Un sinfín de ideas emergen al escribir este texto que tiene como razón fundamental las más recientes condenas a participantes de las protestas del 11 y 12 de julio del 2021 en Cuba. Para cualquiera de los extremos políticos que operan el discurso binario en Cuba, quizás mis palabras serán un sinsentido. Con ellas intento hacer una búsqueda dialógica para entender alternativas posibles ante las carencias de sentido político, simbólico y social que deja el sistema judicial cubano, en el afán de privilegiar una proporción penal-legal que brindase respuesta al insólito escenario que se originó por esos días.
Se han escrito análisis ejemplares sobre el derecho a la protesta, la judicialización de los participantes y las salidas legales , así como sobre la problemática de aplicar un delito de sedición a los encausados. Por no ser especialista en Derecho referencio estos textos y me limito a hacer observaciones políticas, sociológicas, que también tributen a lo que debe ser una visión jurídica crítica de lo sucedido.
Desde mi perspectiva ciudadana esta condena ya había sido ejercida en modo de condena social. Los encausados ya estaban condenados, y no solo por los órganos judiciales. Puede parecer una ambigüedad, pero argumento mi idea. Desde que ocurrieron las masivas protestas del 11 y 12 de julio del 2021 el discurso que ganó vuelo y se hizo hegemónico, tanto desde el gobierno, como desde sus antagonistas más férreos, fue el que presentó las manifestaciones como un intento deliberado (revolucionario vs mercenario) de transformar el sistema político cubano y sus instituciones. Esta narrativa en algunos momentos tuvo sus declives hacia otras cuestiones de impacto social y cotidiano, como los efectos de la pandemia, la crisis alimentaria, la tiendas en MLC y el aumento de las desigualdades en una buena parte de los barrios periféricos cubanos.
Sin embargo, el mayor simbolismo mediático e ideológico de la narrativa siguió enfocado en la pertinencia, según unos, de subvertir el status quo político, y la necesidad de enfrentamiento “a cualquier precio” a criterio de otros. Y, mientras se desarrollaba desenfrenadamente esa construcción y oposición de metarrelatos ideopolíticos, acontecía “tras bambalinas”, pero no excluido de este pulso, un proceso judicial. ¿Hasta dónde una narrativa mediática, con determinados sesgos políticos, ideológicos, simbólicos, de origen social, puede influir en las decisiones judiciales? Es una pregunta que no responderé estrictamente, pero avanzo en algunas cuestiones concomitantes.
Por una parte, quienes radicalmente se oponen al gobierno cubano ven como única solución la caída estrepitosa y la subversión violenta del régimen, y proyectan su marketing político tomando como modelos mediáticos de sus propuestas a los jóvenes acusados. Se torna previsible, en términos pragmáticos, que los acérrimos defensores del gobierno no acudan a las costumbres políticas más conservadoras de enfrentamiento para juzgar y exigir juzgamientos a la “altura de las circunstancias”. Y, si de “mano dura” se trata, ya sabemos que para eso se sobran los entusiastas. Quizás los juristas nos puedan ayudar a entender cuánto el derecho consuetudinario, el uso de las costumbres como fuente del derecho, se puede convertir en leyes no escritas. O cómo el peso social de esas costumbres podría resultar en la aplicación selecta, rigurosa y desproporcional de las normas existentes.
Estos escenarios se agudizan a partir de que la comunicación político-ideológica del Estado cubano y sus instituciones, que por función constitucional (Art. 5) diseña e implementa el Partido Comunista (de todos los cubanos), deciden asumir el enfrentamiento mediático a las narrativas que lo adversan, sustentado en el descrédito homogéneo, en una criminalización sistemática y absoluta de “las manifestaciones” y “los protestantes”.
De esta forma se pierden los contrapesos, la mesura, el discernimiento, que deben imperar en un Estado de Derecho, por lo cual el sistema jurídico, incluso sin quererlo, como parte del Estado será reo de una única narrativa, difícil de matizar. Es decir, que la presunción de inocencia y el debido proceso que debe observarse para cualquier acusado, estará contaminada por un mare magnum de ideas, códigos, exigencias y vendettas políticas que se dirimen en los espacios públicos y privados, que sin dudas afectan la imparcialidad, la simetría y el equilibrio de la justicia.
Por tanto, me planteo una serie de indagaciones: ¿sabemos hacer política para impartir justicia? ¿es la justicia una forma de imponer voluntades políticas? ¿deseamos un Estado de Derecho en Cuba democrático, inclusivo y no punitivista? ¿la fuente del derecho y la justicia seguirá mostrando una connivencia sutil con ciertos sectores de la opinión pública (en favor o en oposición), limitando la capacidad de los poderes públicos para imponer el equilibrio y la mediación en los cada vez más acéfalos espacios políticos ciudadanos? ¿es posible instrumentar una pedagogía del conflicto que nos permita avanzar hacia el Estado de Derecho democrático que instituye la Constitución del 2019? ¿ese diálogo pedagógico-político será posible con los actores del Estado, o solo a pesar y en contra de ellos, lo cual significa, además, negar a sus defensores, que no son solo los extremistas? ¿los que se oponen al gobierno pueden pensar también en un Estado actual de Derecho, o la simple oposición niega per se la posibilidad de que avancemos juntos en ese Estado de Derecho que tanto demandamos?
Transitar de forma gradual de un Estado político-jurídico de resistencia y cerco (a veces casi policial) hacia un Estado socialista de derecho, no es cosa de aficionados ni se trata de improvisaciones; requiere de una voluntad política estatal, gubernamental, partidaria, institucional, pero además, y ante todo, de una determinación social, ciudadana. Los que crean que un Estado de Derecho en Cuba solo se impulsa desde los antagonismos y las negaciones mutuas, seguirán encontrando evidentes fisuras en el orden jurídico, en la gobernabilidad política y en las posibilidades reales de construir un mejor proyecto social.
Si en el momento de acceder o impartir justicia alguien siente tener el enemigo de algo o de alguien frente a él o ella, entonces el debido proceso y el Estado de Derecho serán limitados e inefectivos. Insistir en la televisión nacional —en más de un programa—, que los que protestan y se manifiestan son un bando de “delincuentes”, pagados por el “imperio”, es convertirlos en “enemigos” y cancelar su legítima defensa, así como el acceso a una justicia proporcional, equitativa. Además, esto significa sembrar en el imaginario social, simbólico y político la censura/autocensura ante cualquier forma legítima y constitucional de protesta, de reclamo ciudadano, lo cual hace un gran favor a la inoperancia burocrática y antisocialista del aparato institucional cubano.
En reacción a lo anterior, resulta contraproducente estimular que quien proteste y se manifieste ciudadanamente deba ser entronizado como “héroe” de las transformaciones políticas en Cuba. Se trazaría, de este modo, una única solución posible: subvertir el sistema político. Es un contrasentido, si se quiere estimular que prevalezca la justicia, exponer y amenazar a funcionarios públicos, privilegiando así la anarquía y las políticas de enemistad. Con esa actitud también se obvian las vías dialógicas, democráticas y legales que deben caracterizar la construcción colectiva de un Estado de Derecho, lo que conllevará sin dudas a un escalada (in)justificada del Estado, del policiamiento y del control social antipopular. ¿Eso es lo que deseamos?
Soñar con un país mejor, de derechos y también de deberes ciudadanos, pasa también por el imaginario político de descreer y de cuestionar verdades absolutas, no solo por desacreditar las que no nos identifican como individuos. Pasa, también, por el derecho efectivo de ocupar los espacios públicos, para reclamar, protestar y manifestarnos sin que nos etiqueten como enemigo social, pero también sin ver a los otros que piensan diferente o nos adversan como enemigos políticos irreconciliables. El ejercicio responsable del poder de ser y hacer en la política no es un privilegio exclusivo del Estado cubano, los ciudadanos también somos sujetos políticos activos, pero hay que asumirlo como tal. Debemos ser interlocutores no solo de nuestras creencias sino también de las de los otros y aceptar nuestras incredulidades sin irrespetar por ello las creencias opuestas.
Pienso en un Estado Social de Derecho que proteja lo público sin castigar la individualidad, que vele por sus fronteras y por sus territorios sin que sus ciudadanos se sientan recluidos, que estimule que seamos libres, emancipados y contradictorios sin ser oscurantistas ante lo diferente.
Por eso, el camino tiene que ser el de la simetría, el del diálogo permanente, el de la resolución inteligente de conflictos, el del rigor para cualificar al otro/a, el de la sensibilidad para la escucha…falta mucho para lograrlo, sí, pero no veo otro camino real ante la desproporcionalidad, venga de quien venga; así, mi actitud irresoluta seguirá siendo la de un discernimiento proporcional que arroje luces ante tantas sombras y desvaríos que rasgan el alma.