Todavía los habaneros holgazaneaban en la cama cuando Víctor Capoul, tenor lírico y actor francés, llegó de madrugada al puerto, procedente de Nueva York. Finalizaba el año 1882. Capoul formaba parte del elenco de una compañía compuesta por 120 personas que, dirigida por Mauricio Grau, realizaba una gira por América Latina y Estados Unidos. En Cuba se presentaría por un mes en el Teatro Tacón.
Nacido en 1839, el tenor había estudiado en el prestigioso Conservatorio de París y en 1882 ya era un artista consagrado, con presentaciones en importantes escenarios de Francia, Inglaterra, Rusia, Austria y Estados Unidos. En 1899 llegaría a desempeñarse como director artístico de la Ópera de París. Fallecería en Pujaudran, Francia, el 18 de febrero de 1924.
A Capoul le gustaba contar sus experiencias en crónicas que divulgaba Le Fígaro, editado en París. En una de ellas, titulada “Mi excursión por América”, que tradujo al español Francisco Hermida y publicó La Correspondencia, dio a conocer sus impresiones de La Habana.
Ante nuestros ojos —y dormida aún— mostrábase La Habana un tanto velada por las primeras brumas de la mañana, envolviendo con las rosadas tintas de la aurora la blancura harto monótona de sus casas pocos elevadas, de las que surgían de vez en cuando, tomando la plaza en el azul del cielo, los diferentes campanarios y los faros del puerto, semejantes a los minaretes, siempre enhiestos en los cálidos horizontes de las ciudades orientales.
En esta primera ojeada pudo apreciar la majestuosidad del Castillo de los Tres Reyes del Morro, diseñado por el ingeniero italiano Bautista Antonelli, una fortaleza terminada de construir en 1630 para desalentar a piratas y corsarios de sus planes de asaltar a la población; también observó la arquitectura de las viviendas.
A la entrada del puerto desarrolla la ciudad cubana la no interrumpida continuidad de sus casas, casi todas de un solo piso, lo que da, cuando se la domina, el aspecto de una gran ciudad decapitada. A nuestra izquierda el vetusto Castillo del Morro, perfilando sobre las alturas la compacta masa de sus antiguos muros, adquiere al recibir las ardientes caricias del sol y bajo las mordidas de las algas del mar, una diversidad de tonos que consuelan a la mirada del implacable blanquizal que nos rodea.
En aquella época, como los vapores no podían llegar al muelle, pequeñas embarcaciones trasladaban a los pasajeros a tierra; por eso demoraron en bajar. Luego pasaron rápido la Aduana, ya que los funcionarios estaban almorzando y no se ocuparon de revisarles los baúles. Pero sí escudriñaron la fisonomía de las mujeres, hecho que quedó registrado en el relato con marcas del machismo de la época:
Las oficinas estaba literalmente repletas de personas, ávidas por ver la tropa lírica, a fin de apreciar el elemento femenino, algo deteriorado por las peripecias de la travesía.
Un paseo en coche
La multitud de carruajes aguardaba siempre el arribo de los viajeros en las cercanías del puerto. En uno de ellos, Capoul decidió recorrer la ciudad, a pesar del cansancio. Admiró los edificios de las iglesias, se asombró ante los “viejos mendigos negros admirablemente vestidos para dejar al descubierto el ébano del pecho y sus brazos denudos”.
Si bien lo deslumbraron las mansiones señoriales, con sus cocoteros, naranjos y palmeras, no escapó de su aguda mirada la situación de pobreza, el contraste social “enteramente a su lado callejuelas estrechas, pútridas, hediondas, en las cuales se pudren inmundicias de todas clases”.
(…) Es la promiscuidad del lujo y la miseria; la gran ciudad y el villorrio; las ruinas amontonadas, al lado de los barrios nuevos a media construcción; el antiguo esplendor perdido por el soplo devastador de las insurrecciones, esplendor que aún podía renacer si los elementos útiles de esta simpática nación no se encontrasen fatalmente enervados bajo el yugo de la dominación española que recibe incomparables recursos de este magnífico país.
El viajero observó la vida cotidiana. Se adentró en los barrios, se mezcló con la gente de pueblo para dejarnos un cuadro de ese pasado:
(…) en las calles más frecuentadas y delante de los hoteles de mejor apariencia, estacionan durante horas enteras vacas flacas, jadeantes, tratando de apagar su sed devoradora con las pestilentes aguas del arroyo; los lecheros que las conducen agitan grandes campanas para anunciar su tránsito, y de todas las puertas vecinas acuden al oírlo negras viejas que mascan grandes tabacos, tendiendo las cantinas de madera para recibir la leche ordeñada a su vista.
Por la calle Galiano
Para tomarle el pulso a la ciudad nada mejor entonces que recorrer Galiano. La calle debe su nombre a Martín Galiano, Ministro del Interior de Obras y Fortificaciones del gobierno de Tacón, en la década de 1830.
La bulliciosa arteria comercial era sitio de interés para los forasteros, quienes no deseaban perderse el espectáculo de los negocios, apiñados “sin interrupción se suceden desde el más humilde bazar hasta el mercader de piedras preciosas y la vidriera de los almacenes chinos”.
¿Qué establecimientos pudo ver el francés? Por publicidades que dio a conocer el Diario de la Marina, en esa época funcionaba en Galiano la casa comercial El Encanto; la ferretería La Llave, de Pardo y Hoyo, José Biedma, ofrecía diversos modelos de sombreros en su negocio, tan necesarios para atenuar los efectos de los rayos solares; Manuel Fernández tenía allí su bodega bien surtida; Mariano Sánchez era dueño de la peletería La Covadonga, Eulogio Fernández, de la platería La Escuadra de Oro; El Suizo, en Galiano y Reina, era uno de los numerosos restaurantes, célebre por la calidad de sus comidas y la amabilidad de Fraga, el propietario; la mueblería El Tiempo anunciaba en diciembre: “Gran surtido de muebles y de todos los colores, nuevos y usados del país y extranjeros, muy bien arreglados y baratísimos”, y El Bazar remataba: “Todo medio regalado, lo que se quiere es desocupar el local: hay nuevo y usado, no se estampan los precios por no alarmar a los colegas”.
El comercio detallista era abastecido por proveedores que traían las mercancías en carretas tiradas por caballos, pero otros usaban aquel medio de transporte para ofrecer sus productos. Nos cuenta Capoul:
Todo se hace aquí a espaldas de caballos: vendedores de maderas, vendedores de quesos, fruteros, especieros, baratilleros, pasean de esta suerte sus tiendas ambulantes, lo que da una gran animación y produce escenas llenas de movimiento, cuyas tonalidades de por sí poderosas resaltan aún en manchas luminosas, bajo la enervante lumbrera del sol.
Bueyes conducidos por chinos
El tema del transporte mediante tracción animal, volverá a ser mencionado. Le llamó la atención el funcionamiento del Ferrocarril Urbano de La Habana, inaugurado, en 1862: “desfilan trenes correctamente enjaezados”, nos dice refiriéndose a los también denominados tranvías de sangre. Más adelante describe el empleo de “pesados carretones”. Hay un dato curioso: según sus palabras, los bueyes eran “conducidos generalmente por chinos”.
Había, además, “elegantes ginetes (sic), caballeros en magníficos corceles andaluces de largas colas trenzadas y recogidas a uno de los extremos de la silla mejicana, toda tachonada de clavos de plata, se cruzan con caballejos flacos y raquíticos, que conducen al mercado vecino cargas de maíz verde o cañas de azúcar”.
Capoul observó las costumbres de las familias en sus hogares. Era habitual que dejaran abiertas las ventanas enrejadas de noche, cuando se reunían para disfrutar de largas tertulias, donde lo mismo se conversaba que cantaba, sentados sobre butacones “con balancines”.
Los patios interiores estaban cobijados por cocoteros enanos y palmeras. Y se disfrutaba en las veladas del perfume que emanaba de los rosales. Aquel ambiente bullicioso era sorprendente, pues confesaba para “nosotros los europeos, habituados al silencio nocturno de la calle, y al proverbial espesor del muro de la vida privada”.
Durante sus recorridos divisó las llamadas casas de tolerancia, presentes en cada barrio. En el censo de burdeles y prostitutas de 1878 se registraron en La Habana 500 mujeres dedicadas a la profesión. La cifra se mantuvo estable hasta 1886, así que esa sería, aproximadamente, la cantidad existente durante la estancia de Capoul:
La reja en estos casos no se encuentra ya en la calle sino en el zaguán de la casa. Entran los hombres, miran al través de las macizas barras de hierro como en el vestíbulo de una cárcel o delante de las jaulas de la fiera de Bidel, interpelando las hermosas negras, las mulatas y las blancas, envueltas en chillones trajes retorciéndose entre los nerviosos espantos de un estribillo de malagueñas o en el zarandeo de una danza del país, que las viejas matronas acompañan con el golpear de sus manos, no interrumpiendo su lánguida melopea sino para arrojar en esta pesada atmósfera de polvo de arroz y perfumes excitantes, la espesa humareda de sus tabacos húmedos y negros.
El Teatro Tacón
Inaugurado el 15 de abril de 1838, era el de mayor esplendor de la ciudad. Fue edificado por el acaudalado inmigrante catalán Francisco Marty Torrens, quien había invertido medio millón de pesos en su construcción, a pesar de que Miguel Tacón Rosique, Gobernador y Capitán General de Cuba, le facilitó muchos materiales y autorizó que los presidiarios le trabajaran por un salario mínimo.
Para los espectadores que disfrutaron en el coliseo sus actuaciones, Capoul tuvo palabras de elogio, en especial —tema recurrente— destacó la belleza de las mujeres. Y dijo que el público era “bullicioso, entusiasta, como todos los pueblos del mediodía, tan fácil en rendir ovaciones como en silbar sin piedad a un artista durante la misma representación”, y en el caso de los nacidos en Cuba “lo más selecto de la sociedad habanera, todos jóvenes hospitalarios, afables para todos, sea la que fuese su nacionalidad, conservan un algo parisiense que les hace ser doblemente simpáticos”.
Huida precipitada
Durante la estancia de la compañía teatral falleció, víctima de la fiebre amarilla, el director de escena M. Carlos Darcy. Las epidemias, provocadas por la insalubridad (perduraba la mala costumbre de arrojar desechos en las calles) estaban a la orden del día.
Capoul se refirió a un panorama desolador, donde pululaban las auras tiñosas “grandes pájaros negros que planean sobre la ciudad y vienen a hartarse de todas estas porquerías, que a no ser por la voracidad de estos pájaros, voracidad providencial, constituirían un foco perpetuo de infección y de epidemia”.
La visita del viajero francés tuvo repercusión mediática y un final tragicómico. Un redactor de la Revista de las Antillas, en su edición del 28 de marzo de 1883, informaba que las críticas del tenor, publicadas en Le Figaro, se conocieron en Cuba mientras él estaba en México y que, al regresar a La Habana a principios de ese año para volver a presentarse en el Teatro, tuvo que huir porque querían lincharlo.
El Diario de la Marina, el 14 de octubre de 1922, rememoró la estancia y mencionó el incidente. Esta misma publicación, el 7 de diciembre de 1925, divulgó la carta-crónica de Capoul, íntegramente, con algunos comentarios a la misiva, pero no hizo referencia a la salida abrupta del tenor. Tampoco lo hizo la revista Social, en mayo de 1933, cuando glosó el texto en un artículo del historiador Emilio Roig de Leuchsenring.
Se dice que Francisco Hermida, para evitar males mayores, divulgó la crónica en La Correspondencia al día siguiente de marcharse el francés. En tanto se averigua la certeza de la anécdota, comparto, como adelanto, un segmento de la estampa que dio a conocer el Diario de la Marina, en 1922:
Pues Capoul era, a más (sic) literato, y estando aquí escribió una carta a Le Figaro de París y dijo de nosotros y de la ciudad algo crudamente, muchas cosas que nos son peculiares, pero que no nos gusta oír ni leer. El caso es que todavía no se había marchado, como él esperaba, cuando recibimos el periódico y se armó zipizape del demonio, y por poco tenemos el honor de ahorcar al señor Capoul a pesar de sus cocas; gracias a que Panchito Marty lo embarcó subrepticiamente. Entonces nosotros éramos muy susceptibles y no tolerábamos que jugaran con el mono, sino con la cadena.
Fuentes:
Federico Caine: Directorio Hispanomericano, 1879-1880, La Habana, Imprenta del Directorio, 1880.
Juan Andreo García y Alberto José Gullón Abao: “Vida y muerte de la Mulata”. Crónica ilustrada de la prostitución en la Cuba del XIX, publicado en www.estudiosamericanos.revistas,csic.es
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