La guagua avanza por la carretera, mientras la tarde cae plomiza y desangelada. El cielo va destiñéndose a través del cristal, en medio del mutismo de los pasajeros. Ni siquiera los choferes, tan dados a la estridencia del reguetón o el meloso romanticismo de Álvaro Torres, han vuelto a reproducir la variopinta playlist que dispararon por las bocinas al salir de La Habana.
Cuando dejamos atrás la Autopista y enrumbamos hacia la Carretera Central, ya las sombras se habían tragado los últimos rayos del sol. Todavía en El Majá las claridades postreras del crepúsculo y las luces del Punto de Control nos dejaban ver las caras de dos aburridos policías. Casi de inmediato nos sumergimos en la noche.
Desde El Majá hasta Jatibonico la oscuridad domina el horizonte. Poco se distingue más allá de los focos de la guagua y de los carros que viajan en dirección contraria. Sabemos que en los bordes de la carretera hay algunas casas porque descubrimos sus siluetas gracias a la Luna y a las estrellas que empiezan a asomarse. O por el resplandor de una vela o lámpara recargable en un portal o ventana que notamos al paso.
Pero nada más.
Para quienes viajamos desde La Habana es la contundente y reveladora constancia de los tremebundos apagones que fulminan al resto del país desde hace semanas. Cortes de horas y horas que oscurecen mucho más que el paisaje y de los que apenas tenemos noticias —más allá de los partes de la Unión Eléctrica y las comunicaciones con parientes de otras provincias— en nuestra hasta entonces iluminada burbuja capitalina.
Jatibonico, varios kilómetros después, también está apagado oficialmente. Solo que allí, a poco de la frontera entre Sancti Spíritus y Ciego de Ávila, sí brillan los portales y quioscos encendidos, como islas de luz en un océano de negrura.
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Jatibonico, como otros pueblos atravesados por la Carretera Central, es un concurrido bazar que vive, o sobrevive, en buena medida, gracias a las cohortes de guaguas, camiones y otros vehículos que pasan por allí a diario. Golosinas importadas, cervezas, turrones criollos y hasta “completas” de comida se venden día, noche y madrugada en timbiriches y corredores muy bien avituallados a la vera del pavimento.
Pero si no están iluminados, nadie para; al menos no en las largas horas nocturnas. Así que muchos se las arreglan con luces de batería o plantas portátiles a las que también conectan neveras y batidoras y hasta equipos de música, mientras esperan, aun en medio del apagón, por nuevos clientes. Los que siempre, tarde o temprano, llegan.
No es nuestro caso. La guagua, ansiosa por llegar cuanto antes a Ciego de Ávila, pasa de largo mientras vemos a otros carros y viajeros detenerse aquí o allá a lo largo de la calle. En las islas de luz. El resto del pueblo, en cambio, yace en penumbras.
De Jatibonico en adelante el paisaje sigue a oscuras. Pasamos los cruceros de Trilladera, Majagua y Guayacanes sin atisbos de corriente eléctrica en la zona. A estas alturas, ya ni intento encontrar una luz titilante en la distancia.
Cuando llegamos a Jicotea, mi destino final, a pocos kilómetros de la ciudad de Ciego, el apagón me da una prometedora bienvenida junto a mis tíos, mi primo y su heroica lámpara recargable.
“Ven acá, sobrino —me recibe mi tío—, ¿allá en La Habana quitan tanto la luz así?”. Lo abrazo como única respuesta. Luego enciendo la tímida linterna de mi celular para acompañar, al menos simbólicamente, el haz de la lámpara que carga mi primo. Por suerte, es un corto camino hasta la casa.
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“Ustedes en La Habana no saben lo que es un apagón de verdad, uno bien sabroso de 10 o 12 horas seguidas”, me espeta un primo mío en una visita a su casa al día siguiente.
“En La Habana no se atreven a hacer eso —le responde un hermano suyo, otro primo mío—. Si lo hacen la gente se tira pa’ la calle como pasó cuando el ciclón. Aquí los jodíos somos nosotros, ¿quién nos manda a vivir fuera de la capital?”.
No estoy ahora en Jicotea sino en Guayacanes, el pueblo natal de mi padre, al que he ido con un tercer primo a visitar a mi tía y al resto de la familia que va quedando allí.
Después de un rato poniéndonos al día, saludando a conocidos y avivando la nostalgia en un lugar al que no volvía desde antes de la pandemia, la conversación familiar toma el inexorable rumbo de la crisis: la “lucha” cotidiana, la dura “búsqueda” de dinero y comida, los precios por las nubes, la sangría migratoria, los apagones.
Los cortes eléctricos son, ciertamente, el tema del momento. Terminan imponiéndose sobre el resto e, incluso, sobre noticias bomba como la defenestración de Alejandro Gil, el ya exministro de Economía que hasta hace muy poco pedía confianza y optimismo a los cubanos en la televisión.
No puede ser de otra manera. Durante las horas que permanezco en Guayacanes la electricidad brilla por su ausencia y el pueblo parece marchar en cámara lenta, amodorrado por el calor y el apagón. Mi tía echa mano a una penca en lo que trajina en la casa, y mis primos y yo nos acomodamos en el portalito, intentando cazar alguna brisa equivocada.
“Aquí es así —me dice uno de mis primos sobre la corriente eléctrica—. Ahora la ponen un ratico por la tarde y luego la vuelven a quitar hasta que alguien se acuerda de nosotros. Si es que se acuerdan…”
En Jicotea, la noche antes, le digo, la pusieron poco después de mi llegada y la quitaron como a las 10:30. Ya no volvió hasta la madrugada, no sé bien a qué hora. Y a la mañana siguiente, cuando salí con mi otro primo para Guayacanes, ya no había corriente.
“Y esto es ahora, que todavía no es verano —contrataca mi primo—. Deja que empiece junio y el calor sea más fuerte. Ahí sí que la cosa se va a poner buena. Aquí llevamos varios años en que para esa fecha no hay quien duerma con el sube que nos dan.”
“Lo que pasa es que este año los apagones empezaron bien pronto, porque no hay combustible según el Gobierno. Mira ya cómo están las cosas y solo estamos en marzo, así que esto pinta bien feo. Y ahora, para colmo, pararon la Guiteras, dicen que para darle mantenimiento para que esté mejor para el verano”.
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“De aquí al verano esa se rompe dos o tres veces más, muchacho, todos los años es lo mismo. Bastante hacen esas termoeléctricas con los mil años que llevan trabajando”, responde el otro, en lo que mi tía llega de la cocina con unas tacitas de café.
“Colado en la hornillita de carbón, ¿te acuerdas?, la que era de tu abuela —me dice mi primo—. Si no fuera por ella hoy te irías de aquí sin almorzar ni tomar café, porque si esperamos por la corriente para cocinar… Y gracias que tengo carbón, que a veces ni eso…”.
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Camino por Camagüey, en pleno apagón. Las calles lucen concurridas, pero algo delata que no es un día normal. Aunque lo normal en estos tiempos —me cuentan— es justo lo que veo: personas que van de un lado a otro, o se acodan en una esquina, expectantes; caras de aburrimiento, de resignación, en tiendas y empresas estatales; gente en portales y ventanas, entregadas al apático paso del tiempo.
En la conocida Avenida de la Caridad, la mayoría de los puestos de venta y negocios privados están abiertos. Algunos no necesitan electricidad para funcionar durante el día, por la naturaleza de su actividad y los productos que venden. Otros, como los de Jatibonico, tienen sus propias luces y plantas portátiles. Algunas, incluso, están en la misma acera, con su ronroneo constante y su infaltable olor a diésel o gasolina.
En uno de ellos, dedicado a hacer impresiones, hago unas fotocopias que necesito para unos trámites. En lo que espero, le pregunto al joven que atiende cómo va el negocio con los apagones y me dice que más o menos igual. “Por suerte —me explica—, la gente sigue necesitando imprimir sus papeles, y mientras la gasolina para la plantica siga apareciendo por la izquierda, aunque ahora sea más cara, no hay líos”.
Llegando al Casino Campestre ya hay electricidad. No sé si porque esta zona es de otro circuito o porque llegó en lo que yo caminaba en esta dirección. Aprovecho para intentar conectarme a Internet con el teléfono y lo consigo. Hasta entonces, no había podido hacerlo en toda la mañana. En varias partes de la ciudad, como el reparto donde vive mi familia, si no hay corriente tampoco hay conexión.
La razón, me informa un vecino, es que las baterías de muchas antenas para la conexión por datos están vencidas y no las han cambiado por falta de dinero. Así que cuando quitan la corriente en sus circuitos se apagan enseguida o casi de inmediato, hasta que se agota su mínima carga. Y esta mañana el apagón cayó bien temprano.
Sigo camino al centro de la ciudad y mis datos móviles vuelven a desaparecer. No es nada difícil comprobar que, pasado el puente del Casino en busca del Parque Agramonte, he vuelto a entrar en una “zona oscura”. De electricidad y de conexión a Internet.
He quedado con un amigo en vernos en la Plaza de los Trabajadores, uno de los puntos neurálgicos de la urbe camagüeyana, y a medida que avanzo hacia allí confirmo que mis alrededores siguen apagados. No obstante, los datos regresan a mi teléfono móvil y rayando el mediodía, en las inmediaciones de la plaza, me sorprende “la luz”.
La súbita llegada de un numeroso grupo de personas hasta la puerta de entrada de un banco me advierte de que algo ha cambiado. La ciudad se sacude del letargo y pone el pie en el acelerador. Del sopor y la parsimonia pasa al otro extremo de aceleración. La gente se despabila, se excita, tratando de aprovechar al máximo cada minuto y hacer cuanto antes lo que no pudo en las horas de oscuridad.
Veo a mi amigo que llega con otros colegas y nos vamos a un café cercano tomar, comer algo y conversar. La electricidad, o más bien su ausencia, vuelve a ser el tema recurrente. Alguien concluye que la cosa se ha vuelto insoportable. Se especula sobre la posibilidad de que vuelvan a vivirse protestas. Otro le responde que muchos, como él mismo, prefieren aguantar y ahorrar dinero para lograr irse del país.
Mi amigo dice que mejor hablamos de pelota o de cine, y que no esperemos mucho para pedir las cervezas, que la corriente podría faltar otra vez en cualquier momento. Le hacemos caso, y por unas dos horas apuramos varias cervezas medio tibias —“las más frías que tenemos, del fondo del freezer”, según la camarera— y unos sándwiches, que hacen engordar una cuenta digna de un príncipe árabe y que pagamos entre todos.
De regreso atravesamos la Plaza de los Trabajadores y apenas enrumbamos por la calle Cisneros cae el apagón. Mi amigo, todavía con una cerveza en la mano, lanza la clásica mirada de “se los dije” y apura el fondo de la lata. La cola del banco se deshace entre lamentos, mientras del banco y otros sitios cercanos la gente comienza a salir, impotente, a la calle. Han pasado menos de tres horas y la ciudad vuelve a su letargo.
Cuando llego a casa de mi familia, un rato después, descubro lo esperado: no hay corriente y tampoco conexión. “Báñate ahora que todavía hay claridad —me sugieren—; mira que pusieron la luz al mediodía y la quitaron ahorita, así que esto hoy es para largo…”.
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Dos días después estoy de vuelta en La Habana. Mi retorno coincide con un aumento del déficit en la generación eléctrica en el país, que provoca apagones de hasta 18 horas y más en distintas zonas. La situación es tal que incluso en la capital han comenzado a programarse cortes eléctricos por bloques en las horas de mayor demanda, como había sucedido más de un año atrás, cuando comenzaron los “apagones solidarios”.
Apenas un día después de mi llegada, recibo el primer golpe. Según la empresa eléctrica la “afectación al servicio” sería de 10:00 de la mañana a 2:00 de la tarde, pero en la práctica la corriente se esfuma a las 10 y pico y no regresa hasta casi las 3:00.
“Ya esta gracia de los apagones no me gusta —se queja una vecina con la que me cruzo en la escalera—. Me dejaron con la lavadora puesta y el arroz a medio hacer. Lo tuve que mudar de la arrocera a la olla de presión, y seguro me queda todo empegotao”.
En la tienda de la esquina, compruebo, los vecinos que esperaban para comprar el módulo se marchan resignados a sus casas hasta el regreso de la electricidad. Algunos, en cambio, se quedan en los alrededores. “A lo mejor no se demora tanto —me comenta uno—. Y yo que dejé de ir al trabajo porque me tocaba aquí hoy…”.
“Vaya, por fin te empezaron a dar”, se burla luego uno de mis primos avileños, cuando le cuento por teléfono que había tenido mi primer apagón diurno en La Habana. “Igual seguro es una bobería: tres o cuatro horitas y ya —acota—. Aquí ayer la quitaron 14 de pegueta, y ahora estamos sin corriente hace un buen rato, así que vamos a ver cuándo la ponen”.
Una historia similar me cuenta mi familia camagüeyana.
El día de mi viaje salí de su casa en apagón y a mi llegada a La Habana, cayendo la tarde, todavía por allá no había vuelto la electricidad. “Esta vez sí se extremaron”, me dijeron entonces, pero en los días siguientes la crónica telefónica ha sido casi idéntica por una situación que, según el Ministro del sector, se debe, entre otros factores, a “la falta de financiamiento” y “la pérdida de suministradores claves de combustibles”.
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El ministro Vicente de la O Levy reconoció recientemente a la prensa que el suministro de combustible seguirá siendo “complejo” para el funcionamiento del Sistema Eléctrico Nacional (SEN). Al respecto, anunció la próxima llegada a la isla de un buque con 40 mil toneladas de diésel, de las que unas 1100 se dedicarán a la generación eléctrica diaria, cifra que apenas representa poco más de la mitad de las 2000 que requiere el SEN para trabajar.
El titular cubano de Energía y Minas también dijo “que se hacen las gestiones para que sigan llegando los barcos” de crudo, en tanto otros especialistas prevén “un respiro” para la alicaída producción de electricidad con la próxima reincorporación de la termoeléctrica Antonio Guiteras, luego de 17 días de mantenimiento.
A mi primo, sin embargo, cualquier previsión optimista le parece “un cuento chino”.
“A mí ese perro ya me ha mordido muchas veces —me asegura—, así que no me hago ilusiones. A lo mejor a ustedes allá en La Habana dejan de quitársela si mejora un poquito la cosa, pero a nosotros de seguro nos van a seguir dando fuete.”
“Así que, si piensas caer pronto de nuevo por acá, ven por lo menos con una planta eléctrica o un cargamento de velas —me reta—. O mejor trato de ir yo por La Habana, a ver si descanso un poco de los apagones de aquí del pueblo, que ya me tienen fundío. ¿Qué tú crees?”.
Mantener el país y su magra economía detenido, en ese “paro nacional” que representa los cortes de energía a esos niveles, es irreversible por ese ciclo cerrado tendiente a 0 que representa a futuro.