Juan Pablo Cabrera tiene ganas de drogarse por la sencilla razón de que es viernes. Desde hace más o menos cuatro años tiene esta costumbre que, para él, de ninguna manera puede entenderse como un vicio. “Son ganas, simples ganas de salirme un rato de mí mismo” dice.
Juan Pablo, de 28 años, sale de trabajar a las cuatro de la tarde de un reconocido banco ubicado en el centro de Medellín, agarra el metro en Parque Berrío y se baja en la estación Poblado, camina nueve cuadras, se compra una bebida energizante para mitigar el calor de la tarde, llega a un edificio, saluda amablemente al portero, aprieta el botón del ascensor, va al piso siete, entra a su departamento, descarga la mochila, se saca la camisa con el logo bancario y se pone una musculosa marca Puma, se sienta en un sillón tipo puff, agarra su iPhone XR y en WhatsApp busca a Rami. Una vez encontrado el contacto saluda, espera una respuesta y, después de cruzar algunas formalidades, Juan Pablo le pide un gramo de Tusi (droga sintética), acuerdan el precio (40USD) y la hora de entrega (7pm).
Casi media hora después de la hora acordada el iPhone suena como si fuera una fina campana. Rami y el Tusi han llegado. Juan Pablo llama al portero y le pide que deje entrar a su amigo. El timbre del departamento es seco y vibrante. Por la puerta entra un personaje que parece extraído de un video de Hip-Hop: gorra marca Jordan, camiseta blanca dos tallas más grande que la requerida con el símbolo de los New York Yankees a la altura del corazón, pantalones negros abultados y zapatillas blancas Nike. Sobre el pecho una escrupulosa cadena dorada con un dije que lleva la letra R con brillantes alrededor.
Rami pregunta por mí. Juan Pablo me presenta y le dice que todo está bien. “Mucho gusto parcerito, soy Rami y estoy a la orden para lo que necesite” me dice, con un particular acento caribeño, mientras me muestra su puño derecho para que yo lo choque con el mío en son de amistad.
Juan Pablo, sin preguntar, llena tres vasos con agua helada y se sienta a conversar. Rami bebe el agua de un solo sorbo, habla del clima, de un par de fiestas que son tendencia en la ciudad, de una chica que lo trae loco y se apresura a hacer la transacción con la excusa de no poder demorarse. Sobre la mesa pone una bolsita transparente que deja entrever un delicado polvito rosado. Juan Pablo saca de su billetera algunos billetes y, agradeciéndole, se los entrega en la mano. Rami no cuenta el dinero. Le pregunto que qué más vende y me responde que qué necesito, que lo único que no vende es marihuana, pero que de ahí en más tiene cocaína 95% pura, variedades de perico (cocaína rebajada), pepas (éxtasis), ácidos (LCD), popper y heroína.
El teléfono de Rami suena. Juan Pablo se interna en el baño con el Tusi. Rami se lamenta porque le cancelaron un pedido y dice no tener nada que hacer hasta las diez de la noche. Juan Pablo sale con los ojos un poco más brillantes que antes y una leve sonrisa pintada en su rostro. “Bueno, entonces ponete algo Rami, ese tema que me mostraste el otro día, la terapia creo” dice el anfitrión. Rami sincroniza su teléfono con un parlante con forma de pelota de fútbol, sube el volumen y la melodía empieza a retozar. Juan Pablo me pide que escuche la letra con atención:
Terapia personal desde la cueva el libre yah / si quieres descansar muy tranquilo sobre tu lecho, / corrige tus faltas si crees que algo malo has hecho, / lucha por tu causa, mantén el rumbo derecho, / nunca te reprimas lo que llevas en el pecho, / sigue tu trecho, aunque esté estrecho, bien satisfecho, / de tener vida, familia, comida y techo, / no es lo mismo sacar experiencia que sacar provecho, / en menudos pedazos puedes terminar desecho.
Estos cubanos son unos genios, dice Juan Pablo. No, el genio es el autor que se saca estas letras con caché y sin cagazón, manifiesta Rami. ¿Quién es el autor? Pregunto. Silvito el libre, expresa Rami. El hijo de Silvio Rodríguez, añade Juan Pablo.
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Medellín es la segunda ciudad de Colombia. Se estima que, de sus dos millones y medio de habitantes, unos cuatrocientos mil consumen alguna sustancia ilícita, ya sea de forma problemática o recreativamente. Acceder a un dealer en Medellín es más que fácil, lo único que necesita el potencial consumidor es un teléfono y un nombre de una persona que el dealer reconozca –por seguridad- y que funcione como contacto. Por otro lado, si el interés es comprar de forma directa, basta con acercarse al parque de los periodistas, al barrio Antioquia o al barrio San Javier, ubicado en la famosa Comuna 13, además del sencillo acercamiento a infinidad de expendios móviles generalmente ubicados en zonas de fiesta como el parque Lleras, la 33 o la 70.
Ahora bien, según la ley 30 de 1986, las penas por tráfico o porte ilegal de drogas en Colombia oscilan entre 1 y 30 años, siempre de acuerdo a la cantidad incautada. Por ejemplo, la dosis mínima no está penalizada. Esto quiere decir que cualquier usuario puede transportar hasta 1 gramo de cocaína o 20 de marihuana sin ser detenido, pero si es encontrado con máximo 100 gramos de cocaína o hasta 1000 gramos de marihuana la pena varía de entre 1 y 3 años de cárcel o hasta cien salarios mínimos mensuales vigentes de multa (el salario mínimo actual en Colombia es de 245USD). Si la cantidad asciende a estos valores proporcionados por el mismo Estado colombiano, depende el caso, la pena podría subir hasta los 30 años.
En Colombia, el tráfico de estupefacientes es considerado un delito grave, más grave incluso que el acceso carnal violento. Por el primero, como está dicho, la pena máxima son 30 años de cárcel, mientras que, para el segundo, la pena máxima establecida es de 20.
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Rami no se llama Rami. El que se llamaba Rami (por Ramiro) era su padre que murió en 2012, cuando él tenía 17 años. Rami se llama realmente Carlos y, de chico, los vecinos del Cerro, en La Habana, le decían Carli, como una forma de identificarlo con su padre.
La madre de Carli murió algunas horas después del parto que lo trajo al mundo. A ella, madre primeriza, una incontenible hemorragia se la llevó para siempre. De ella, Carli solo sabía que se llamaba Margarita Sánchez Torres, que era rubia y una gran bailarina de salsa, oriunda de una ciudad colombiana llamada Ibagué y que había llegado a Cuba a finales de los ochentas con la firme convicción de vivir personalmente la experiencia socialista.
Carli heredó la nacionalidad de su madre y el gusto por la música de su padre. Desde la muerte de este nunca más volvió a relacionarse con su familia cubana, por una razón fundamental: son de Guantánamo, lo cual supuso siempre una rigurosa lejanía. Lo que más le dolió a Carli después de la muerte de su padre fue el hecho de que los últimos años de su vida, antes de caer enfermo de un cáncer fulminante, los había pasado ahorrando con la intención, o más bien el sueño, de que ambos se fueran de Cuba para radicarse en Colombia.
Después de tres años de soledad, calle, alcohol y problemas con las autoridades, en 2015 Carli decide venderlo todo y asumir el desafío que su padre tenía destinado para los dos. Para esa época, el joven de veinte años, era un destacado rapero que animaba la escena underground de La Habana con un furioso freestyle que mezclaba poesía y existencialismo. Su seudónimo era Ramix y nunca llegó a grabar algo porque, según él, “en el universo del rap casi nunca el talento importa, y así, o hay que tener plata y cara linda o hay que ser un malo consagrado, y yo ni lo uno ni lo otro”.
En noviembre de 2015 aterrizó en Bogotá, pasó algunas noches en un hostal del barrio La Candelaria y, tras aburrirse del frío, decidió irse a la tierra de su madre, acompañado de dos mochilas con sus pertenencias y un número de teléfono que su padre esperaba poder marcar el día que arribaran a Ibagué.
Una vez allí, Carli se ubicó en un hotel y salió a llamar. Cuando le contestaron dijo: Sí, buenas tardes, me llamo Carlos y soy el hijo de Margarita Sánchez Torres ¿usted sabe quién era ella? Una voz femenina, al otro lado de la línea, reaccionó enseguida: No, está equivocado. Carli colgó y volvió a llamar para ser atendido por la misma voz: No conozco ninguna Margarita ni a nadie que haya vivido en esta casa antes, lo que puedo hacer es pasarle el número de la inmobiliaria que me vendió el inmueble. Carli anotó, para después descubrir que la inmobiliaria ya no existía. En Ibagué pasó poco más de un mes revolcándolo todo, hablando con cada persona e institución con la esperanza de hallar alguna pista o señal que lo llevara a algún integrante de su familia materna, pero todo fue en vano. No encontró ni siquiera un fantasma del cual colgarse.
Una mañana, mientras Carli tomaba el desayuno que el hotel le brindaba, vio en la televisión una noticia que tildaba a Medellín como la sede mundial del reggaetón, gracias a la gran proliferación de artistas de talla internacional que la ciudad venía pariendo desde hacía varios años. Al terminar, Carli subió a la habitación y sin pensarlo dos veces empezó a rehacer las maletas y a averiguar qué tan lejos quedaba Medellín. Ocho horas, por tierra, lo separaban de aquella ciudad que en su imaginario previo era un campo de batalla, una tierra de nadie gobernada por los bombazos del narcotráfico y las guerrillas.
A la noche, mientras viajaba, confundido, sin poder dormir, tomó una decisión verdaderamente trascendental: empezar a presentarse como Rami, porque si no había podido rastrear nada de su madre, era como si ella nunca hubiera existido, mientras que su padre siempre había estado ahí, a su lado y, aun muerto, nunca iba a dejar de estarlo.
Desde que llegó a Medellín, Rami se sintió bien. Paró en un hotel cerca al estadio Atanasio Girardot y, sobre la famosa avenida 70, rápidamente consiguió trabajo en una discoteca. Al cabo de un año ya estaba consolidado como jefe de la barra. Una noche, un cliente asiduo le contó que su socio y él estaban precisando gente joven y con ganas de progresar para trabajar haciendo domicilios “de cosas varias” con un salario semanal que quedó dando vueltas en la cabeza de Rami: cuatro veces más de lo que ganaba en la discoteca y con una intensidad horaria reducida a la mitad. Rami aceptó aquella oferta y renunció al bar sin saber en qué consistían los domicilios.
Cuando por fin supo en qué consistía el trabajo tampoco se escandalizó. Su conclusión inmediata fue: ya no puedo retroceder, simplemente hay que ser discretos. Al principio era raro, le hacía demasiado ruido verse como un narco, pero prontamente comprendió que no lo era, que él solo distribuía algunos productos que, por demás, no eran de su agrado.
Han pasado dos años desde que Rami trabaja como dealer. Nunca ha tenido un solo problema con nadie y los compradores, según él, lo quieren un montón. Comenta, por ejemplo, que en diciembre pasado algunos clientes le regalaron botellas de whisky y bonos para ropa. No le mete moral a su actividad. Dice que cada quien es libre y autónomo de hacer lo que quiera. Vive solo, en un pequeño departamento a pocas cuadras del Parque Lleras, el centro neurálgico de la fiesta en Medellín. No teme ni a la policía ni a la cárcel y cada vez que corre algún tipo de peligro se repite, como un mantra: ya no puedo retroceder, simplemente hay que ser discretos.
Por ahora, Rami solo piensa retirarse del negocio una vez tenga lo necesario para montar un estudio de grabación especializado en Rap. Afirma que nunca le han interesado las drogas, que le parecen una estupidez, y que esa puede ser la clave de su éxito laboral. No extraña nada de Cuba y asegura estar tranquilo con la vida que lleva, cuya única debilidad, vicio, si se quiere, es el gusto desmedido por la ropa nueva.
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Juan Pablo y yo escuchamos atentamente la historia de Rami. Hasta que llegan las diez de la noche y él tiene que irse. Hemos pasado por toda una lista de reproducción de Silvito el libre y, cada tanto, mientras Rami hablaba, interrumpía para balbucear fragmentos de canciones que extrañamente funcionaban como complementos de sus vivencias. Rami nos abandona y Juan Pablo vuelve a poner “Terapia“, la canción con la que comenzó todo, mientras él se va a la habitación, a cambiarse para salir a disfrutar de la noche y del Tusi, ese polvito mágico que lo hace salir un rato de sí mismo.