Algunas veces, cuando pierdo la paciencia por el tedio y la preocupación, me voy un rato al litoral. Lo mismo me siento en el muro de concreto del malecón, en un banco del moderno Paseo Marítimo de 1era. y 70 que en el diente de perro de cualquier lugar de la costa habanera. Allí me olvido de todo, imagino y pienso.
Casi adormeciéndome, me pongo a imaginar cómo pudo ser el paisaje hace más de quinientos años, antes de que Cristóbal Colón y compañía —quienes por cierto arribaron en el mes de octubre, en plena temporada de huracanes, temidos por los taínos— fueran descubiertos por los intrépidos ojos de los aborígenes, primeros habitantes de esta tierra.
Entonces todo se transforma y se vuelve verde: los edificios, las calles, las luces, los autos. Si miras desde la costa, levantando los ojos, puedes ver impresionantes árboles y el suelo tapadísimo de sombras. Así debió ser el litoral. Esta fue una isla con tanto bosque que exportó madera para toda Europa. Tiene España la suerte de que San Lorenzo del Escorial tenga madera cubana.
Por allí campeaba libre el taíno, con su cosmovisión colmada de misterios. De allí, de esos primeros habitantes, nos ha sobrado un legado una huella indeleble que nos sigue conectando con el pasado y que quizás nos siga ocasionando el mismo miedo, el mismo sobresalto: el huracán.
La palabra huracán, según el diccionario de la Real Academia Española, en su primera definición significa, cito textualmente: “Viento muy impetuoso y temible que, a modo de torbellino, gira en grandes círculos cuyo diámetro crece a medida que avanza apartándose de las zonas de calma tropicales, donde suele tener origen”.
No es necesario ahondar más, “impetuosos y temibles” los huracanes pasan por las Antillas hace miles de años, sembrando a su paso muerte y destrucción. Solo ha cambiado la humanidad, que año tras año enfurece más al dios del viento.
Por lo pronto enfrentaremos a Rafael, el undécimo huracán de la temporada ciclónica actual, que concluye el 30 de noviembre. Pasea furioso por las aguas del Mar Caribe, está aún a más de 300 km de La Habana, pero la gente de una forma u otra sabe lo que se les viene encima.
En esta circunstancia recorrí algunas calles y avenidas de los municipios de Marianao y Playa, desde el Hospital Militar Carlos Juan Finlay hasta el final de la avenida 70, frente al mar.
Crónica de la espera
La tarde estaba nublada, grandes nubes blancas y negras pasaban ligeras y alguna lluvia fina caí a intervalos. El presagio se aventuraba sobre los hijos de esta tierra que caminaban con prisa por las calles, cargando bolsos con comida, comprando pan, el alimento para el día cero y el día después, el instante certero de la ventolera, del golpe en la calle, del silbido ronco de los árboles y los edificios. El quebrar de vidrios y matorrales y el agua entrando por todas partes.
Me incorporé a la céntrica avenida 70 y fui caminando despacio por el paseo central que atraviesa al mítico barrio de Buenavista. Noté que no estaba concurrido, como es habitual verlo a esas horas de la tarde, donde bajo las sombras largas de los árboles las personas reposan y conversan. Pregunté a algunas personas y me cuestionaron, casi sorprendidos, si no sabía que venía un ciclón. “Te va a llevar con la cámara esa”, me dijo un señor alto y de manos grandes que luego me dejó subir hasta la azotea de su casa. Desde allí pude ver un paisaje que quizás mañana no será el mismo.
Donde la avenida 70 se cruza con la 19, una larga fila de autos esperaba en la gasolinera para abastecerse de combustible, mientras algunas personas esperaban el milagro del transporte público.
Durante el trayecto encontré un jardín con hermosas rosas; el fresco de la tarde las hizo abrir, porque la vida es indetenible. Aunque estas flores mañana no existan, destrozadas por el viento, Pedro y Pastor, dos vecinos del barrio, saldrán, aún bajo la lluvia, a buscar los alimentos que hoy no pudieron conseguir.
No son amigos, pero se conocen y se llevan bien. Pedro tiene barba y usa espejuelos, no le gustan las fotos, aunque acepta que le tome una desde la distancia. Viven solos. Pastor no habla mucho. Le pregunto a Pedro si sabe que viene un huracán y me dice que no. No tiene cómo informarse. Le explico, me pide cosas que no tengo, hacemos un trato y me despido.
Me llamó la atención que desde la avenida 19 hasta 1era. los basureros estuvieran repletos. Esto puede ser nefasto en un lugar donde, aún sin grandes cantidades de lluvia, las calles, defectuosas, no escurren el agua.
Finalmente llegué hasta la costa. Las instalaciones del Paseo Marítimo estaban siendo desmontadas, algunas aún prestaban servicio, pero cerrarían más temprano de lo habitual. Eso me dijo un hombre que custodiará uno de esos predios toda la noche.
Termino el recorrido junto al océano, rememorando mi propia experiencia con un huracán, en el ya lejano año 2005, una fatídica noche que nunca voy a olvidar. Mientras, pienso en Pedro y observo los animales de la calle, desprotegidos. Mañana, después de la tormenta, ¿qué pasará?
Bajo por la avenida 70, que atraviesa el municipio Playa desde la avenida 31 hasta la rotonda de 1era, tan solo a unos metros del mar, donde hoy se erige un populoso sitio de esparcimiento, atendido por negocios privados. Parado allí, a los pies del océano, el verdor del trópico crece, sin la elegancia de los años pre colombinos.
Buena crónica, sigo tus reportajes