Cuando enseño historia de la Revolución, el problema a resolver no son los “libros prohibidos” de autores emigrados; digamos, Jorge Domínguez, Emilio Cueto, Uva de Aragón, Carmelo Mesa-Lago, Ada Ferrer, Alejandro de la Fuente, Jorge Duany, Lisandro Pérez, Guillermo Grenier, Alan West-Duran, Iraida López, Ruth Behar, Miren Uriarte, Alejandro Portes, Roberto González Echeverría, para mencionar solo a algunos vivos, entre muchos. A pesar de que la mayoría no comparte la ideología del socialismo cubano, son conocidos, citados, comentados, usados en clases, y casi todos publicados aquí.
La gran paradoja actual, en cambio, consiste en que acceder a documentos, grabaciones, discursos clave de nuestros dirigentes, en especial los llamados históricos, es mucho más difícil que a los de esos autores emigrados.
La semana pasada, durante un debate en tres tandas sobre los contrapunteos en el campo del arte y la literatura, bajo la sombrilla de Temas y la Uneac, el cineasta Manuel Pérez recordaba el discurso de Fidel, en el Congreso de Educación y Cultura de 1971, en el que había defendido la política del Icaic frente a quienes intentaban arrastrarla a los cánones del realismo socialista. Manolo, con su memoria de papel de moscas (Roa dixit) y su pasión lúcida intacta a los 84 años, evocaba precisamente las palabras de aquel canciller con el que compartió la mesa en una Comisión del mentado Congreso, cuando le había susurrado: “Ya puedes irte tranquilo, el Icaic se ha salvado”.
Cuántos artículos, ensayos, libros, que abordan las políticas culturales y las culturas políticas de los 60 y 70, incluido el infamoso Quinquenio gris, se han escrito sin conocer la intrahistoria de acontecimientos como el caso Padilla, los congresos culturales de 1968 y 1971, las entretelas del affaire Pensamiento Crítico, las pugnas que condujeron a la fundación del Ministerio de Cultura, la recuperación de muchas obras de escritores y artistas que se fueron. Cuánta literatura que sigue tocando de oído (y una sola oreja) le pasa por al lado al caudal de acontecimientos en vivo, datos, documentos, cartas, informes, fotos, viejas libretas de notas, que lleva a cuestas —es un decir— esa fuente viva que llamamos cariñosamente Manolo Pérez.
Un guionista de cine diría que se trata de una fábrica de tramas y subtramas, donde se vinculan contingencias con personajes y hechos del proceso —político, social, ideológico— y sus contradicciones, algunas formidables; más parecida a una novela de Balzac que a la cuota de santos patronos y efemérides que les toca a estudiantes y espectadores cada día. O a la nube de gases que se propagan en las redes, disfrazados de verdades alternativas. Pues bien, entre los temas que deberían desempolvarse de tanto ocultismo y polvillo ideológico está el del diálogo con los emigrados.
Basta acceder a los documentos archivados, una parte mínima desclasificada, para vislumbrar las muchas orillas de esta trama. Que sigue evocándose apenas como una especie de teleserie cuyos capítulos a lo largo de cuarenta y cinco años se limitan a los mismos personajes, a esas mismas fotos, en una de esas cronologías lineales que intentan demostrar la perfecta continuidad de la política, en vez de una historia crítica.
Basándome en lo que se ha sacado a la luz, quiero argumentar por qué la reunión llamada La Nación y la Emigración, que se nos viene encima en tres semanas, no debería entenderse como otra temporada en esa teleserie.
Lo primero es que, como área de la política cubana, este es uno de esos (pocos) tópicos de los que puede decirse que “sin embargo, se mueve”. En este caso, las crestas del iceberg son visibles para todo el que quiera verlas.
Nuevas regulaciones que flexibilizan la renovación del pasaporte, cambios aduanales para facilitar envíos e importaciones de medicinas y alimentos, encuentros de algunos empresarios con autoridades en la isla, y muy especialmente, conversaciones a nivel del presidente y empresarios emigrados acerca del —llevado y traído— espacio real para invertir en Cuba. El insólito evento, en Miami, con participación de numerosos empresarios privados de aquí y otros de allá es el último hecho notorio.
Nada de esto pasa como resultado del azar concurrente o los bamboleos de la coyuntura, sino del contexto político mayor en que tiene lugar, incluidas las relaciones entre los dos Gobiernos. Quiero empezar por discutir cómo la conexión con momentos anteriores nos ayuda a entenderlo y compararlo.
Lo que luego se llamaría el diálogo con la comunidad cubana en el exterior fue una iniciativa del lado de acá y, como casi todo lo importante, no salió en los periódicos (“en silencio ha tenido que ser”, Martí dixit). Fue una acción de metadiplomacia por partida doble: no involucraba a diplomáticos, sino a agentes de inteligencia; y los interlocutores principales del otro lado no eran proxies de las agencias de Gobierno (como el famoso abogado James Donovan), sino líderes reales de la elite empresarial cubanoamericana.
Para cuando Bernardo Benes y Fidel Castro se sentaron a acordar los más mínimos aspectos de la agenda del diálogo, ya el banquero tenía hacía rato la luz verde de la CIA, y el presidente Carter sabía lo que estaba pasando.
Según cuentan con lujo de documentos y fuentes Bill Leogrande y Peter Kornbluh en su magna obra Back Channel to Cuba, una vez que las agencias del Gobierno de EE. UU. —en especial el National Security Council (NSC) y el Departamento de Estado— leyeron las señales cubanas para avanzar en el diálogo oficial con la Administración Carter, fueron orillando a Benes y los otros líderes de la emigración. El papel de brokers que estos se propusieron jugar llegaba hasta ahí. Claro que no iban a sentarse a la mesa de negociaciones, porque no les tocaba.
Por su parte, los negociadores cubanos se percataron de que las buenas intenciones del banquero desbordaban el alcance real de la política de EE. UU. hacia Cuba, cuya meta entonces no era tanto fomentar “los derechos humanos” como sacar a Cuba de África.
No obstante, del lado de acá, el canal metadiplomático con la Cuba de afuera siguió abierto, y encaminado hacia nuevos resultados.
Aquella negociación entre Fidel y miembros de la elite empresarial cubanoamericana iniciada en agosto de 1977 pondría en escena, quince meses después, el encuentro de los 75 representantes de una emigración muy diversa, con la plana mayor del Gobierno cubano, en La Habana.
En ese interim habría dos reuniones públicas. Una (enero, 1978) con la osada izquierda de jóvenes intelectuales emigrados, que se había atrevido a fundar una revista y defender la Revolución en las circunstancias más adversas posibles, jugándose literalmente la vida. La otra, con periodistas emigrados (septiembre, 1978), víspera del encuentro público. En ese mismo periodo ocurrieron más de una docena de reuniones secretas, que pusieron a punto la agenda del evento.
Los principales tópicos que, desde el principio del diálogo, traían los líderes de la emigración se resumían en tres: reunificación familiar, regreso (o sea, las visitas a la isla) y liberación de los presos políticos.
Del lado cubano, Fidel estaba favorablemente dispuesto hacia los tres, empezando por el que parecería más difícil: el de los presos. Se trataba de 3 600 que cumplían largas condenas, ninguna de las cuales era por protestar, hablar o escribir contra la Revolución, sino por acciones violentas que se remontaban a la época de apogeo de la subversión armada y la guerra civil.
Fue esa disposición de inicio, orientada a favorecer una nueva relación con EE. UU., la que llevó a la apertura de canales diplomáticos estables entre los dos Gobiernos, para discutir la agenda mayor.
Las señales de Cuba respondían a una lógica política que no era negociar por negociar. Se basaban en un proceso de negociación abarcador y vinculante, que en vez de tópicos separados, incluía los más candentes de sus relaciones exteriores, como África; pero siempre que EE. UU. caminara parejamente en relación con el bloqueo, cerrar el terrorismo, renunciara a los condicionamientos previos y al doble rasero. Esa estrategia negociadora no era como un plan quinquenal de lineamientos, sino como una partida de ajedrez, sujeta a cómo avanzara el juego.
Para apreciar la lógica de aquel momento cubano hay que entender el contexto nacional e internacional. Por dentro, el país había salido de la crisis, se había consolidado la promesa de bienestar con igualdad, y un sistema político institucionalizado y ordenado por una nueva constitución estaba despegando. Externamente, aunque su alianza con la URSS se había fortalecido, la política exterior cubana no era la de un satélite de Moscú, ni en África, ni en América Latina, ni en el contexto de los países No Alineados, en el que se reconocía su liderazgo. Para la política cubana, digamos, era un momento de consenso y de fuerza.
Dicho lo anterior, la situación de las relaciones con los emigrados no era tan fácil de procesar para adentro. Aunque el lema del I Congreso, en 1975, era “Los hombres mueren, el Partido es inmortal”, la potencia política de Gobierno y Partido, instituciones con un papel muy parecido al de hoy, no era comparable a la de aquel liderazgo. Así que cuando el PCC y el Gobierno le hicieron saber a Fidel el efecto de confusión que el zafarrancho político inesperado con la comunidad y los americanos estaba provocando en la gente, él tendría que recurrir a su autoridad moral y razón política para operar la situación. Podía hacerlo, y sabía cómo. Hasta cierto punto.
En la memoria de todos estaba fresco el ataque terrorista al pueblo costero de Boca de Samá (1971), los asesinatos de pescadores cubanos (1973), las extrañas epidemias de fiebre porcina (1971), moho azul del tabaco (1978), roya de la caña (1978, la impunidad con que operaban organizaciones terroristas como Omega 7 y Alpha 66, cuyos cuarteles generales radicaban en Miami. Apenas dos años antes, un avión cubano con más de 70 civiles a bordo había sido saboteado por un comando terrorista perteneciente a una organización de ese exilio bárbaro, que lo había planificado y ejecutado. El propio Fidel, al despedir el duelo de los muertos de Barbados, había apuntado a sus cuarteles en Miami como los responsables directos de la acción, y culpado a los órganos de seguridad nacional de EE. UU. por dejarlos hacer, denunciando, en protesta, el tratado sobre secuestros de aviones firmado poco antes entre ambos Gobiernos (1973).
Así que cuando decidió reunirse con varios miles de militantes del PCC en el Teatro Karl Marx para explicarles su nueva política con los emigrados, en 1978, tuvo que emplearse a fondo durante seis horas.
En esta columna he glosado lo que se sabe de ese discurso, cuyos fragmentos de una larguísima intervención han sido publicados hace apenas tres años como parte de un libro impreso fuera de Cuba. Como casi nadie conoce siquiera estos trozos publicados, vuelvo sobre ellos.
Estas explicaciones a los militantes ocurrieron casi tres meses después del primer encuentro del diálogo con la emigración en noviembre de 1978. Hasta donde sabemos, en ellas Fidel pronunció varios conceptos que hoy podríamos considerar estratégicos. Parafraseando, esto fue lo que dijo en febrero de 1979.
El vínculo de la mayoría de esa comunidad con Cuba tiene un componente nacional (no ideológico), que por su propia índole, es afín a la idea del cambio, del progreso, o sea, está más cerca de la Revolución que del ingrediente conservador de la contrarrevolución. Incluso entre aquellos que no comparten el ideal socialista, la cultura política cubana es más afín a lo que la Revolución ha rescatado como legado nacional. De manera que, por esa gravitación histórica, esa emigración está llamada a defender el interés nacional, frente a cualquier otro.
Nos hemos acostumbrado a una política de combate, porque se nos ha impuesto, pero también porque “suscita emociones” relacionadas con el heroísmo, sobre todo “entre los temperamentos ardientes y apasionados”. Así que una política de paz resulta bastante más difícil de construir y de imperar. Coexistir con el capitalismo, negociar con él, nos cuesta mucho más trabajo.
La estrategia histórica de la Revolución cubana ha sido, desde antes del triunfo, ganarse a los adversarios. No despreciar moralmente al enemigo, ni juzgarlo cobarde. Así que “muchos soldados de Batista son hoy militantes de nuestro Partido”, “trabajadores de vanguardia, trabajadores distinguidos”. La Revolución consiste en un proceso de transformación de los seres humanos, a partir de sus virtudes y capacidades morales, desde las cuales “puede tranformarse en un revolucionario”.
La lección estratégica sobre la unidad es que se aplica a los adversarios, no a los que piensan como nosotros. Se trata de captarlos para que “de una forma u otra, sirvan a la Revolución”.
Por último, la gran lección que se deriva de esa estrategia unitaria es que la pureza ideológica no es revolucionaria, pues en estado de asepsia, en una campana de vacío, donde no hay “ni la menor tentación, ni el menor contacto”, no se prueba nada. “Un revolucionario no puede temer al contacto ideológico, a la confrontación”. Creer que eso implica “enfangarse” es un error. Al contrario: solo el contacto y la convivencia puden hacer que las virtudes revolucionarias brillen, se prueben, y aspirar a una cierta pureza que sea legítima.
Supongo que es obvio a estas alturas del partido que el próximo capítulo de este diálogo ocurre en un momento histórico que el propio Fidel Castro calificaría como muy diferente. Sin embargo, algo podemos aprender de este repaso del pasado.
¿Qué nos enseñan los cuarenta y cinco años transcurridos desde el primer diálogo? ¿En qué medida las circunstancias actuales, aquí y afuera, favorecen un diálogo político que converja en el interés nacional? ¿Cómo definir ese interés, según objetivos estratégicos, que no se restrinjan por diferencias ideológicas? ¿Dónde termina una representación democrática, patriótica, pluralista, de la condición nacional, distinta al relativismo banal de “todos somos cubanos”? ¿Qué cimientos echar a un pacto social y político de cubanos de aquí y de allá que no se quede en buenas voluntades, códigos, motivos economicistas a corto plazo, papeles firmados? ¿Qué espacios hay aquí para quienes están fuera, y cómo compaginarlos con los de quienes están aquí? ¿Cómo imaginar eso de defender el interés nacional entre todos? ¿Cómo hacer para que ese proyecto de nación dentro y fuera no se quede en reuniones, sino se articule al orden social y político de esta nación? ¿Para que no quede expuesto a los vaivenes de la relación con EE. UU.?
La reconciliación entre las familias, y el acuerdo de nuestros desacuerdos, así como los diálogos en los campos de la cultura, la academia, la ciencia, la fe, encierran lecciones que deberíamos compartir, para no tropezar de nuevo con las mismas piedras.