El sol iba desapareciendo entre las palmas reales y los almácigos cuando el gallego Juan García, encima de la mula, comenzó a acercarse al bohío por la guardarraya. Venía a pasar la noche, como de costumbre, luego de sus andanzas de vendedor ambulante por bateyes y colonias cañeras.
Los guajiros, mis abuelos, siempre se alegraban de verlo. Ocurrente, dicharachero, se buscaba la vida con aquel oficio en el “tiempo muerto”, al terminar la zafra.
Después de comer, a Juan le gustaba contar historias, mientras fumaba un tabaco, sentado en el taburete. Vendía a plazo. Las alforjas eran una ferretería. De ellas sacaba carreteles de hilo, agujas, enseres para la cocina, ropa, telas… y los campesinos le agradecían que les evitara trasladarse al pueblo o a una tienda distante.
Juan era un baratillero. Pertenecía a una tradición surgida en la etapa colonial. El narrador, poeta y etnólogo Miguel Barnet, afirmaba sobre ellos en un artículo que publicó en 1963: “fue uno de los vendedores de artículos personales más populares que existió en Cuba. Por sus caracteres propios, por su fuerza numérica y por su importante papel en la sociedad, debido fundamentalmente al género de artículos que vendía, llegó a convertirse en una institución de arraigo en la sociedad habanera”.
Barnet, con razón, los calificó de ser una quincalla ambulante, aunque la vida demostraría que se equivocó en eso de “hablamos en pasado pues este personaje pertenece ya a otra época”. Libaneses y sirios, llamados comúnmente moros, canarios e inmigrantes de otras provincias españolas predominaron en el negocio.
El asturiano Onielles, por ejemplo, salía “afirmando sus patazas en las alpargatas ensanchadas desmesuradamente por el trajín del día anterior, con el enorme armatoste al hombro, en cuyas varillas se alineaban, colgadas artísticamente, cintas multicolores, encajes, encajes de punto catalán, largas medias de mujer, manteletas, gorritas de niño, y como repuesto, llevaba en la especie de cajoncillo que servía de remate a tan ingeniosa albarda de vendedor ambulante, carreteles de hilo sistemáticamente ordenados por colores y calidades, agujas, alfileres, jabones de olor y pomos de Agua de Florida. Toda esta lencería barata brillaba, muy alegre y luciente, a la vista de las codiciosas o necesitadas gentes amigas de contratos callejeros. Él y su patrón o socio, formaban el dúo más inarmónico y vocinglero que ha podido oírse y hasta maldecir por las calles de La Habana”, narró en una crónica Benjamín de Céspedes, divulgada en El Fígaro, en 1890.
Sus vértebras son tan duras como la lava del Teide
Los canarios, que en nuestro imaginario popular están asociados, fundamentalmente, al trabajo agrícola y a la ganadería, vieron en esta forma de ganarse el sustento una vía de escape al duro bregar del campo o al trato que recibían en las bodegas y otros comercios de las ciudades. Pedro Trujillo Miranda, en un artículo que le publicó la revista Islas Canarias, editada en La Habana, el 5 de septiembre de 1912, analizaba así el tema:
“Porque el canario no puede doblegarse a servir en el almacén, donde el dueño, cuando puede el dependiente tener un momento de descanso, le hace mudar una caja de un sitio a otro, por explotarle hasta el veloz segundo; porque el isleño no sirve para llevar librea, y doblegar la cerviz—, sus vértebras son tan duras como la lava del Teide, y no se pueden doblar al servilismo; porque al hijo de las Afortunadas no le place ser ordenanza, ni siervo: tiene la altivez del cartaginés y el orgullo del romano, la sencillez del fenicio y la robustez de la raza infortunada de los menceyes.
Por eso iba el hombre con un altarito encima, dispuesto a descansarlo en una piedra, a su gusto, tienda, como la del árabe, de la que era señor y dependiente, con un par de quintales arriba; pero, sin ningún yugo encima. Por eso, los canarios no son mozos de café, no son sirvientes, no son ujieres, ni “zacatecas” y menos limpiabotas… Siempre solos. Trabajan mucho. No tienen más Dios que la familia, ni más amo que su persona”.
Desde la mirada del visitante
Estos personajes populares no pasaron desapercibidos para los viajeros extranjeros. El pintor inglés Walter Goodman, estuvo en Santiago de Cuba a mediados del siglo XIX y en su libro Un artista en Cuba relataba:
“La negra lechera que lleva sobre la cabeza una botija de leche, el almidonero, un chino que lleva sobre la cabeza un tablero con pequeña masas de almidón; el indio panadero con su cesta de pan; la carretillera con su doble grito de ¡las cositas¡ ¡la cascarilla!; la dulcera que pregona ¡dulce de Guayaba! ¡dulce de almíbar! que trae en una bandeja; el malojero que va montado sobre una mula con maloja empacada en fardos que cubren el animal; la mulata aguadora que trae de la fuente publica pequeños barriles y jarras con agua (…)”
En las zonas rurales existió un emprendedor muy peculiar, a quien denominaban el “cachurrero”, de acuerdo con el estudio de Miguel Barnet. Se trasladaba a caballo o a pie para cambiar billetes de lotería, oraciones, almanaques, enseres y alimentos por otros productos. Generalmente eran cubanos, aunque hubo también “moros”.
Algunos vendedores ambulantes pasaron a un status superior, como José Amado Couce y Celso Gutiérrez. Primero comercializaban encajes y tejidos por las calles, después, en 1888, fundaron la Casa Amado Paz y Cía. En 1932, según el Diario de la Marina, abastecían a más de millar y medio de comercios de diferentes lugares del país. Tal vez no fueron una excepción.
Retazos de tela, perfumes, flores artificiales…
Otros comerciantes no eran ocasionales como Juan García. Acudimos a la memoria de la avileña Carmen Generosa Ramos, quien fue testigo del bregar de aquellos emprendedores por cuenta propia que formaron parte de su cotidianidad rural:
“Yo nací y me crié en la Colonia “Las Charcas”. Cuando comenzaba la zafra azucarera pasaban muchos vendedores. Uno iba en bicicleta, los vecinos le llamaban, “El bicicletero”. Ese vendía retazos de diferentes telas que mi madre las compraba para hacernos ropa, vendía perfumes, aretes, cadenas, pulsos de flores artificiales, fosforeras, cuadros y algunos adornos. Todo era muy barato y lo dejaba para pagar en la próxima quincena, porque en la zafra los trabajadores cobraban quincenal.
”Había otro vendedor que venía en dos caballos desde Colorado, Baraguá. Pasaba por todas las colonias que pertenecían a Jagüeyal. Se llamaba Antonio, pero todas las personas le llamaban “El bembon”. Llevaba camisas, pantalones, zapatos, medias, colchas, sábanas, toallas, ferretería; en fin, se podía encontrar casi todo lo que necesitabas y para Navidad agregaba cosas alegóricas a la fecha. Yo tenía un arbolito que mis padres se lo compraron a él y para los Reyes Magos traía juguetes. Cuando pasó un tiempo y fue acumulando dinero se compró una camioneta y en ella cargaba hasta bicicletas. A mi hermano le compraron una, el precio era asequible con el salario de los trabajadores y la dejó a plazos. Así estuvo visitando las colonias hasta el triunfo de la Revolución que todo fue cambiando y no vino más. Todos los vecinos lo extrañaban. Tenía en Colorado, una pequeña tienda que adquirió cuando era vendedor ambulante.”
Los dueños de las carnicerías de Jagüeyal, con frecuencia enviaban a algunos de sus empleados a la zona donde vivía Carmen; los vecinos les hacían el encargo y al otro día, muy temprano en la mañana, ya estaban de regreso para cumplir el pedido, recibían el pago también cuando los campesinos cobraban la quincena.
El Moro Buchara, Fermín, Félix y el viejo Manzanillo
A Marcos Aguilera, hoy residente en Estados Unidos, se le recuerda en Cuba por su aportes a la televisión, donde fue director de programas noticiosos y del estelar Palmas y Cañas, durante muchos años. Nació en la antigua provincia de Oriente:
“Siempre en Cuba han existido y existen los pregones callejeros. En mi época de niño, muchos comercios y tiendas utilizaban el pregonar sus mercancías y rebajas a través de altoparlantes. Pero quiero referirme a los vendedores ambulantes o pregoneros por cuenta propia. Recuerdo al Moro Buchara vendiendo ropas por las colonias cañeras. Al jamaiquino Fermín vendiendo pan, traído de un lugar llamado Paso Estancia, a las orillas del río Cauto y paradero oficial del tren Central, Habana-Santiago y a Félix, el vendedor de prendas, que se quedó en casa, después que mi padre lo invitó a almorzar como empleado suyo, en la tienda-bar que poseímos en aquel tiempo.
”El más pintoresco de todos era el viejo Manzanillo, que los domingos recorría en un carruaje tirado por un “penco” (caballo) tan viejo como él anunciando la venta de rallado o granizado y algunas que otras chucherías. Yo, de niño, vendía a caballo, naranjas peladas a los cortadores de caña, al fiado para que me pagaran al final de las quincenas”.
Aquellos vendedores de antaño pregonaban a toda voz sus mercancías, pero también usaban pequeñas campanitas y hasta filarmónicas para anunciarse. Con el tiempo, los baratilleros, quienes despectivamente también fueron llamados buhoneros, mutaron en “merolicos” que pueden trasladarse a pie, en autos, trenes, carretones, bicicletas. Como ave fénix siempre resucitan, pues las causas de su supervivencia no se han extinguido.
Fuentes:
Miguel Barnet: “El baratillero ambulante”, Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, 1963.
Pedro Trujillo Miranda: “Tipos Canarios. El baratillero”, Islas Canarias, La Habana, 5 de septiembre de 1912.
Diario de la Marina
El Fígaro
The Cuba Review And Bulletin
Rafael Duharte Jiménez: “Santiago de Cuba, vendedores ambulantes y pregones”, en www.ellugareno.com
Magníficas historias, gracias