Estas fotografías son notas en un proceso que no termina. El inicio fueron las manos de Ana y Mabel sobre las páginas amarillentas de la revista Verde Olivo con entrevistas a los soldados que regresaban a Cuba después de largos años en Angola.
“Hay que dar la mayor cantidad de información posible para localizar una imagen. Porque a lo mejor no está el nombre, pero aparece el lugar o la fecha: “él estuvo en el combate de Kifandongo”, o “fue en noviembre de 1975”.
Yo estaba en el Archivo de la revista Verde Olivo, órgano oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, filmando una parte de su colección fotográfica para el documental Días de diciembre, sobre nuestra memoria alrededor de la guerra en África, sobre la huella de una época. Ana y Mabel me hablaban de las estructuras del archivo que guardaba estas imágenes; pero el gesto de sus manos era diferente al orden y la lógica. Un gesto de cariño. Para ambas, en los rostros de los soldados, en la tristeza de los familiares ante las urnas funerarias, estaban ellas también, jóvenes y vestidas de verde olivo. Su memoria era indisoluble a la “representación de una época en la imagen”.
Días de diciembre / December days (2016) from Carla Valdés León on Vimeo.
Años después, en Holguín, conocí a María, a cargo del Archivo Histórico Provincial, quien me explicó —con gusto— la organización del trabajo allí, sus fondos documentales, la historia del edificio, y su lugar en él. Yo estaba investigando para lo que creía iba a ser un documental sobre “los archivos de la Revolución”. Reviso mis notas escritas durante esa conversación, en las que se mezclan los datos con frases suyas entrecomilladas, anotadas con rapidez, para no olvidarlas. Reproduzco una parte, y añado notas mías, hoy:
Hay lagunas en todas las etapas, pero donde más hay es en el período revolucionario. Hemos perdido gran cantidad de documentos de la industria azucarera por mala gestión. Muchos los incineraron en las calderas. Se hicieron pulpa. Cuando llegó la Revolución, la documentación de la República se botó al pasillo y ahí quedó hasta que un historiador rescató lo que pudo. Todo olía a reacción, a burgués.
Los fondos del Archivo de Holguín llegan tan atrás como 1737: desde protocolos notariales de la Colonia hasta las actas de la Asamblea del Poder Popular de hace cinco años. Según mis apuntes, de los 26 trabajadores, 20 eran mujeres, la gran mayoría de la tercera edad. Es una relación que se repite en otros archivos que conocí después: Archivo Histórico Nacional, Archivo Fílmico, Oficina del Historiador de La Habana, Archivo Histórico Provincial de Matanzas, Verde Olivo, Fototeca de Bohemia, Archivo de Patrimonio del ICRT. Entre todas ellas, María me deja sembrada entre los anaqueles cuando me dice:
Los que trabajamos en esto sabemos lo que siente el documento, porque lo que tú cuidas y preservas es como el hijo que has engendrado. Cuando se pierde un documento es como si me cortaran un brazo. Tiene que doler en carne propia. Todas las personas, como tenemos relación familiar, sanguínea, tenemos relación con la documentación.
Este pedazo de memoria que María cuida forma parte de su cuerpo; es tan suyo como su brazo, su pierna, o como su familia.
Inés me recuerda a la profesora de primaria que me enseñó a escribir. Es mayor, delgada y recta de carácter. Ella es la máxima responsable del Departamento de Restauración del Archivo Nacional de la República de Cuba. El día de nuestro primer encuentro, le dieron a conocer que iba a recibir una medalla por honores en su trabajo ese mismo día; pero no fue al acto. A Inés le importan poco las medallas y los certificados.
Ha devuelto a la vida muchos “papeles viejos” en ese departamento en los bajos del Archivo Nacional. Lleva tantos años ahí que el lugar ya no parece una oficina, sino una casa en la que recibe visitas —a mí— y atiende enfermos —la Constitución de 1940, la correspondencia de José Antonio Saco… Sobre una mesa, un búcaro con naturaleza muerta, un fajo de documentos, instrumentos de trabajo, y el retrato a carboncillo de una muchacha de otra época que llegó un día y ahí se quedó. Nadie sabe quién es, pero todas las que trabajan junto a Inés decidieron dejarla como compañía.
De lo mucho que me cuenta ese día, recuerdo esto. Ella me habla de cuando tuvo a su cargo la restauración de la correspondencia de José Martí que hoy custodia el Archivo de Asuntos Históricos del Comité Central del PCC. Yo quise saber qué decía Martí en sus cartas, sobre qué escribía, si ella las leyó todas. Inés no recuerda las palabras, eso lo ha olvidado, me dice con un gesto de la mano al aire que parece borrar lo intrascendente. Pero me confiesa un secreto: después de muchas cartas, descubrió que podía saber, o presentir, el estado de ánimo de Martí según la forma de su letra. Y me habla de emociones: alegría, tristeza, euforia, amor, miedo.
Jamás habría pensado que mi ánimo (el ánima) pudiera traducirse en la caligrafía. Inés supo encontrar esta vida en las cartas del Apóstol y, sin saberlo, quizá ha llegado a conocerlo mejor que cualquier historiador o biógrafo. Inés es amiga de José, que se apellida Martí, de su letra de hierro fundida en un papel.
En otra de mis notas encuentro esta cita de Rosario Castellanos donde dice que la memoria es, “acaso más que ninguna otra cosa, el primer rescate que pagamos a la forma más elemental de la muerte: el olvido”.
Mi abuela materna se llamaba Martha y, además de ser mi abuela, desde joven se convirtió en el rostro de muchas telenovelas y programas de televisión nacional. Interpretó en su carrera como actriz a la dama en apuros, la Julieta, la madre del combatiente internacionalista, la profesora de la lucha clandestina. Fuera de la pantalla, fue miliciana, delegada a los congresos culturales, miembro de la Federación de Mujeres Cubanas, enviada a misiones diplomáticas.
Antes de cumplir 85 años le diagnosticaron cáncer de pulmón en estado avanzado. El cigarro fue siempre obligatorio entre programa y programa, entre una toma y otra. “De algo hay que morirse”, me dice mientras separa sus fotos familiares, las que heredó de su madre y las que retratan a la familia que tuvo junto a mi abuelo. Ellos jóvenes, sus hijos, nosotros, sus nietos. Unas serán para su hijo y otras para sus hijas. Unos maletines quedan separados. Me dice: “Esto yo lo he guardado para ti”.
Mi abuela paterna se llama Julia Nereyda y nació en 1930, en las Vegas de Sagua, un campo al centro del país. Sus abuelos eran emigrados españoles. Ella, hija de campesinos, trabajó y conoció la tierra y los ciclos de vida de una casa. Luego de la Segunda Ley de Reforma Agraria, la finca en la que vivía con su esposo y sus hijos se redujo. La familia se mudó a la ciudad y mantuvo solo un pequeño terreno usufructuado al Estado. Allí terminaron de crecer sus hijos. Ella siguió atendiendo el ciclo familiar con sus nietos, hasta que la memoria empezó a abandonarla.
En su vejez ha vuelto a ser la niña que creció en el campo, así que recuerda guanajos, atardeceres y los abuelos españoles. Su relato va hacia adelante y hacia el pasado. Mi abuela no se ata a ninguna cronología. Sentada en el sillón de la sala, la calle bajo el sol, el portón de hierro, la mata de plátanos que miramos afuera, para ella se convierten en un gran potrero.
Las fotos de mi familia materna y paterna, mi archivo familiar, se salvó escondido en los closets de mis abuelas. En maletas, cajas de cartón, o latas de galletas. El de una, organizado y catalogado; el de la otra, con olor a humedad y sin orden aparente, mezclado con hilos de coser. Ambas, con mediación de sus hijas, me permitieron heredar este archivo. Y, con la ayuda de una amiga, lo saqué de sus closets y lo guardé en el mío. Quise hacer una película con su herencia. Y la hice, con más amigas.
Los árboles genealógicos son el mapa de una familia, sus antepasados y descendientes. Si esta filiación se narra a partir de la sucesión por la línea masculina, se le llama línea de sangre. En cambio, si la narración tiene como guía los apellidos femeninos, la descendencia con nombre de mujer, se le llama línea de ombligo. Y pienso, anoto, que cada nudo de esta línea no es más que un pacto de amor y cuidados.
Ahora que estoy fuera de la casa en la que crecí, extraño ese closet en el que dejé guardadas todas las cajas, mi archivo familiar. A veces regreso a las fotos que le hice antes de irme para recordar en qué lugar dejé cada álbum, el casete VHS con los videos de fin de año. Cuando puedo, pido a mi familia que busque una foto en particular y me la mande, o a un amigo que me traiga una parte de él: una cinta con la voz de mi abuela que necesito digitalizar con tecnología que solo tengo aquí. Excusas.
Heredé de mis abuelas su memoria guardada en el fondo del clóset, y esta —escribir e imaginar películas— es mi forma de cuidarlas. Así como Ana, Mabel, María e Inés cuidan lo que heredamos antes, colectivamente, en los archivos de la nación. Un archivo no es solo custodia. Es una caricia hacia un ser querido: un acto de amor.
Mother Line_Trailer_VdR Market from Carla Valdés León on Vimeo.
Muy bello texto! Gracias, Carla, por compartir tu amor por la memoria, que perdure siempre así a través de las generaciones por la vía femenina. Gracias, gracias por crear también sobre la luz de ese sentimiento sagrado de sobrevida.
Excelente Carla. Gracias. Ya quiero ver la película de ese tráiler.