La vejación de Martí y las fotos de la discordia

Uno de los marines estadounidenses que profanaron la estatua de Martí en el Parque Central de La Habana, en marzo de 1949. Foto: Bohemia.

Uno de los marines estadounidenses que profanaron la estatua de Martí en el Parque Central de La Habana, en marzo de 1949. Foto: Bohemia.

Desde antes del nacimiento de la República en 1902, moradores de ciudades portuarias de Cuba fueron víctimas de las tropelías de los marines estadounidenses que tocaban puerto en la Mayor de las Antillas. La Habana, Matanzas, Santiago de Cuba, Gibara y Caibarién estuvieron entre las localidades “asediadas” por los marines en visitas de “buena voluntad” o para ajustar los tornillos en el transcurso de sus maniobras y viajes de entrenamiento.
Hasta el triunfo de la Revolución Cubana en 1959, a los enviados del Tío Sam se les vinculó con el alcohol, las drogas, las meretrices, el juego ilícito y otras lacras, y fueron causantes de camorras sensacionales difíciles de olvidar.

Sucesos del Parque Central

En 1949 el gobierno de la “cordialidad” de Carlos Prío Socarrás estaba campeando por sus respetos: pandillerismo, carestías y bolsa negra, asesinato de líderes obreros y una férrea censura a la libertad de prensa. Aun así, al gobernante del Partido Auténtico le faltaba todavía la culminación: que unos “graciosos” marines profanaran la estatua de José Martí en el Parque Central.
El jueves 10 de marzo el portaviones Palau, los barreminas Rodman, Hobson y Jeffers y el remolcador Papago, pertenecientes a la marina de los Estados Unidos, echaron anclas en el puerto de La Habana y, al día siguiente, alrededor de las 9 de la noche, sus dotaciones bajaron a tierra y protagonizaron, como buenos napoleones, una afrenta a la imagen del Apóstol de la independencia cubana.
Hoy, periódico del Partido Socialista Popular, dio una visión bastante exacta de lo sucedido:

De repente, un grupo numeroso de marinos llegó al parque en son de “fiesta”. Como en una pista de carrera, los bravos miembros de la Navy comenzaron a trotar, a brincar y a dar gritos de todas clases. Aquel inocente pasatiempo de los visitantes fue acogido con sonrisa comprensiva por los habituales. Continuaron dando saltos atléticos y, de pronto, uno de ellos señaló la cima, la cabeza de nuestro prócer máximo. Riendo y gritando se dirigieron a ella y, ante la sorpresa de todos los espectadores de la repulsiva hazaña, el más atrevido comenzó a trepar ayudado por algunos de sus compañeros, mientras los demás le animaban con sus voces y sus burlas.

Fue un instante de gran confusión. Desde todos los puntos, llegaron ciudadanos llenos de indignación para exigirle al intruso que descendiera; aunque él y sus compañeros respondían con burlas y gritos del peor gusto. El hecho llegó a su clímax cuando el ofensor se atrevió a hacer agua desde la cabeza de la estatua donde estaba sentado a ahorcajadas. La reacción subió de tono. Sobre ellos comenzaron a llover botellas y vasos, obtenidos en los cafés cercanos. Los más decididos avanzaron hacia el grupo. Hubo discusiones bilingües, desafíos, riñas tumultuarias, puñetazos y navegantes regados por el suelo”.

Los gestores más notorios del incidente del viernes 11 fueron tres tripulantes del Rodman: el sargento Herbert Dave White y los marineros George Jacob Wagner y Richard Choinsgy, el principal escalador. Ellos, tras escenificar junto a otros marines una juerga de borrachos a lo largo del Paseo del Prado, encabezaron el desafuero que se acaba de narrar. Al parecer, la escultura les pareció ideal para lucir sus habilidades gimnásticas por su abundancia de ángulos y su suavidad marmórea.
La mayoría de los provocadores, escoltados en caravana por el pueblo, fueron conducidos después a la Sección de Turismo de la Tercera Estación de Policía, situada en Dragones, entre Zulueta y Montserrat, donde el capitán Pedro Delgado, oficial de guardia, inició de inmediato las indagaciones de rigor.

Los "graciosos" marines en la Tercera Estación de la policía. Foto: Bohemia.
Los “graciosos” marines en la Tercera Estación de la policía. Foto: Bohemia.

Horas más tarde, comenzaron a llegar a la unidad personeros del gobierno, militares y diplomáticos estadounidenses. Hubo enlaces telefónicos misteriosos, se hicieron promesas y se lanzaron algunas amenazas… Al final, cuando el chanchullo estaba en su apogeo, el agregado naval de la embajada gringa en La Habana, capitán Thomas Francis Cullens, se presentó en el lugar y “rescató” a los marinos, no sin antes prometer que estos sufrirían acciones “severas” de acuerdo con las leyes de su país.
A partir del vejamen del Parque Central, el ambiente se hizo hostil para los norteños: casi a media noche, en el café El Dorado, en la esquina de Teniente Rey y Prado, decenas de parroquianos formaron un lapidario círculo alrededor de las mesas de unos tripulantes, quienes se libraron de un seguro linchamiento gracias a la acción de los agentes del orden público de la zona y de una patrulla.
A la misma hora, a unos pasos de actual Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, un criollo se lio a puñetazos con uno de los marines. Cuando un policía trató de apartarlos, el cubano gritó: “De ninguna manera, vigilante, a este lo castigo yo así, como se merece…”. Y continuó dándole trompadas al otro.

¡Te las compro!

El periodista Jorge Oller Oller en su crónica “Las fotografías de la afrenta de los marines yanquis a José Martí” narra que cuando el ultraje estaba bien caliente pasó por allí Fernando Chaviano, un fotógrafo “banquetero” de esos que, armados con antiguas cámaras de cajón, se presentaban en los banquetes y, sin pedir permiso, le hacían fotos a los comensales para luego vendérselas. Al ver la inédita acrobacia, Chaviano, sin pensarlo dos veces, gastó sus dos últimas planchas y salió disparado hacia su casa lleno de curiosidad.
Empezó entonces la cacería de aquella “bomba noticiosa”, como la calificó cierto gacetillero.

Una de las célebres fotos de Chaviano. Foto: El Caimán Barbudo.
Una de las célebres fotos de Chaviano.

Enterado de los sucedido, Pedro Beruvides, fotógrafo en la casa Romay y eventual colaborador de la prensa, fue a buscar a Chaviano y lo encontró en su destartalado cuarto oscuro ubicado en un solar de la calle Virtudes, entre Consulado y Prado, frente al Jhonny’s Bar. De inmediato quiso comprarles las dos instantáneas que había captado y le ofreció los diez pesos que llevaba. Sin embargo, la insistencia le hizo comprender a Chaviano que sus fotos valían mucho más y pidió veinte pesos por ellas, por lo que Beruvides tuvo que salir corriendo en busca del dinero que le faltaba, sin imaginar que su gestión estaba condenada al fracaso.
Al final, fue Isaac Astudillo, reportero gráfico de Alerta –un periódico situado en Prado y Teniente Rey, en un ala del edificio del Diario de la Marina–, quien se llevó el gato al agua. Como Berubides, este conoció de las fotos y fue en busca de Chaviano con una propuesta más jugosa: cincuenta pesos por los negativos y el compromiso de darle el crédito de las fotos que publicara.
Astudillo imprimió las imágenes y se las entregó a su director, Ramón Vasconcelos, y al jefe de información Raúl Quintana, quienes, tras largas cavilaciones, decidieron publicarlas el día siguiente bien destacadas en la primera plana. Vasconcelos permitió, además, que este invaluable testimonio gráfico fuera reproducido por Hoy y las revistas Bohemia y Carteles. Al mismo tiempo, varias agencias de noticias internacionales se encargaron de difundirlo en todo el mundo. El escándalo fue mayúsculo.
Por supuesto, no solo Beruvides y Astudillo estuvieron detrás de las imágenes. Dos funcionarios de la embajada estadounidense, en función de sabuesos, trataron infructuosamente de localizar al fotógrafo y ofrecerle dos mil dólares para destruir la terrible prueba.
Sobre el asunto de las fotos se han tejido durante años varias leyendas, propias más bien de lunáticos. Unos dices que Astudillo, con once premios en el concurso Juan Gualberto Gómez que organizaba la entonces Asociación de Reporters, intentó hacerle creer a Vasconcelos y a Quintana que él también les había hecho fotos a los marineros y que al mezclarlas con las de Chaviano se podrían haber confundido.
Mientras, los más calumniadores regaron en la Habana Vieja la bola de que Chaviano les había regalado unos billetes a los marines para que escalaran el monumento. Lo único cierto en todo esto es que el “banquetero”, un hombre humilde y nada brillante,  se presentó en Alerta cuando las fotos ya estaban en manos de todo el pueblo y le dieron otros cien pesos.
Los sucesos posteriores son más o menos conocidos: Fidel Castro, Alfredo Guevara, Baudilio Bilito Castellanos y varios miembros de la Federación Estudiantil Universitaria, junto a muchos cubanos, se concentraron el sábado 12 en la Plaza de Armas, frente a la embajada estadounidense, y protagonizaron una airada protesta que fue brutalmente reprimida por la policía.
Robert Butler, el embajador norteño en La Habana, colocó ante la estatua de Martí una ofrenda floral –comprada en secreto por el hermano del canciller cubano Carlos Hevia– y pronunció un discurso de desagravio que pocos escucharon. Y el domingo 13, un consejo de guerra de la armada solo condenó a Richard Choinsgy a quince días de prisión en las celdas del Rodman, barco que huyó de la Isla ese mismo día junto al resto de la flotilla.

El embajador estadounidense Robert Butler depositó un ramo de flores al pie de la estatua de Martí, en compañía del agregado naval de su embajada. Foto: Bohemia.

La lamentable conducta de los marines estadounidenses el 11 de marzo de 1949 fue uno de los episodios más tristes de un entramado republicano repleto de barriles de ron barato, alardes sandungueros, ladrones de guardarropía y matones disfrazados de detectives.
El historiador Sergio Aguirre, autor de la obra Ecos de camino, escribió en la edición de Hoy del día 16: “Aquí no ha pasado nada. Miembros de las fuerzas armadas de la nación vecina pueden orinarle la cabeza a Martí sin temor a que el gobierno de Cuba se dé por enterado. Así, como suena.  Lo de Martí se ha resuelto con agua, jabón y una esponja, supongo, y con el ramo de flores de Mr. Butler, destinado a disimular, ante los transeúntes del Parque Central, ciertos olores que, quizás, exhala la estatua”.
Como prueba de la infamia quedan, no obstante, las fotos de Chaviano.
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