Pero la inmensa humanidad espera.
La vida es esperanza.
Nazim Hkment
En San Roque la vida es simple y dura. Los caminos polvorientos arden al mediodía, mientras los animales domésticos y del monte descansan a la sombra de los matorrales. A veces la brisa barre la superficie y una nube de insectos te acribilla hasta los huesos. Jejenes, la plaga terrible que te hace sentir en el mismo infierno.
La ausencia de abejas preocupa a los pobladores. Estos insectos han sido afectado por el uso de pesticidas en los cultivos. Así, el trabajo de polinizar el campo les queda a otros insectos, los pájaros y el viento.
San Roque es una comunidad agrícola, uno de los tantos barrios que bordean la carretera que va de Alquízar a Playa Guanímar, en la costa sur de Artemisa. Heredó el nombre de una finca antigua, como pasó con casi todos los barrios de la zona.
En 1991 el panorama cambió. De tener unas pocas casas aisladas creció para convertirse en un contingente agrícola. De aquellos antiguos albergues, comedores y áreas de esparcimiento queda algo todavía. Al desmantelarse el proyecto de los contingentes, las mismas áreas se convirtieron en viviendas para los trabajadores que no regresaron a sus provincias; y así fue como una gran masa de inmigrantes, sobre todo provenientes de Oriente, terminó poblando la comunidad.
Desde entonces el flujo no se detiene; las causas de esta emigración interna continúan inalterables, e incluso se han intensificado. Así lo confirmó Jorge Lina, una señora que vive en la comunidad desde hace más de 40 años.
“Es que aquello —dice, en alusión al Oriente del país— se ha puesto malo. No hay dinero, no hay nada, y la gente viene para acá buscando trabajo. Esto aquí era un desierto, sólo había aromos; no había corriente. Antes estas tierras eran casi todas particulares, cada guajiro tenía su finca”.
¿Qué pasó con esas fincas? “Política, mijo”, me dice la anciana y aprovecha para desinclinar su taburete. Estira el tronco y habla más bajito, como si lo que dice fuera delito. “Debe de ser la reestructuración que hizo el Gobierno, al que le hizo falta la tierra. Les dieron a los campesinos la oportunidad de irse para otra parte y cogieron las tierras. ¿Entiendes? Esas mismas tierras luego se perdieron en la maleza y son las mismas que después dieron en usufructo a los campesinos de ahora, porque las cooperativas no producen nada. Tú sabes, las vueltas que da el Estado con las cosas”, concluye.
No es pobreza
En San Roque nadie es pobre, según sus habitantes. Si les preguntas, pueden hasta ofenderse. Por supuesto, quieren vivir mejor, ansían cosas para que su vida sea diferente; pero pobres, no, ellos pobres no son. Aunque sus casas se mojen cuando llueve; aunque mientras duermen vean las estrellas por las rendijas del techo, y de día el cielo azul y las nubes; aunque los niños jueguen descalzos para cuidar el único par de zapatos que tienen para ir a la escuela, los adultos laven su ropa de trabajo al final de la tarde para que esté lista al día siguiente; porque no tienen más, o trabajen descalzos, porque comprar un par de botas se vuelve una empresa difícil cuando tienes que elegir entre comer y calzar.
Ante la disyuntiva, eligen sentir los pies en el fango frío, en la hierba verde y húmeda de la madrugada, como Dios los hizo, para caminar y andar en la tierra. “No me siento pobre, cuido lo que tengo”, me dijo una mujer que se negó a que le hiciera una foto porque andaba descalza.
Las antiguas instalaciones del contingente resisten al tiempo y las transformaciones. Muchas casas tienen divisiones, ventanas nuevas, fregaderos, cocinas, baños; puede decirse que los que viven en estas construcciones son los de mejores condiciones.
Al borde del camino que da acceso a la comunidad han construido algunas casas de madera y otras de bloques de hormigón, recientes. Estas últimas tienen mayor privacidad. Luego, en cualquier parte del barrio, se levanta lo que aquí llaman los “quimbos”: construcciones improvisadas, sostenidas por cuatro palos, tablas de palma, cartones, nailon y algún otro material; todas de una sola pieza, al más fiel estilo de aquellas casuchas que Alberto Korda retrató en sus fotorreportajes de los años 50.
En una de ellas encontré a Kelly, una niña dulce y vivaracha que se negó a que le hiciera una foto. Cuando me veía llegar con la cámara escapaba corriendo por los callejones rojos de tierra y buscaba refugio en las casas o detrás de los árboles. Si yo lograba alcanzarla, no levantaba el rostro. No pude retratar sus ojos.
Hablemos de problemas
Ricardo es un hombre cansado, ha envejecido, según dice su mujer; le faltan algunos dientes y habla extraño, como pisando lento la lengua. Baja y sube el tono de voz y a veces no lo entiendo, pero comprendo por qué me enseña su casa de improvisado techo. Quiere que vea la luz reflejada en la pared, las hojas verdes de la mata de mango, y la cocina con el pan listo para comer y el aceite que le untará. Ricardo deja claro que no quiere ser retratado; entonces comemos pan.
Alicia lleva años en su casa, pero el huracán Rafael le arrancó el techo de fibrocemento. Con pedazos pudieron techar el cuarto y allí duermen. El resto está descubierto. El cielo se ve azul, las nubes grandes y blancas. Dan ganas de sentarse en el sillón y dejar que muera el tiempo. En cualquier dirección que se mire, la imagen es bella; pero sobrecoge saber que viven a la intemperie.
Por suerte ese mismo día Alicia y su esposo habían comprado los materiales que el Gobierno les vende a los damnificados: cemento y zinc galvanizado. Faltaron algunas cosas que ella espera poder pagar pronto porque “te dan los materiales solo si tienes el dinero para pagarlos”, dice.
Su esposo me cuenta que tuvo que reunir el dinero poco a poco y entonces pudo comprarlos. Los subsidios son solo para quienes tengan empleo estatal, que no es su caso.
Como norma, los afectados de la comunidad trabajan con campesinos privados y algunos no disponen del dinero necesario para comprar los materiales. Verán las nubes dentro de sus casas por muchos meses más; probablemente, años.
“Yo soy un caso social”, dice Yudita, otra vecina, y da con los nudos de los dedos en la puerta de Alicia. Ladea la cabeza y veo que sus dientes me apuntan. Habla sin dejar de golpear. “Soy la única que tiene cinco niños y la trabajadora social no viene a atenderme. Si no pido el dinero para comprar los materiales ella no viene a dármelos”.
Por ser una persona vulnerable, Yudita recibió un subsidio hace más de un año. Tiene una tarjeta de banco que le garantiza que recibirá materiales para ampliar y mejorar la casa donde vive con seis personas más: sus cinco hijos y su esposo. Se trata de una habitación de una sola pieza que se divide en cocina, baño y cuarto. Hay una cama grande, una mediana y la cuna donde duerme el más pequeño de sus hijos.
Los niños son la alegría de la comunidad, pero también los más afectados por la mala gestión gubernamental. Los que están en edad primaria tienen la escuela a 3 kilómetros de San Roque. La educación municipal debe garantizarles transporte que los lleve y los traiga, pero la mayoría de las veces no sucede. Esos días no van a clases.
La presidenta del CDR, Yanitza, cuenta que esta es una queja antigua, que ya no saben qué hacer ni a dónde ir para resolver el problema. Entienden que la situación con el combustible y las guaguas es crítica; pero resulta que cuando llega la temporada de verano los ómnibus escolares se la pasan dando viajes a la playa, dice enojada.
Cualquier día de la semana es posible encontrar a niños por los caminos polvorientos, en grupo o solos, cazando palomas, apedreando palmas. Así, el futuro de San Roque permanecerá inalterable.
Los quimbos
La primera vez que escuché el término fue en la película cubana Caravana (1990), de Rogelio París. Nunca imaginé que sería adaptado a Cuba y que, como en Angola, haría referencia a rústicas viviendas construidas con disímiles materiales. Se componen de madera, piso de tierra y tienen una sola pieza; no hay divisiones.
Quienes viven en los quimbos fueron los últimos en llegar a San Roque. Son mano de obra para el campesinado de la zona. Llegaron buscando mejor vida, ingresos y oportunidades. Casi todos provienen de zonas rurales de Oriente. Construyen en la periferia del barrio y contribuyen al crecimiento de la comunidad.
El huracán Rafael castigó a la gente de los quimbos. Como no tienen residencia en la provincia, no recibirán material alguno para reparar los daños.
La vida en el barrio
En San Roque hay insalubridad, viviendas poco dignas, gente que vive al día y a veces come lo que puede. Es un barrio agrícola, la mano de obra de los campesinos de la zona, que no se quejan de estas gentes. Las jornadas de trabajo son dos, en la mañana y la tarde. Reciben 700 CUP diarios y a veces se emplea el “ajuste” —acuerdo formal entre los trabajadores y el dueño de la finca— en el desyerbe y la siembra de viandas. En tiempo de cosecha de ajo trabajan todos: hombres, mujeres y niños. Es una de las etapas más importantes para el rastrojero. Cuando solo quedan sobras, los dueños de fincas permiten que la gente entree e inicie el rastrojero, que muchas veces contribuye a la economía de las familias.
Hay una red de comercio en el barrio. Traen mercancías, incluso desde La Habana, y las venden allí. Pollo, arroz, azúcar, aceite, sal, etc.
Los mayores vicios son dos: el juego de la “bolita” es uno de ellos. Caen todos; es adictivo porque “es la suerte del pobre”, me dijo una mujer, y nadie quiere perderse la oportunidad de “enganchar un parlé” que lo saque de apuros por unos cuantos meses o quién sabe cuánto. Es por eso que los billetes circulan mientras los que apostaron esperan. Cuando unos corren con suerte se genera expectativa, lo cual engorda la lista con nombres y números.
El otro es un vicio terrible, triste y amargo: el alcoholismo. Es una enfermedad indetenible en el campo cubano. La falta de opciones de ocio entierra a los seres humanos; su espíritu mengua y se pierde en el alcohol, en el que encuentra el alivio frente a la rutina de trabajar, comer y dormir. No pocos le “dan a la botella” o “empinan el codo”, desde los adolescentes hasta hombres viejos y mujeres.
Algunas veces las iglesias locales toman la iniciativa y celebran alguna actividad en el barrio, regalan ropa y juguetes a los niños o llevan comida y reparten. Son momentos felices en la comunidad. No tuve la suerte de ver ninguno; pero me lo contaron. El gobierno municipal hace muy poco. A veces llegan algunos “módulos”; pero cuentan que cada día con menos productos, y siempre hay que pagarlos.
El abandono institucional es palpable en San Roque, pero la vida sigue.