Riquísimo

La luz del domingo se iba lenta, inexorable. De pronto divisé un punto allá donde se perdía el camino, allá…

–Es ella, grité.

–Pero ¿dónde?, me replicaron mis compañeros.

La mirada de un hijo atraviesa montañas. Poco a poco se fue acercando. Los sudores le habían desencajado el semblante:

–Caminé durante horas, me dijo en un susurro…

Nos sentamos en unas piedras. De un bolso extrajo revistas, periódicos de días pasados, un libro. En aquel campamento del Plan la escuela al campo, en aquel paraje perdido de la Sierra, sabían de madrugadas, de niebla, de café.

Compartí con ella el almuerzo casi a la hora de cenar. Un almuerzo hecho en casa. Y una conversación familiar, de esas en las que uno no repara hasta que las pierde. Desenroscó el pomo y llenó un vaso de jugo:

–Lo preparé especialmente para ti. No fue fácil encontrar el melón….

Probé el primer sorbo. Apuré el contenido hasta el fondo.

–¿Estaba bueno, hijo?

–¡Riquísimo!

Nunca le dije que nada había podido con el calor del camino, con el camino demasiado largo, que estaba ácido.  Y cuando ella se alejó hasta volverse un punto, allá donde se perdía el camino, lo vomité todo, me volví al revés.

En estos días ando buscándola hasta en el aire. No sé por qué milagros he encontrado aquel vaso, un vaso como cualquier otro, aquel donde tomé el mejor jugo de esta vida.

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