Hubo un tiempo lejano, a fines del siglo XIX, que se temía recorrer los montes tupidos y los esteros de aquella isla, perteneciente al archipiélago Jardines del Rey, al norte del municipio Morón.
Se narraban leyendas de hombres devorados por caimanes y también ahuyentaba al viajero la agresividad de los insectos. Las autoridades españolas utilizaron el lugar como si fuera una cárcel, al enviar allí a quienes “necesitaban reeducarse”.
En aquella época aún no habían arribado norteamericanos, ni suecos para fomentar la ganadería y el cultivo de cítricos. Y demoraría casi una centuria la construcción del poblado holandés y un poco más el pedraplén que une a la isla de Turiguanó con Morón y con la vía sobre que la conecta con los cayos Coco y Guillermo, temas que apunto para futuras crónicas, pues Turiguanó siempre invita al regreso.
El nombre le fue dado por los aborígenes, antes de que llegaran los conquistadores españoles. Se traduce como palma turi. “La voz turi viene de turey, que en arahuaco significa cielo, es fácil entonces comprender que Turiguanó es una palma altísima, una palma que se empina en dirección al cielo”, precisa el investigador José Martín Suárez.
Periodista y cazador
Las noticias sobre los caimanes de Turiguanó llegaron a oídos de Felipe Verdugo, periodista canario, quien andaba de trotamundo por América. Después de visitar Puerto Rico y antes de marchar hacia Estados Unidos, donde reportaría para el Diario de Tenerife los sucesos de la Exposición de Chicago, recorrió Cuba. Decidió aventurarse, ir de caza, comprobar si era cierto lo que se decía acerca de los cocodrilos.
Por mar y tierra estuvo explorando los paisajes y la historia de la mayor de las Antillas. De Santa Cruz del Sur navegó rumbo a Júcaro y de allí, una noche fría de enero de 1894, arribó a Ciego de Ávila. Recuperó energías en la casa del asturiano Alejandro Suero Balbín, propietario de la mejor panadería del poblado, varias viviendas, fincas ganaderas y agrícolas.
Después de descansar cuatro días, el corresponsal estaba dispuesto a continuar hacia el norte, con destino a Morón. En su serie Una excursión colombiana, publicada en el Diario de Tenerife, el 12 de enero de 1894, confesaba su ansiedad ante la aventura que le esperaba: “Vamos a Morón, límite norte de la Trocha, pasearemos por la Laguna de leche, veremos caimanes, los cazaremos y con esta perspectiva de saurios cubanos, al alcance del rifle que llevo, tan llena de emociones, saturada de interés y cuajada de incidentes, debo acostarme con permiso de los jejenes, hasta otro día”.
Para evitar la fatiga de un viaje a caballo, aceptó trasladarse por la vía férrea. Al parecer no había tren disponible y se fue en una cigüeña, así llamaban al medio de transporte movido, manualmente, por cuatro hombres. Cuatro horas duró el recorrido.
“Es bastante rápido, pero muy fatigoso, y a los pobres seres motores, es preciso darles cada poco tiempo un pienso de aguardiente, que es como si dijéramos carbón a la máquina”.
Por los esteros de la Laguna de la Leche, conocida así por la blancura de sus aguas y famosa luego como hábitat de truchas, llevaron al viajero hacia Turiguanó.
Con una extensión de 202 kilómetros cuadrados, la isla poseía abundantes maderas, ganado vacuno, cerdos, venados, perros jíbaros, patos, jutías y los temibles caimanes. Pero dejemos que sea el cronista español quien nos relate sus impresiones:
“La naturaleza parece que reunió en aquellos poéticos esteros toda su gallardía y esplendor. Aguas transparentes y tranquilas sobre cuya superficie flotaban las plantas acuáticas sujetas al lecho del río; orillas de ñameras y cañas nacidas al pie de frondosos árboles que cruzaban las elevadas ramas en lo alto formando tupido dosel y extenso túnel de verdura; fondos diversos de enredados bejucos, guinea espesa, enmarañada selva donde se escondían azoradas las jutías, internaban los patos al cruzar lento de nuestra embarcación, que se perdía y volvía a aparecer entre aquel laberinto, dando vueltas por espacio de dos horas sin saber el rumbo fijo en el destino que le señalara el patrón”.
El dueño de la Isla
Pues sí, Turiguanó tenía propietario y se llamaba Francisco Comesañas López, descendiente de la familia más acaudalada de la parte occidental de Camagüey. Había nacido en Morón, el primero de junio de 1821 y allí murió, nonagenario, el 20 de febrero de 1915. No está muy claro el proceso que siguió para adquirir aquella hacienda, perteneciente con anterioridad a la familia de apellido Nolasco.
Para trasladarse a Turiguanó, Comesañas utilizaba las embarcaciones nombradas La Nimia y La Dalia. Cultivó tabaco y plátanos en aquel lugar alejado de la civilización.
El 23 de febrero de 1915, el Diario de la Marina, divulgaba en un artículo de José Muñiz Vergara:
(…) su laboriosidad era aún más notable que sus riquezas con haber sido muy grandes estas. Madrugaba extraordinariamente. Solía decir, sentenciosa y efectivamente, repitiendo un adagio castellano, que el que se levanta tarde ni oye misa ni compra carne. Dueño de miles de cabezas de ganado vacuno y de cerda, amo de inmensas propiedades territoriales y hombre de negocios considerables toda su vida, atendía personalmente a todo, era su mismo administrador, su tenedor de libros, su cajero y su supervisor. Gustábanle los placeres de la vida; y cuando sus desembolsos habían sido fuertes se vencía a sí mismo y solía marcharse a su valiosa isla de Turiguanó en donde, hacha en mano, talaba bosques y enlazaba toros cual el último jornalero de sus haciendas. Su amor a los gallos finos y su consagración a esa fiesta popular cubana rayó en delirio. Contaba siempre cientos de gallos en sus galleras; de Honduras, Nicaragua, Costa Rica y El Salvador hacíanle pedidos considerables. Decir un gallo de los Comesañas, era como decir un toro de Miura o un perro de San Bernardo o un galgo escocés o un caballo árabe”.
A Comesañas quisieron las autoridades coloniales premiar su fidelidad —fue coronel del Cuerpo de Voluntarios— con el título nobiliario de Marqués de Turiguanó, pero rechazó la propuesta.
Un cura francotirador
Sigamos con el periodista canario. Iba entre los cazadores que lo acompañaban, el cura de la Iglesia de Morón. Presumía de jamás fallar un disparo. Desde la barca divisaban a los caimanes, dormidos en las orillas. “¡Pobrecillos! no sabían que antes de llegar tuvimos repartidas sus pieles para maletas y zapatillas”.
Emocionados arribaron a la playa. Allí estaba la pieza añorada, como si esperara por ellos.
“(…) ya creímos ver un lagarto fenomenal, negrazco y de piel petrificada cubierta de callosidades poliedrales. No cabe duda —dijo el cura— es un ejemplar magnífico, apuntaré al sobaquillo, vulnerable de su resistente coraza.
‒Apunte bien páter, no quede mal para su fama de cazador.
‒En cuanto atraque la barca caerá en nuestro poder, ¡Mueran los reptiles! vociferó entusiasmado nuestro capellán.
Al fin llegamos, el saurio se distinguía perfectamente, medio abierta la colosal boca enseñaba múltiples fibras de incisivos, las manos agarradas a la arena y encorvada la cola, parecía embelesado, como un estúpido indiferente a nuestras maniobras.
¡Que empiece el cura!, repetimos todos.
‒Pum, dijo el rifle eclesiástico, pasaron dos segundos, tres y cuatro sin que la alimaña se diera por entendida.
‒Ya te las diré de misas truán[sic], murmuró el páter, apuntando de nuevo.
‒Paf… que si quieres.
‒Y van dos, fuera el clérigo, a la parroquia a echar bendiciones, gritamos tomando nuestras carabinas llenas de indignación”.
Hubo disparos múltiples, sin bajarse de la barca. Un pato levantó el vuelo, ileso de la balacera. Y el cura, furioso, retomó la palabra:
“‒Señores, (…) lo he dejado seco del primer balazo, vamos a verlo y se convencerán ustedes.
Todos saltamos a la orilla, llenos de curiosidad y emocionadas por tener tan cerca aquel monstruoso anfibio, con cautela llegamos al lugar del asesinato y contemplamos a cierta distancia nuestra víctima, atravesada por parte a parte, bajo el sobaquillo.
‒ Bravo por el páter, bravo, bravo!
‒Gracias amado pueblo, respondió como Robinson, levantemos el cadáver, aún debe estar caliente la bala.
‒Pero señor cura huele a podre, el pobre ha fallecido hace un trimestre y solo le queda la piel”.
Y llegaron los insurrectos
A pesar de los peligros, los libertadores cubanos usaron la zona inhóspita de Turiguanó con el fin de burlar la vigilancia española durante la última guerra independentista.
Sin embargo, la situación empeoró cuando el ejército hispano construyó allí tres fuertes, una batería, desplazó numerosa tropa e instauró un heliógrafo para establecer la comunicación óptica con Morón y Mayajigua, en 1897.
En el intento de pasar, muchos perdieron la vida, entre ellos el poeta y periodista puertorriqueño Francisco Gonzalo Marín, integrante del Partido Revolucionario Cubano, colaborador del periódico Patria y el avileño Abraham Delgado.
Sobre la muerte de este último, narraba el médico y combatiente mambí Fermín Valdés Domínguez:
“He sabido con pena que en la pasada para el Camagüey de la gente que trajo el coronel S. Reyes murió el capitán Abraham Delgado que iba como jefe por la herida de Reyes, dicen que fue a explorar dejándole a su oficial más caracterizado el paquete de la correspondencia: al caer aquel corrió este para salvar los papeles y la gente creyendo que lo hacía por necesidad general, lo siguió, abandonó el cadáver del propio Delgado (…)”
Pero otros lograron su misión. Se destacaron los generales Carlos González Clavel y Quintín Bandera, los coroneles Dimas Zamora, Tranquilino Cervantes y muchos más. Esto hizo, quizás, que el periodista Ramón Catalá calificara a la Isla de Turiguanó, en un artículo publicado en el Diario de la Marina, el 24 de enero de 1933 como “una especie de puente cercano a la costa por el que se daba el salto de un lado a otro.” Exageraba el colega.
Se cuenta que uno de los prácticos que conducían entre los pantanos a los insurrectos, fue devorado por un cocodrilo ante la vista impotente de sus compañeros, murió en silencio para no delatar la presencia de la pequeña guerrilla.
El coronel Simón Reyes, conocido en la Historia por el sobrenombre de “El Águila de la Trocha”, alcanzó su máximo grado militar por la hazaña de cruzar Turiguanó con 75 hombres, en el mes de julio de 1897.
De Camagüey trajeron un cargamento de 18 mil balas para entregarlo al general Máximo Gómez. Cada uno llevó 300 proyectiles en sacos de guano. Pasaron seis días ocultos, alimentándose con miel de abejas, aguijoneada la piel por las picadas de mosquitos y jejenes.
Escuchaban, de vez en vez, a los españoles con su inquietante frase: “centinela alerta”, “centinela alerta”… Finalmente, pudieron escabullirse y arribar al campamento del Generalísimo.
Inspiración de escritores
Las bellezas naturales y la vida llena de aventuras y también dura para carboneros y pescadores pobres, han inspirado a escritores. De Nicolás Guillén son estos versos, divulgados en el libro El son entero, publicado en Argentina en 1947:
lsla de Turiguanó,
te quiero comprar entera
y sepultarte en mi voz.
¡Oh luz de estrella marina,
isla de Turiguanó!
-¡Sí, señor,
cómo no!
Isla de Turiguanó,
sin piratas quiero verte,
largo a largo bajo el sol,
suelta en tu coral redondo,
isla de Turiguanó.
-¡Sí, señor,
cómo no!
Hojas de plátano lento,
isla de Turiguanó,
despiertas cuando tú duermas
quiero en tu fiel abanico,
isla de Turiguanó.
-¡Si, señor,
cómo no!
¡Vámonos al Mar Caribe,
isla de Turiguanó,
en un velero velero
sobre las aguas en vela,
isla de Turiguanó!
-¡Sí, señor,
cómo no!
¡Ay, Turiguanó soñando,
clavada frente a Morón:
cielo roto, viento blando,
ay, Turiguanó llorando,
ay, Turiguanó!
La fértil imaginación de Ibrahím Doblado del Rosario (Ciego de Ávila, 6 de agosto 1941- 21 de junio de 2012) encontró en la isla el lugar ideal para crear tramas y personajes. Así lo ilustran sus libros antológicos Relatos de Turiguanó (1983, Premio “La Edad de Oro”), y Nuevos relatos de Turiguanó (2009).
El escritor amó tanto esos parajes que allí fijó su residencia y andaba casi siempre distraído. Así lo conocí cuando fui a investigar la historia de la colonia sueca. Tal vez entonces galopaba sobre uno de los caballos salvajes o enlazaba un toro de Comesañas.
Fuentes:
Unión de Historiadores de Cuba. Filial Ciego de Ávila
Diario de Tenerife.
Diario de la Marina.
Patria.
Investigaciones de Yudit María Pérez Pérez y Daniel G. Martín.
Larry Morales: Máximo Gómez al oeste de la trocha, Ediciones UNIÓN, La Habana, 2003.
Fermín Valdés Domínguez: Diario de soldado, La Habana, 1971.
Excelente trabajo. ¡ Cómo hay historias desconocidas! Gracias Oncuba por divulgar este artículo.