundo unipolar.
Ya para entonces los barcos soviéticos se empezaban a perder poco a poco del Morro…
Ojo, la foto que han puesto ahí no es del restaurante Moscú. Es del restaurante Tabarish, que existe actualmente en la Habana Vieja.