Todavía, a sus 87 años, Delia Hechevarría —en su juventud, Miss Universidad de La Habana y viuda del escultor español radicado en Cuba Enrique Moré— recordaba, con buena memoria y palabra fluida, que, estando un día de visita en casa de Antonio Quevedo, ingeniero reorientado a la literatura y la música, y su esposa María Muñoz, fundadora del Conservatorio Bach, apareció el poeta Federico García Lorca, realmente eufórico, con un papel entre las manos.
Resultó ser su poema universalmente conocido como Son de negros en Cuba o, por su estribillo, Iré a Santiago, una de sus composiciones que le ha dado la vuelta al mundo. Su génesis se atribuye a una conversación sostenida durante un paseo por el Valle del Yumurí, donde, al escucharlo alabar la belleza del paisaje y lo pintoresco del atardecer, el amigo Quevedo le comentó que no existía puesta de sol más espectacular que la vista desde el puerto de Boniato, en Santiago de Cuba.
Magnetizado por ese espejismo, Federico juró no abandonar la isla sin conocer la capital oriental. Sostenía Quevedo que Lorca escribió el poema en el hotel La Unión, donde se hospedaba tras regresar de Matanzas, aunque otra versión ubica el acto en el tren Habana-Santiago. Lo cierto es que el manuscrito original aparece fechado el 30 de abril de 1930 y con el título Son de Santiago de Cuba, tachado hasta dejarlo en la primera palabra: Son. El autor lo regaló a María Muñoz, quien lo publicó en su revista Musicalia. Años después, el esposo donaría la reliquia a la biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País.

En torno a la visita que esboza el poema surgió un supuesto enigma, o más bien, se suscitó un tenaz debate. ¿Lorca fue o no a Santiago de Cuba? ¿Cuántos días pasó y qué hizo? ¿En realidad fue un viaje tan sigiloso como se ha planteado? Por muchos años trascendieron esas preguntas con respuestas encontradas. “El tema, más que discutido, ha sido negado por algunos que no conocieron del viaje sorpresivo que hizo Federico García Lorca a Santiago de Cuba en la primavera de 1930. En ningún libro aparece como verídica su corta estancia en la heroica ciudad”, articulaba la historiadora Nydia Sarabia en su categórico texto “Cuando Lorca estuvo en Santiago”, publicado en Bohemia el 10 de septiembre de 1965.
Antonio Quevedo, amigo del granadino, refutó siempre la posibilidad del viaje. Sin embargo, estudios posteriores de la propia Sarabia, de Salvador Bueno, entre otros investigadores, y sobre todo testimonios como el de Flor Loynaz, arrojarían luces, confirmando que el visitante cumplió al pie de la letra su promesa versificada. “Un día se nos desapareció Federico, no vino a vernos a las tres de la tarde ni a la hora de comer, por lo que, temiendo que estuviera enfermo o le hubiera sucedido algo, nos llegamos a su hotel para que nos informaran. Nos dijeron que se había ido a Santiago de Cuba”, esclareció Flor.
A 95 años exactos de aquel episodio, no queda margen para la duda. No entiendo por qué se puso en semejante controversia un suceso que fue documentado por la prensa desde la hora cero. En efecto, García Lorca estuvo en Santiago; sin embargo, nos proponemos alimentar la leyenda con fuentes hemerográficas omitidas y con testimonios prácticamente desconocidos de santiagueros relacionados con aquella aventura histórica.
Brisa y alcohol en las ruedas
En la noche del 1 de junio de 1930, domingo, llega Lorca a Santiago de Cuba a bordo del Tren Central, ese que llamó metafóricamente “un coche de agua negra”, en alusión a la máquina que usaba carbón hulla como combustible. Lo acompaña el hispanista y amigo José María Chacón y Calvo. En la estación del ferrocarril lo recibe Max Henríquez Ureña, figura prominente de la intelectualidad santiaguera y, a la sazón, presidente de la filial de la Institución Hispanocubana de Cultura, entidad dirigida por don Fernando Ortiz.
Fue el gran políglota quien, un año antes, había invitado al escritor andaluz —entonces refugiado en Nueva York por una crisis existencial— para que impartiera en Cuba una serie de conferencias. El 6 de marzo de 1930 arribó a La Habana con ese objetivo. Por esos días, el “son” estaba en su apogeo y ebullían los movimientos de protesta contra el régimen machadista. Su estancia, prevista inicialmente para una semana, terminaría extendiéndose a tres meses.

En Santiago, a Lorca lo hospedan en el hotel Venus, céntrico y confortable. He leído —sin más constancia— que el boleto del tren Habana-Santiago con fecha 31 de mayo se guarda en su casa museo en España. Alrededor de las nueve y cuarto de la noche del lunes 2, ofrece en la Escuela Normal para Maestros de Oriente su conferencia La mecánica de la nueva poesía, sobre la lírica vanguardista.

Las palabras de presentación corren a cargo de Henríquez Ureña, por demás director de la institución docente. Lorca viste de casimir claro, su rostro luce blanco y seráfico, sus cejas y pelo, muy negros, sus ojos de aceituna, brillantes como dos vidrios. Tiene 31 años, pero su perfil de niño ingenuo hace creer a muchos que es veinteañero.
No es el conferencista metódico y ceñudo típico de la época. Viste “deportivamente” y habla con un gracejo y un “ritmo de semillas secas” que conecta instantáneamente con la idiosincrasia santiaguera. Aunque es de apuntar también que su homosexualidad tibia no pasa desapercibida para la preponderante tendencia machista; algunos se ríen y se burlan con disimulo de sus “cualidades afeminadas”. Hablamos del Santiago de 1930.
Los presentes en el Pabellón Barceló viven un momento copioso en conocimientos y vibraciones, manifiestamente convincente. “El amplio centro docente se vio pletórico de concurrencia selecta y distinguida, y ocupó la tribuna el distinguido intelectual señor García Lorca, que pronunció brillante conferencia esmaltada de párrafos hermosísimos”, reseñaba el diario La Independencia el 4 de junio. Lo mismo que el corresponsal del Diario de la Marina enfatizaba al informar: “El conferencista fue aplaudido por el selecto público que lo escuchó”.

La bibliotecaria del centro, Rafaela (Fela) Tornés, fue una de las personas que comprendió de inmediato el privilegio de asistir a un evento tan electrizante y, como la mayoría, quedó hechizada por las pinceladas maestras de aquel orador joven y talentoso, que bombeaba desde el alma versos repletos de simbolismos, placer y musicalidad. Lo recordaría con claridad aún dos décadas después: “¿Cómo olvidarlo? Parecía un gitanillo, de ojos profundos y soñadores”.
Como parte de su disertación, Lorca da a conocer, bajo el escueto título de Son sus famosos versos, que para 1970 serán convertidos en himno de antología por Electo Silva y su Orfeón Santiago: “Cuando llegue la luna llena iré a Santiago de Cuba. Iré a Santiago…”.
Granada en Santiago
Es imprescindible acotar que, mientras cumplía su ciclo de presentaciones en la capital, se hicieron arreglos para que Lorca impartiera al menos una conferencia en Santiago de Cuba y otra en Cienfuegos. Precisamente esta última, la Perla del Sur, fue la única ciudad que visitó en dos ocasiones: primero el 8 de abril, con el propósito de presentar en el Casino Español su conferencia La mecánica de la poesía, aunque terminó disertando sobre La imagen poética de don Luis de Góngora. En esa ocasión fue atendido por su viejo amigo Francisco Campos de Aravaca, entonces cónsul de España en la localidad. Volvió a Cienfuegos el 5 de junio, aprovechando el viaje de retorno de su gira santiaguera. Esta vez sí pronunció La mecánica de la poesía.
Inclusive, El Diario de la Marina y el santiaguero Diario de Cuba se habían apresurado en anunciar —erróneamente— que la noche del viernes 5 de abril Lorca ofrecería una conferencia en la Escuela Normal. Ese día, sin embargo, el autor de Romancero gitano se encontraba en la barriada habanera de Jesús María, ojeando escenas sociales y tipos de ambiente.
La revista Archipiélago se encargó de enmendar la plana, aclarando que la conferencia había sido suspendida “por razones de diversa índole, entre ellas, la más importante: el tiempo”, y que habían recibido dicha información con “un sensible retraso”. La emisora CMKA, que ya había desplegado sus micrófonos para transmitir en vivo desde La Normal, se quedó con ganas de irradiar en su programación nocturna la voz del bardo recitando con su elegancia de imágenes El Romance.

Sin embargo, los anuncios y posteriores reportes de prensa certifican que la visita fue previamente proyectada y organizada bajo los auspicios de la Institución Hispanocubana. Esto derriba otro mito: no fue una “escapada” privada, sorpresiva ni vagabunda.
La cadena montañosa que envuelve a Santiago le hizo evocar la Sierra Nevada de su Granada natal. Son ciudades-colinas, decoradas con miradores naturales. Las resonancias africanas del folclor local y la calidez del pueblo santiaguero completaron el romance. Durante su estancia de tres días, Lorca experimentó particulares idilios y compartió con figuras del ámbito cultural.
Ya muy entrado en años, casi ciego pero con plena lucidez mental, el pintor Rodolfo Hernández Giro brindó a Nydia Sarabia uno de los alegatos más vívidos. En 1930 se desempeñaba como profesor de Modelado, Pintura y Caligrafía en La Normal, donde estrechó la mano del ilustre visitante. Desde ese instante se volvió uno de sus anfitriones. “Lorca era muy simpático y animaba las conversaciones que hacíamos en los cafés. Era un gran conversador, fácil, lleno de agudezas, bromas y chistes. Entonces en Santiago no había vida nocturna y nos íbamos a El Baturro, o a Rancho Club, o al Puerto de Boniato con Federico”.
Hernández Giro lo describió, además, como un hombre de temperamento nervioso y aseguró que la gente y la ciudad lo habían impresionado notablemente; no paraba de hacer observaciones sobre las cosas y las costumbres. Cuando llegaba la hora de cerrar el establecimiento donde habían bebido y charlado toda la noche, iban a sentarse en los bancos del Parque Céspedes, frente al Venus. Aquellas farras a la luz de la luna se prolongaban hasta la madrugada.
Inmediatamente después de su llegada, Federico se había sentido indispuesto, por lo que Max lo condujo a su casa en la calle 6, esquina a 7, en Vista Alegre —reparto maquillado por sus palacetes y moradores de alcurnia— para que lo examinara su padre, Francisco Henríquez y Carvajal, intelectual y médico dominicano radicado con su familia en la urbe. A Camila Henríquez Ureña le pareció “un joven extraordinariamente agradable y simpático, sin ninguna artificiosidad”.
Allí lo vio, sentado en la terraza como en tertulia, el intelectual Ricardo Repilado, que era apenas un chico y vecino de los Henríquez Ureña. Junto a su hermano y un amigo corrió a oír la conversación, sentándose en los escalones. “Había ido porque andaba enfermo del estómago, pero no parecía sentirse muy mal, porque se reía mucho… Cuando se reía, se reía de verdad. Hablaba muy animadamente y a nosotros, los muchachos, nos fascinó. […] Tengo que reconocer que nunca estuve tan cerca de un genio como aquel día, pero no me di cuenta, no sabía. Dicen que cojeaba un poquito, pero yo no lo vi caminar, no lo puedo asegurar”.
Con fe de testigos
“Por supuesto, en la ciudad no solo habló de poesía. Una fotografía lo tomó en el puerto de Boniato, mirador natural de la Sierra de Boniato, parte de la cordillera de la Sierra Maestra. Algunos biógrafos aseguran que también supo de amores en la ciudad, de amores viriles. Sea o no, Santiago de Cuba supo acoger al poeta andaluz, como ella sabe, con hospitalidad y calidez, sin temor de mirar a los ojos”, sostiene en su crónica “Noche de cien ladridos y una lágrima” —publicada en su blog La isla y la espina— el periodista y escritor Reinaldo Cedeño.
Como hasta ahora no se ha podido ver ninguna imagen del poeta en Santiago, se ha dado por sentado que no existen archivos gráficos de su tránsito por la comarca. No sería descabellado suponer que en las apolilladas páginas de algún olvidado periódico o de algún ignoto magazine literario de la época esté durmiendo esa anhelada evidencia histórica. Como apunte curioso, el escritor y promotor cultural Oscar Montoto Mayor me ha referido que hace años, en la Sala de Fondos Raros y Valiosos de la Biblioteca Provincial Elvira Cape, encontró accidentalmente un libro de poemas con el inconfundible autógrafo de Federico García Lorca.
Las huellas de Lorca persisten. Solo hay que saber buscarlas… y tener la paciencia —y la suerte— de encontrarlas donde menos se espera. Un rastro apenas conocido de su ruta santiaguera yace bajo hojarascas en El Caney, poblado ubicado a pocos kilómetros de Santiago que trascendió su placidez de aldea aborigen para convertirse en cabecera municipal en la era republicana y que, por sus frutales, al son del Trío Matamoros, adquirió gloria nacional.
Recoge la tradición oral que una de aquellas tardes —quizás la del 2 o el 3 de junio—, acompañado por otros bohemios, el peregrino tocó a la puerta de una casa de maderas recias y arquitectura vernácula que, llamativamente incólume, permanece todavía en pie en la calle Roberto Lamela (antigua Cuba), una de las principales del poblado.
“Lorca estuvo en esta casa que usted está viendo. Vino hasta aquí buscando al ‘poeta de El Caney’ para que lo acompañara a una excursión al Puerto de Boniato. Y el susodicho ‘poeta’ no era otro que mi tío Amador Montes de Oca, quien formaba parte de un grupo de escritores y artistas de vanguardia conocido en Santiago como Grupo H”, me narró hará tres o cuatro años, en una entrevista al vuelo, Martha Rosa Rosés Montes de Oca, más conocida en todo El Caney por el sobrenombre de Tiria.
Tiria —quien lamentablemente falleció en noviembre pasado, a los 82 años de edad— me contó entonces lo que, como una historia de cuna, le contaron sus mayores. El tío Amador integró el Grupo H, que publicaba poemas y artículos en una columna del Diario de Cuba. Pertenecieron a ese círculo literario, entre otros, Rafael Esténger, Lino Horruitinier, Leonardo Griñán Peralta y el propio Max Henríquez Ureña, por lo que no es de extrañar que convocaran al Poeta de El Caney. Además de poeta fue revolucionario, y moriría como lugarteniente de Antonio Guiteras luego de asaltar el cuartel de San Luis, el 29 de abril de 1933, el mismo día que cumplía los 27 años.
“Amador y su novia se fueron con Lorca y demás compañeros. No tomaron por la carretera tradicional, sino por el camino de acá atrás, que conducía directo a Boniato. Siempre se dijo en el pueblo que ella, la novia de Amador, guardaba una foto de cuando subieron al Puerto de Boniato, pero si fue de verdad, nunca la vimos. También vivió aquí un señor que, con más de cien años a cuestas, aseguraba haber sido testigo del hecho”, precisaba Tiria.
Efectivamente, aquel testigo se hacía llamar Tilo, y procedente de El Cristo se asentó en la zona de Zacatecas. Grabó el tránsito del español por el poblado. Fue Marcial Ruedas Limiñana, historiador, periodista e instructor literario en la Casa de Cultura de El Caney, quien sacó a la luz ese testimonio excepcional.
“Pude entrevistar a Tilo, hace mucho tiempo atrás, en presencia de sus dos nietas, estudiantes de Pedagogía. Ya rondaba los 106 años, pero mantenía sus ideas claras. Tilo, que en otra época trabajó vinculado a procesos electorales, testificó haber visto al poeta español en El Caney y que, si el hecho no tuvo gran repercusión, fue porque siendo una localidad de gente campesina y poco instruida en su mayoría, no podían imaginar que se trataba de una personalidad de las letras de talla universal. Lorca pasó inadvertido. Tilo confirmó que se movieron ‘por dentro’, o sea, por el viejo camino que unía a los poblados de El Caney y Boniato”, me comentó Ruedas en conversación telefónica.
Como quien rotula con un bisturí el tronco de la historia, Raúl Roa asumió que sobre la visita lorquiana a Cuba “podrán narrarse mil anécdotas y tomaduras de pelo a escritorzuelos y poetoides hinchados de petulancia aldeana”. Sin embargo, Marcial Ruedas no tiene dudas del paso de Lorca por El Caney. La familia Montes de Oca ha sido una de las más distinguidas en El Caney y conocida por su ética y probidad, opina. “No tenían motivos para mentir”.

Por todo el ámbito cubano
El 12 de junio de 1930, al subir al vapor que lo llevará de regreso a Estados Unidos, Lorca confiesa: “He pasado aquí los días más felices de mi vida”. Si en el alma sensible del granadino floreció una auténtica pasión por la tierra cubana, al punto de expresar en carta a sus padres desde La Habana: “Esta isla es un paraíso. Si algún día me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba”, el afecto fue correspondido.
Muchos años después de su trágica muerte, fulminado por balas fascistas, será recordado como un gran amigo ausente. Su influencia se extendió por todo el ámbito cubano. Lo explicó Novás Calvo en 1940 con una sentencia insuperable: “Cada cubano tiene su Lorca”.
Si, como valoró Guillermo Cabrera Infante, “la breve visita de Lorca [a Cuba] fue un huracán que venía no del Caribe sino de Granada”, entonces su paso fugaz por Santiago tendría la magnitud de un terremoto.