Las gotas de rocío aún parecían pequeñas perlas en las hojas de los árboles. Algunos sinsontes trinaban en medio de la floresta, donde sobresalían los palmares. El grupo avanzaba por el camino de Puerto Príncipe (Camagüey). Detrás había quedado el paso del río Jiquibú.
Todos mostraban exagerada atención hacia aquel hombre de porte distinguido, nombrado Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, Obispo de La Habana, quien contribuiría luego al progreso de las ciencias, las artes, la educación, la salud pública y la beneficencia en Cuba.
Reformista e ilustrado, Juan José emprendió una visita pastoral en 1804 por la isla y así llegó a San Juan de los Remedios. Las autoridades le contaron maravillas de unas cuevas situadas en el Cerro de Guajabana, en el límite de las haciendas Guaní y Guajabana. Debían imaginar que alguien tan encumbrado no descendería a las entrañas de la tierra como un excursionista pueblerino.
Entre los integrantes de la comitiva iba el prelado franciscano, profesor y escritor español Hipólito Sánchez Rangel, futuro primer Obispo de Maynas, en Perú. Fue él quien narró lo sucedido aquel 2 de abril:
“(…) fuimos S.I. y familia con lucido acompañamiento a ver unas cuevas distantes dos leguas de este pueblo (de San Juan de los Remedios) y en un monte espesísimo de piedras y de árboles. El camino fue muy divertido por su mucho monte, potreros, estancias, y algunos ingenios y trapiches. Dichas cuevas vienen a estar en las mismas entrañas del tal monte, que por de fuera se registra con admiración entre los troncos de los árboles, queriendo competir con las nubes. Comienza con disminución, desde una llanura de un bosque, a elevarse hacia el cielo, y está vestido todo de árboles y grandes peñascos que hacen su subida inaccesible y su visita la más majestuosa.”
Guajabana es un vocablo aborigen que significa tierra llana. El Cerro, localizado entre Remedios y Caibarién, tiene 110 metros de altura.
“Subimos sin embargo S.I. y toda la comitiva hasta la misma cima que llaman La Vigía desde donde se vieron todos los horizontes, la mar con bastante extensión y los campos divididos ya en las llanuras ya en las montañas y todo lleno de verdor y de la mayor hermosura”.
Al cerro los marinos bautizaron como Caja de muerto, pues desde lejos parecía tener forma de ataúd. Era un faro que la naturaleza regaló a los intrépidos navegantes que surcaban las aguas, a veces endemoniadas.
Con anterioridad, el Obispo Espada y las autoridades eclesiásticas que lo acompañaban habían recorrido las cuevas de Bellamar, en Matanzas.
“Son unos espacios obscuros, y que presentando un aspecto horroroso, no habiendo en los tres primeros nada de particular, sino un hermoso pavimento con bastante luz y algunas piedras y columnas en su medio que forman con su bóveda muy sólida un majestuoso templo.
Más hacia el centro de la sierra bajamos a otra que tiene de particular el estar toda jaspeada la bóveda efecto, según lo que yo alcancé, de la tierra por donde pasa el agua que se filtra, la cual si es colorada transmite su color con la misma agua, y si es negra lo mismo. Hay aquí varias hendiduras desiguales y por entre el piso y los extremos de la bóveda, que cae al suelo, se forman entrando con trabajo una especie de capillitas, o nichos, con su media naranja en forma de caracol muy redondo y perfectamente formado, con diversidad de jaspes. Las mismas medias naranjas se ven por la extensión de la bóveda o pavimento principal de esta cueva. En otra cueva que vimos al bajar de La Vigía se registra una media naranja a la entrada, como en un pórtico que presenta una vista magnífica”.
La bajada, al igual que el ascenso, fue difícil. Ya de regreso hicieron escala en el trapiche del clérigo Sánchez, donde merendaron “un gran refresco”, mientras recuperaban energías. Trascendieron las bellezas del cerro y sus cavernas los límites de Remedios y comenzaron a disfrutarlas vecinos de Santa Clara, Sagua la Grande y Sancti Spíritus.
Hubo un tiempo en que las de cuevas dejaron de ser visitadas con frecuencia. Tal vez por eso nadie descubrió que en una de ellas se ocultaba Esteban Montejo, el célebre cimarrón de la novela testimonio escrita por Miguel Barnet. Allí estuvo 18 meses, narra el periodista Luis Sexto: “(…) burlándose de las reglas del fugitivo, que prescribían la movilidad constante. La cueva lo invitó al acomodamiento. Y el cimarrón cambió todos sus miedos a duendes, güijes, cocorícamos y majases por la seguridad y la atmósfera de un hogar. Para él, la cueva ‘era igual que una casa por dentro’ y estaba allí ‘como aquel que dice, veraneando’”.
Siglos antes de que el cimarrón se refugiara en las cavernas del Cerro, allí vivieron grupos de aborígenes. Esto fue corroborado por investigaciones del Grupo Espeleológico Cayo-Barién, que ha encontrado restos alimentarios, instrumentos de trabajo, y la osamenta de seres humanos.
Testimonio de un escritor costumbrista
El madrileño Facundo Ramos Ramos, Licenciado en Medicina y Cirugía, apenas obtuvo su título universitario emigró a Cuba, en 1872. Al año siguiente ya estaba afincado en San Juan de los Remedios. Aunque se destacó por su labor como galeno, es más conocido por su fecunda faceta de escritor y periodista. Colaboró con El Remediano, La Constitución, El Criterio Popular, La Voz de Camajuaní, El Orden y el Diario de La Marina, entre otros medios.
Cuando revisaba una compilación de crónicas de su autoría encontré que también visitó las cuevas de Guajabana. Cuando él fue de excursión, en 1895 o 1896, ya se podía ver en la distancia el humo del ingenio azucarero Dolores, propiedad de Juan González Abreu, capitán del Cuerpo de Voluntarios, Juez de Paz y Alcalde Mayor Suplente de Remedios. Facundo nos cuenta:
“Acompañados del simpático y servicial Cabo de la G. C., Comandante del Fuerte de Dolores, Don Francisco Fernández; del joven comerciante y antiguo amigo nuestro Don Santos Fernández, y del colono Don Gabriel Pérez, que tiene su casa-vivienda casi al pie del Cerro, fuimos a caballo hasta la misma falda de la loma. Allí desmontamos y amarramos los arrenquines convenientemente para tenerlos prontos y dispuestos a nuestro regreso. Un guamá añoso y corpulento marca el principio de la veredita o desecho que tomamos para empezar la ascensión. Es un poco penosa y no exenta de peligro si se resbala un pie; pero agarrándose con fuerza a los arbustos y piedras se facilita mucho la subida.
“Por supuesto que hay que ir a gatas y con muchas precauciones para no rodar o caerse. La escalada es muy alta y casi vertical, por lo que los pulmones trabajan un poco. (En esos momentos no viene mal algún confortativo alcohólico para recuperar las fuerzas perdidas). Después de 20 minutos o media hora de esta penosa ascensión entre seborucos y malezas se llega por fin a la entrada de la cueva primera y principal, en donde se sienta el jadeante viajero en algunas de sus estalagmitas para descansar un rato”.
Luego de saborear un largo trago de ginebra, y fumarse un cigarro, el doctor y sus compañeros continuaron la exploración. Pasaron la entrada de la cueva, elevada y con arco muy abierto, y de pronto estaban en “un gran salón cuyo techo, paredes y suelo está adornado con caprichosas estilaciones [sic] calcáreas que forman variadas y sorprendentes estalactitas y estalagmitas, de las que arrancamos algunas que hemos traído a Remedios”.
Reinaba la oscuridad en la caverna, de unos cien metros, por lo que usaron velas y pencas de guano para iluminar el camino. Resultaba curioso que en las paredes se apreciaran grabadas firmas de personalidades connotadas como la del Obispo Espada.
Más adelante encontraron un espacio iluminado con la luz solar que entraba por un orificio y un pozo, lleno de agua, donde saciaron la sed.
Al salir observaron otra cueva, llamada Galana. La entrada estaba entre piedras y bejucos. Más pequeña “toda ella adornada con vetas y estrías muy curiosas. Aquí es donde está la Cama del Indio, la Mano por cuyos dedos se destila agua y otras muchas curiosidades. Es más chica, pero más bonita que las otras. Tres son, por consiguiente, las cuevas dignas de visitarse, porque la llamada del Toro, que está arriba en La Vigía, o sea lo último de la loma, no tiene importancia”.
Quizás, un día no lejano, este lugar con tanta historia y bellezas naturales pueda formar parte de una ruta turística, que incluya la visita a los restos del ingenio Dolores y al centro urbano de Caibarién, municipio al que pertenecen el Cerro de Guajabana y sus míticas cuevas.
Fuentes consultadas:
Facundo Ramos Ramos: Cosas de Remedios, Imprenta Luz, Remedios 1902.
https://luisexto.blogia.com/2008/102501-la-casa-del-cimarron.php
Eduardo Torres-Cuevas (ensayo introductorio, selección y notas): Obispo de Espada: papeles, Editorial Imagen Contemporánea, La Habana, 1999.