Todos los cubanos sabemos quién fue Gerardo Machado, ex general del Ejército Mambí y presidente de Cuba durante dos mandatos, 1925-29 y 1929-33. Lo estudiamos en la escuela y escuchamos a nuestros padres y abuelos contarnos sobre “el machadato“, la crisis económica, las restricciones a la libertad de expresión, el cierre de la Universidad, las protestas estudiantiles. Sabemos que, sobre todo en su primer mandato, Machado realizó importantes obras, como la construcción del Capitolio Nacional y de la Carretera Central. Pero también sabemos de la corrupción que imperó durante su Gobierno, de la muerte del dirigente estudiantil Rafael Trejo, del asesinato de Mella, de sus crímenes: “asno con garras“, lo llamó Martínez Villena. Había comida pero no había dinero, se podían comprar cinco pollos por un peso, pero las billeteras de los cubanos estaban vacías.
Por eso, cuando en agosto de 1933 el pueblo no aguantó más y logró derrocar al tirano, la isla entera lo festejó. Aquel 12 de agosto las ventanas y balcones del país se engalanaron con banderas cubanas.
En un modesto apartamento en el centro de La Habana, dos niñas también querían celebrar. Veían muy contentos a sus padres, a sus tíos y tías, a los vecinos. Pero en su casa no había una bandera de tela, así que ellas decidieron pintar la suya. Buscaron sus lápices de colorear, el rojo y el azul pálido, no el azul oscuro, porque el padre de las niñas les había explicado que el azul de la bandera mambisa que había ondeado en la manigua era de ese color, como el del limpio cielo de su isla.
Las pequeñitas se pasaron horas en el balcón de su casa, muy alegres y sonrientes, sosteniendo su banderita de papel y saludando a los habaneros que pasaban por la calle en la que vivían, camino al Parque Central, cantando el himno nacional y dando vivas a la Patria.
En la noche, ya dormidas, la madre les guardó aquel tesoro nuevo y escribió por detrás: “Esta bandera fue hecha por las niñas Bella y Josefina García Marruz (a falta de otra de género) para adornar su balcón el día 12 de agosto de 1933“. Bella tenía 11 años; Fina, 10.
Mi madre, Bella, quiso, muchos años después, que yo le montara la banderita de papel en un marco, no muy elegante, pero que era el único que encontró en la casa. Y ahí ha permanecido todo este tiempo la reliquia, dibujada hace nueve décadas, ya un poco ajada por la humedad y por el paso implacable del tiempo.
La nota conmueve e ilustra. Fefé sabe trenzar magistralmente la Historia, con mayúscula, y la calidez de la historia cotidiana.