Trece personas habitaban la casa de Centro Habana donde vivía Estrella a los catorce años. Entre ellas, aparte de familia, estaba una extraña mujer que el barrio entero conocía como “la vencida”, un eufemismo que le permitía a todo el mundo decir la verdad sin caer en el agravio directo, ya que el verdadero sentido del mote solo era entendible si se escribía: “ven-sida”.
Cuando Estrella escuchó su historia, quedó impactada y sintió tanto miedo de la humanidad que rompió en llanto: el semen contaminado de un amor juerguista y fugaz la fecundó de desgracia para siempre. Era una mujer del mundo del teatro y en su habitación siempre había vestuarios muy diversos y pelucas y espejos y maquillajes. Con ella, Estrella empezó a descubrir que su nombre no podría seguir siendo Jorge Valdés.
Un día del verano de 1999 Estrella esperó a que su padre ebanista saliera a trabajar. Enseguida fue a la habitación de la ven-sida y, como ella nunca le decía que no, le pidió prestado un vestido blanco con girasoles bordados, una peluca azul y algo de maquillaje. Estrella se encerró en el baño con todo el equipo y emprendió el camino de la transformación.
Ya vestida y mientras se delineaba los ojos, tocaron a la puerta. Estrella pensó que era su amiga, para ayudarla a retocar el disfraz. Pero cuando abrió, quedó helada: era su padre.
Aquella mañana, recuerda, su padre se enfureció tanto que su primera reacción fue echar a patadas a su cómplice. Insultos iban y venían, la ira le colgaba del labio como una babaza enferma que se niega a caer. Estrella solo lloraba.
Al final de la trifulca su padre volvió y, con la mirada fija, le dijo que se fuera, que esa casa no estaba hecha para reinas ni para maricones.
Una emplumada, breve y juguetona, le costó la vida familiar a Estrella, pero al mismo tiempo le selló el pasaporte a la libertad. Su padre nunca más le volvió a hablar y la mandó a casa de su abuela materna, una octogenaria consumida por el Alzheimer.
Estrella se estremece mientras cuenta la historia de su abrupta salida del clóset. Hasta ese momento ella ni siquiera sabía lo que era un beso, y de repente tuvo que balancearse sobre un presente que la obligaba a olvidarse de su pasado para poder seguir adelante.
Lo primero que hizo, imaginariamente, fue cambiarse el nombre a Sofía (inspirada por la diva Sophia Loren) y después salir a buscar trabajo como Jorge. Nunca más volvió a la escuela porque comprendió que las personas luminosas no suelen encontrarse en los espacios de normalidad, sino que, por el contrario, el único hábitat de la luminiscencia humana es la desviación, el desenfoque.
Recibir la exclusión fue para ella el inicio de unas vacaciones permanentes, en las que solo habría espacio para la vida. Y así fue: cerró sus ojos y se dejó ir, flotando en la seda de un futuro incierto.
No consiguió un trabajo. Ni siquiera miserable. Su corta edad era, paradójicamente, su principal aliada y su única enemiga. Empezó a descender, lentamente, por el infernal calor caribeño hasta las extraviadas humedades turísticas empachadas de tufo y moneda extranjera.
Primero fue El Malecón, San Lázaro, Galiano, Neptuno, noches cargadas de espera y derrota; después fueron la avenida 23 y Línea y todas sus oscuras intersecciones, hasta que al final, al cabo de doce años de brindis, cofradías, viscosidades, calenturas y un sinnúmero de contrariedades, logró entrar a trabajar –clandestinamente– en hoteles y clubes de renombre.
Con apenas veintiséis años no solo era una emperadora del under trans habanero, sino que también se proyectaba como una exitosa empresaria de la noche. En 2012 conoció a Gregorio Santoro, un milanés cincuentón que, después de seducirla y pagarle muy bien, le propuso salir de la isla e ir a trabajar a la legendaria Cartagena de Indias, como acompañante V.I.P en el club de un amigo. Estrella aceptó.
Finalmente no tenía nada que perder ni atadura alguna, y con su ya transformado cuerpo ella sabía muy bien que podría sobrevivir en cualquier esquina del mundo. Gregorio se encargó de todo el trámite y los gastos. Estrella solo iba y venía, recopilando papeles, escudriñando en cosas perdidas. Lo más doloroso fue volver a ser Jorge Valdés para poder salir.
***
La mirada precisa de Estrella se encarga de que nada se derrumbe a su alrededor. Sus movimientos son fuertes, adustos, desprovistos de culpa y sin augurios de pecado, pero su voz es tan tierna como la de una virgen que se entrega por fin al laberinto del amor.
Un afiche de ¿Dónde están los ladrones?, el álbum de Shakira, y una imagen de la deidad yoruba Oshún contrastan con el reguetón que emana discretamente de un televisor colgado en la pared. En una de las esquinas de la habitación, sobre un montículo de ropa sucia, Pitufo, un pitbull blanco, mueve el rabo sin renunciar a su zona de confort. En una de las mesitas de luz hay una caja abierta llena de preservativos marca Piel y en la otra un cenicero con tres cigarrillos apagados a las malas. El pequeño recinto huele a incienso de canela y la cama está perfectamente tendida con una cobija color sangre. Bogotá permanece indómita detrás de la ventana. Manchas de luz de una tarde que se disipa en la lluvia reflejan el deseo de una ciudad por dejar de ser, algún día, macilenta y gris.
Estrella no sabe qué hacer. Quiere volver, sí, pero también quiere quedarse, o irse o quizás desaparecer. Dice que su cuerpo hace mucho dejó de ser una farmacia “por suerte” y que ahora sus timoratas arrugas empiezan a ser las señales de una guerra librada, primero en contra de sí misma y después en contra de todo el mundo, hasta que a sus 29 años encontró la existencia perfecta, por azar, en una urbe a 2230 kilómetros al sur de su amada Habana.
Estrella me recibe en un motel ubicado en el populoso barrio bogotano de Chapinero. Semanas antes la había contactado gracias a Lucrecia, una enorme y hechicera mujer trans que conocí mientras comía pizza hawaiana en la esquina suroccidental de la 64 con 15, una pequeña zona de tolerancia en la que saben convivir infinidad de prostíbulos, bares, talleres mecánicos y hasta un par de universidades.
La primera vez que la vi, Estrella me coqueteó frenéticamente: tocó mi pecho y me susurró, casi comiéndome el oído, la cantidad de cosas que podríamos hacer juntos por 45 mil pesos colombianos (15 USD). Iba vestida con un apretadísimo pantalón sintético negro, una camisa ombliguera que arriba aprisionaba sus pechos hasta lograr un insípido escote, mientras abajo permitía distinguir la nada reluciente de un piercing con cabecita rosada bien situado en el centro de su vientre. Su ingle era tapada por una cartera de cuero de la cual colgaban encajes fucsia.
– ¿A qué se debe tu nombre?
– Es una larga historia, en Cuba me llamaba Sofía, pero apenas llegué a Colombia me dejé llevar por el perico (cocaína) y me cambié el nombre a Estrella, por aquello del polvo de estrellas, hasta que un día, ya sabes, sentí que toqué fondo, y en el proceso de rehabilitación pensé en cambiarme el nombre; pero ya todos me conocían así y fue entonces que dejé el perico y empecé a brillar y, aparte de eso, descubrí que realmente mi nombre se debía a que todo lo que toco lo pongo a volar, por el cielo, por el universo. Soy una estrella, ¿entiendes?
***
El 15 de mayo de 2013 Estrella aterrizó en Cartagena. Conoció el dichoso club y enseguida empezó a trabajar, pero no como la acompañante V.I.P que supuestamente iba a ser. Cada noche ella permanecía en una de las habitaciones del club sometida a los vejámenes de hombres que pagaban, exclusivamente, por la exótica anguila que se escondía entre sus piernas. Estaba encerrada, sin conocer a nadie, con las rodillas dobladas en un país ajeno.
Fue en esta época que, para poder sobrevivir a esa turbia sobredosis que le significaba la realidad, afiló su nariz de hacha para engancharse con el perico y, como el alcohol y la droga tienen esa magnífica y desventurada potestad de convertir el apocamiento en fuego y lucidez, Estrella sucumbió.
El mundo la quebró como si fuera una cáscara de huevo y al cabo de seis meses, como no podía mantenerse en pie sin el “polvo de estrellas”, empezó a deslizarse por un abismo de sombras tragada por la desesperación. Apareció el desencanto y se convirtió en desidia y esta a su vez en vagancia. La golpearon, la humillaron, la amenazaron, la echaron otra vez porque parecía que aunque sí hay lugares en el mundo para maricones no había ninguno para maricones hechos reinas.
La voz del padre ofendido retumbaba en la dispersa cabeza de Estrella. Todo mañana simbolizaba para ella un bostezo demasiado aburrido, el presente era una ruina calumniosa y el pasado simplemente no existía. Su cuerpo debilitado intentaba recobrar la fuerza para suplantar la inclemencia del vicio por un puñado de vida.
Estrella volvió a la calle y allí permaneció varios meses. Aún no entiende cómo fue que no contrajo ningún virus o cómo no fue asesinada, por ahí, en alguna de tantas calles homófobas. Lo que no se aspiraba o se bebía, noche tras noche, lo guardaba para gastarlo en algo de comida y techo. El resto iba a parar a una carterita que bautizó como “la huida”.
Todo se fue normalizando y el miedo fue pasando y la adicción quedando. El travestismo es un sótano profundo donde se aprende a atajar el dolor; un caudaloso río que no desemboca en ningún mar; un frío interno que muchas veces solo se puede suspender con la muerte. Estrella transitaba ese sendero de destrucción, de agotamiento. Residía el mundo, enterrada y viva, como en un ánfora triste.
***
– ¿Cuándo llegaste a Bogotá?
– El 1ro de octubre de 2014 cogí una guagua en Cartagena y tardé veintidós horas en llegar. En el barrio Santa Fe encontré un programa de narcóticos anónimos, me inscribí y empecé a trabajar. Fue muy difícil salir del hueco y más que nada abrirme campo. Yo quiero mucho esta ciudad, pero eso no le quita lo violenta y antipática. En fin, aquí estoy, tranquila, alejada de mi pasado y cada vez más cerca de mí misma. Eso ya es mucho decir.
– ¿Qué es lo que más extrañas de Cuba?
– La sed.
– ¿La sed?
– Sí, la sed.
– ¿Quieres volver?
– Sí, no. No lo sé. A veces quisiera solamente desaparecer.
***
Quietas en la mitad de la noche, exhibiendo largos trozos de piel, compartiendo cigarrillos, esperan, recargadas en un poste, con las manos en la cartera, a veces cuatro horas, dos horas, media hora.
La calle siempre está dispuesta a arroparlas y a contravenir; a cancelar en carne las fruiciones y las fantasías ajenas. Ahí están en alguna esquina de Chapinero: Lucrecia, Estrella y otras chicas trans, iluminándose mutuamente en la soledad que el mundo les impuso.Lucen sus cuerpos como alegres paisajes que a su vez representan el rostro de una humanidad indolente. Se acicalan las plumas y las cicatrices comunes de despojo y naufragio, que cada vez que son desnudadas, le recuerdan al comprador de placer la rudeza de la vida y que todo ha vuelto a ser como siempre. Sexo hay para todos y nunca se va a agotar, pero la inversión se traduce en goce y en calvario a la vez. Así estamos condenados a buscar más y recibir siempre menos.
Estrella, a sus 33 años, guarda la esperanza de enamorarse, aunque sabe que el terso cariño del amor travesti está más que satanizado y por eso lo mantiene guardado, bajo llave, en las rugosidades de su corazón gay.
Cuando este camino y paso ciego y mojigato en el que está inmiscuido el mundo desemboque en la nada, en la desolación total, seguramente ellas, las mujeres trans, lo heredarán todo y así, solo así, la tierra será ese territorio único de auténtico regocijo y carnaval. Ese lugar de puertas abiertas que el patriarcado quiere anular con el olor fétido de su moral funebrera. Esto nunca lo dijo Estrella, aunque todo el tiempo lo insinuó, de una manera u otra, absorta en una delicada expresión de anhelo en la que no hay cabida para la debilidad pero sí para seguir esparciendo, aun en las oscuridades más intestinas, el brillo de su nombre.