Jueves, once de la mañana. Un museo majestuosamente desierto es como una catedral sin misa. Como una viñeta de los tiempos que nos han tocado vivir, cuatro siluetas solitarias recorren los pasillos, salas, vitrinas, cuadros en la pared… Contemplan e intercambian en voz baja, mientras a distancia las “guías de sala” siguen sus pasos con mirada aguileña, sin dejar de parlotear toda clase de angustias personales, de lo mundano y lo divino. En el Museo Emilio Bacardí, privilegiadamente posado en el centro histórico de Santiago de Cuba, la multitud es más de reliquias y de silencio.
La diezmada afluencia de público resulta tan o más impresionante que las joyas patrimoniales allí expuestas. Cuando menos se trata de una corriente de fondo que no debe pasar desapercibida, máxime si se piensa que en el mundo las visitas a los museos han crecido en los últimos años, poniendo de relieve el peso de estas instituciones culturales como oferta turística sofisticada y que todavía motiva a andar las salas de un museo actualizado con propuestas interesantes. Esto, a pesar de los hábitos de una sociedad cada vez más sumida en las pantallas digitales y la resolución de dilemas apremiantes. ¿Grito sordo —como el cuadro de Munch— que revela ciertos derroteros del consumo cultural de los cubanos?
El Bacardí cumplió en febrero pasado 125 años, cifra que lo enaltece como el primer museo-biblioteca de carácter público establecido en Cuba. Para soplar las velas sus gestores, especialistas, investigadores, estudiantes y autoridades gremiales en la provincia organizaron un panel teórico y una exposición gráfica donde evocaron los nombres de los fundadores y confirmaron las potencialidades pedagógicas del centro, particularmente como herramienta para que los jóvenes hagan su propio juicio de la historia a partir de la interacción con objetos y documentos únicos.
A propósito de celebrarse este 18 de mayo el Día Internacional de los Museos —fecha instituida desde 1977 para visibilizar la importancia de esos organismos dedicados a la preservación, difusión, intercambio y custodios del patrimonio histórico-cultural— proponemos una revisitación al icónico Museo Provincial Emilio Bacardí.
Monumento sin bronce
Fue el 12 de febrero de 1899 cuando abrió por primera vez sus puertas al pueblo bajo el rótulo de Museo Municipal. Su sede pionera estuvo en la calle baja de Santo Tomás, donde el entonces alcalde Emilio Bacardí, empecinado desde años antes en la idea de dotar a la ciudad de un espacio que atesorara los vestigios de tiempos pasados, alquiló la casona marcada con el número 25. Su visión de futuro lo había convencido de la significación que eso tendría para las próximas generaciones.
Apelando a sus habilidades diplomáticas, Bacardí logró agenciarse para tal fin el apoyo del gobernador militar Leonard Wood, quien, de hecho, asistió al acto de apertura y concedió fondos mensuales para el sostenimiento del museo. “Cuídese, auméntese y consérvese por los que aquí vivimos actualmente, y las generaciones venideras, al ver salvado de la destrucción lo que es historia del pasado, lo que ha sido de sus gloriosos ascendientes, han de tener a su vez para nosotros un pensamiento de máxima estimación: al mirar este plantel han de recordarnos siempre con gratitud y cariño”, pronunció don Emilio en el discurso inaugural.
Conceptualmente fue concebido en estructura de museo-biblioteca, lo cual satisfacía al unísono dos grandes intereses: el expositivo y el didáctico/científico. Para el puesto de director fue nombrado José Bofill Cayol, atendiendo a sus reconocidas virtudes como artista y filántropo; en tanto el mambí mutilado, Juan Muñoz de Pró, resultó conserje-bibliotecario. En lo adelante, diversidad de donaciones y cesiones populares enriquecerían los fondos, sobre todo de la propia familia Bacardí-Cape, Federico Pérez Carbó, Aurelio Arango y Bofill. Este empeño colocó a la capital oriental en una posición sobresaliente en el ámbito de la cultura, pues en ese momento el coleccionismo privado y oficial eran vistos como sinónimo de distinción intelectual y progreso cívico.
El museo tardó un suspiro en su cuna original. Duró lo suficiente para calibrar que la creciente cantidad de piezas acopiada en un periodo relativamente corto ya desbordaba aquellas paredes de madera. Entonces se sucedieron varios cambios de lugar. En el mes de diciembre de 1900 la institución quedó reubicada en San Francisco número 13, altos, esquina a San Félix, pero las condiciones constructivas obligaron a que cuatro años después volviera a mudarse hacia una antigua oficina de policía en la calle Enramadas número 125, al lado del conocido Teatro Oriente.
Aun así, no descansó Bacardí en su cruzada por hallar un edificio digno. Celoso guardián de la institución, el jueves 1 de mayo de 1913 publicó en el periódico local El Cubano Libre su artículo “Nuestro Museo Municipal”, en el que llama la atención a las autoridades y la sociedad tras el peligro corrido al producirse un incendio en un inmueble colindante. Además, advierte el mal estado del local y exige el traslado a otro ambiente con condiciones adecuadas, como precaución ante los riesgos de perder los valiosos recursos allí guardados.
“El Museo, pues, no puede ni debe continuar donde está situado, y por ese motivo, rogamos al honorable Ayuntamiento y al Consejo Provincial que, no por medio de comisiones, sino ambas corporaciones en pleno, y con sus respectivos ejecutivos, vayan a ese centro de cultura y de recuerdos, que lo visiten y examinen detenidamente, para que puedan darse cuenta de que, con los objetos, con las reliquias allí existentes, hay material bastante para tres museos. Allí, todo amontonado, se encuentran reliquias que nos legaron los aborígenes; allí, recuerdos de la primera época de la conquista; allí, trofeos de nuestras guerras de independencia; cuadros, muebles antiguos, banderas y mil y mil objetos que forman su extensísimo inventario”, resaltaba el patriota en su escrito.
Sin dudas el Museo Municipal fue para Bacardí su obra de mayor desvelo. Pero murió sin ver concretado el sueño. Correspondió a su fiel e ilustre viuda, doña Elvira Cape, retomar el proyecto inconcluso. El 15 de septiembre de 1922 —apenas dos semanas después de la muerte de don Emilio— se creó el Comité Pro Museo en una reunión convocada por su amigo Pérez Carbó y el letrado Juan María Ravelo, con el objetivo de iniciar acciones en favor de erigir una edificación acorde a las necesidades del museo.
En octubre de 1922, en un solar yermo que había cedido finalmente el Ayuntamiento en la confluencia de las calles Pío Rosado (Carnicería) y Aguilera (Marina), dejaron caer la primera piedra del nuevo edificio. Era un ceremonial típico de la época. Su construcción duró cinco años y estuvo a cargo del afamado arquitecto Carlos Segrera, a cuyo genio debe la ciudad moderna varias joyas arquitectónicas. El impulso emocional y económico de la viuda, Elvira Cape, junto al apoyo de otras personalidades como Juan María Ravelo y Antonio Bravo Correoso, serían determinantes para la culminación de los trabajos.
El 20 de mayo de 1928, en acto solemne celebrado en la escalinata de entrada, la viuda, Elvira Cape, entregó simbólicamente a la ciudad el flamante recinto de estilo ecléctico y retoques de elementos neoclásicos que trae, por su colosal pórtico de columnas ciclópeas coronadas por capiteles corintios y frisos clásicos, los aires del Partenón. En su frontón superior está el escudo de la ciudad y el nombre que adoptó en justicia a su precursor: Emilio Bacardí Moreau.
Al interior era algo más sobrio. Presentaba un amplio salón central de gran altura con luz natural y al fondo una escalera palaciega en forma de Y que daba acceso a la galería superior. Pero en 1963, durante una remodelación, se ideó dividir la altura del salón central con un suelo de hormigón que rompió el diseño original. En el hoy museo provincial —declarado Monumento Nacional en el contexto de su centenario en 1999— se explican esos cambios con ilustraciones. Algunos lo han juzgado como una intervención poco feliz.
Colecciones valiosas
Los fondos patrimoniales del museo son realmente extensos. Según estimados supera los 23 mil bienes, así que parece poco probable que uno alcance a conocerlos a fondo y en su totalidad. Entre ellos se distinguen cerámicas, utensilios e idolillos aborígenes, documentos y manuscritos, armas de guerra, reliquias de carácter patriótico, partituras musicales, colecciones numismáticas, antigüedades exóticas del Oriente Medio, obras decorativas y de la plástica, así como objetos privados de figuras protagónicas.
Este acervo está organizado por temáticas en tres salas expositivas que coinciden con los tres niveles de la edificación: Historia, Artes Plásticas y Arqueología; más una Sala de Extensión ubicada en el Antiguo Club San Carlos, frente al Parque Céspedes.
Citando someramente, entre las pertenencias más valiosas están las correspondientes a José Martí, Carlos Manuel de Céspedes, Francisco Vicente Aguilera, Antonio y José Maceo, Máximo Gómez, entre muchos otros generales mambises y patriotas. Aunque sin dudas resalta la momia egipcia, única por estos lares y envuelta en un vendaje de misterios milenarios, por provocar avalanchas de curiosos.
En el apartado de artes se atesora un extraordinario conjunto de pinturas europeas procedentes del Museo del Prado, en Madrid, que estaban en la isla en calidad de depósito y acabaron confiscadas como botín de guerra. Una vez más Bacardí gestionó con la administración estadounidense de ocupación la permanencia en el museo de la decena de cuadros, que además de la belleza y el virtuosismo enmarcados servían a los santiagueros para ver el mundo. Entre ellos se descubren las firmas del alemán Rossler, el italiano Guido Reni, y los españoles Juan Pantoja de la Cruz y Federico de Madrazo.
También hay obras de marcada trascendencia nacional, como La lista de la lotería —favorablemente valorada por Martí— y La jura de Hernán Cortés. Entre los artistas del patio más notorios y cuyas obras merecen una revisión detallada aparecen: José Uranio Carbó Fresneda, Federico Martínez Matos, José Joaquín Tejada, los hermanos Rodolfo y Juan Emilio Hernández Giro, Mimí Bacardí, Carlos Ramírez Guerra y Antonio Ferrer Cabello. Aflora asimismo en la pinacoteca de 84 cuadros algo de Portocarrero, Carlos Henríquez, Amelia Peláez, Guillermo Collazo.
Pero existe otro museo escondido. El conjunto de piezas no expuestas que duermen en gavetas y anaqueles tiene también una calidad incalculable, aunque no estén en permanente exhibición y muchas veces el público ni las conozca. Los tesoros que guarda y conserva son parte de una labor comenzada por sus benefactores y que aún no termina.
El recorrido del visitante por este ambiente cautivador se realiza dibujando una U, como si se tratara de un imán enorme. En su función de depósito del pasado, donde uno alcanza a conectarse con esencias de la nacionalidad cubana, el Museo Bacardí resulta sin dudas un microcosmos magnético.
Fuentes consultadas:
– Museo, por Armando Leyva, 1922.
– “El primer museo de Cuba”, Ismael Sambra en Bohemia 22 de agosto de 1980.
– De Biblioteca Municipal a Centro de Documentación del Museo Provincial Emilio Bacardí Moreau (inédito), Adis Serrano (especialista del Museo)
– Memorias del Museo y Biblioteca de Santiago de Cuba, José Bofill Cayol, 1901