Las respuestas concretas a los problemas de nuestra sociedad tenemos que hallarlas nosotros; no vamos a encontrarlas en las ideas nacidas al calor de otros tiempos, aun cuando las respalde la firma de grandes pensadores y líderes políticos. Generar las soluciones para los problemas de un determinado momento histórico le corresponde a las generaciones que les toque vivirlo.
Dicho así, de forma tan natural como descarnada, la certeza de una responsabilidad social que no perdona dilaciones pretendió remover en sus asientos al auditorio, mayoritariamente joven, que durante los días 20 y 21 de marzo se reunió en el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, para recordar -y en muchos casos descubrir-, la singular lucidez de Eric Hobsbawm, uno de los más respetados autores clásicos del pensamiento social contemporáneo.
Eran ellos, los allí presentes, integrantes de esa generación convocada a despejar las variables de su tiempo; y aquel preciso instante constituía una porción de ese “momento” que por designación histórica los convertía en responsables del futuro.
Bien lo sabía el sociólogo cubano Aurelio Alonso cuando, al abordar el tema de la relativización o “El misterio del tiempo como lo vio Eric Hobsbawm”, introdujo la reflexión sobre quiénes y de qué forma debían protagonizar los destinos de un país predispuesto a las transformaciones constantes –premisa de su esencia revolucionaria- y expuesto por ello a incesantes vicisitudes.
Como trascendental punto de partida en el camino de una participación cada vez más efectiva y fructífera, Alonso apuntó hacia la claridad conceptual en torno a cómo hacer de la ideología una práctica, cómo distinguir entre táctica y estrategia.
Para ello, recordaba que el historiador británico homenajeado -desaparecido a finales del 2012, a los 95 años de edad-, había delimitado un contenido para el concepto del socialismo antes y después de la Revolución bolchevique: primero, de acuerdo con Hobsbawm, este fue definido como la antípoda de lo que existía y había que cambiar. Luego de 1917, se abrió la necesidad de pensarlo más allá de la pura idea, de acotarlo en su dimensión estructural, como proceso social en construcción, y a partir de ahí surgió una agenda de desafíos conceptuales (por ejemplo, qué era lo que había que cambiar, cómo, hasta dónde).
“Los actores de aquella época -decía Eric- diseñaban las políticas para el corto plazo, bajo las presiones de la inmediatez.” Ello -ahondó Alonso- nos hace reflexionar en el peso que tuvo lo urgente en el desarrollo de las políticas que se implementaron entonces, y que aún repercuten en los procesos revolucionarios. Una cosa es saber que la táctica y la estrategia se tienen que diferenciar, y otra cosa es lograrlo en el plano práctico.
“¿Cuántas políticas, eminentemente de corto plazo, no hemos visto adoptar –reflexionó el sociólogo cubano-, y después mantenerse por la única razón de una inercia que ha sido incapaz de cambiarlas?”
En determinados casos hay que tomar medidas para la inmediatez –reafirmó-, pero esas acciones se ponen obsoletas con prontitud. Diseñar para “el ahora” y conformarse con los efectos positivos de este tipo de políticas -adoptadas para un momento que se supera con brevedad-, nos pone frente al riesgo de que “el corto plazo se trague al largo plazo, proyectando su respuesta en la insuficiente valoración del significado de los cambios que se proponen”.
Por otra parte, Alonso se refirió a la centralidad que le concedió Hobsbawm a la economía en la agenda del siglo XXI: estaba seguro de que el desarrollo sostenible no lo podía generar el mercado, y que el socialismo existía para recordarnos que la población era más importante que la producción.
Sin embargo, el historiador británico tenía también muy claro que el argumento material para construir una sociedad superior en la lógica del buen vivir –no como sinónimo del consumismo compulsivo, sino como satisfacción progresiva de las necesidades racionales-, era una limitante para ese nuevo modelo, al no poder proyectar un plazo visible para decretar el fin de la austeridad (esta conclusión partió de su estudio de la sociedad bolchevique).
La idea anterior establece un nexo con el pensamiento de otro marxista, Ernesto Che Guevara, quien consideraba en la década de 1960 como una “cuestión de principio fundamental” el hecho de que: “el socialismo es para satisfacer las necesidades siempre crecientes de la gente, si no, no vale la pena ser socialista.”
No parece ser entonces fruto de un acto de ingenuidad o mero voluntarismo que el libro postrero de Eric Hobsbawm tenga la imagen del guerrillero argentino en su portada. Tampoco debe ser la fuerza de la casualidad la que nos haga tenerlos a ambos tan presentes en estos tiempos de cambios económicos en Cuba, proceso para el cual no hay fórmulas preestablecidas, pero sí intérpretes de experiencias enriquecedoras que nos pueden servir de guía en la búsqueda de respuestas propias para un momento concretamente nuestro.