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Hedels González emigró a España en 2014. Recién graduada en Psicología por la Universidad de Ciencias Médicas de La Habana, salió de la isla para cursar un máster. En Cuba se había especializado en Psicología de la Salud y procesos oncológicos, pero su experiencia como migrante y los desafíos emocionales que esta implicó la impulsaron a redirigir su carrera hacia la psicología migratoria, un campo en expansión dentro de las ciencias sociales.
“Cuando salí de Cuba me enfrenté al desarraigo absoluto. Sentí un impacto emocional muy fuerte, sobre todo en lo familiar. Me sentía muy sola. Y eso que mi migración, dentro de las posibles, no fue de las más duras: llegué regularizada, con amigos alrededor, en un contexto medianamente favorable”, recuerda.
A mitad del máster, subieron las tasas para estudiantes extracomunitarios (aquellos que no pertenecen a la Unión Europea) y, al mismo tiempo, descubrió que homologar su título obtenido en Cuba no era una opción viable en el momento. Le informaron que debía cursar de nuevo varias asignaturas en una universidad española. Ese cúmulo de obstáculos la llevó a abandonar el máster y, por un tiempo, la psicología.
“Volví a estudiar la carrera cuatro años después, cuando la frustración y el enfado comenzaron a ceder. Me reconocieron algunas materias, pero tuve que matricularme en una universidad privada, ya siendo madre, lo cual añadió dificultad al proceso. Tras la pandemia, no pude seguir costeándola y tuve que pasarme a la universidad pública, con todo el tiempo de espera que eso implica. No ha sido fácil. En 2023, finalmente, llegó la equivalencia de mi título cubano y logré colegiarme. Aun así, decidí terminar la carrera en España y cerrar todos los procesos académicos aquí, a pesar de sentirlos profundamente injustos”, rememora.
En 2023 empezó a acompañar en su clínica numerosos casos de pacientes migrantes cubanos, en los que identificó un patrón común: “Muchos asociaban su malestar a la autoestima y el estrés, pero no reconocían que la emigración era un factor central en su salud mental. Eso, junto con lo que yo misma viví —la falta de profundidad en los procesos terapéuticos, donde la migración no era representada—, me hizo pensar: ‘Esto no lo estamos haciendo bien’. Ahí empezó todo”.

Motivada por eso, decide lanzar Emigrar hacia adentro, un proyecto pensado para promover la salud mental entre los cubanos de la diáspora.
“Me di cuenta de que estábamos dejando de lado procesos fundamentales: identidad, pertenencia, comunidad, regulación emocional, memoria… aspectos invisibles, pero determinantes. Esto lo vi tanto en la clínica como en mis investigaciones. Hay muchos estudios sobre migración, pero la mayoría se centra en ciertos flujos o regiones. Falta una mirada más afinada hacia lo latinoamericano”.
Actualmente Hedels González cursa un diplomado en salud mental en situaciones de violencia política y catástrofe, con mirada hacia América Latina, además de una especialización en salud mental e intervención en personas refugiadas. Forma parte del Grupo de trabajo “Movimientos migratorios, refugio, asilo y relaciones interculturales”, del Colegio Oficial de Psicología de Cataluña (COPC).
Además de liderar Emigrar hacia adentro, la cubana atiende como psicóloga clínica a connacionales afincados en ocho países. Sueña con que su trabajo contribuya a formar nuevos profesionales en salud mental que acompañen procesos migratorios desde enfoques sensibles y contextualizados, y que lo que comenzó como un proyecto individual pueda trascenderla.
¿Qué importancia tiene la variable migratoria cuando hablamos de salud mental?
Migrar no es solo dejar un país. Es además todo lo que viene después: el vacío, la transformación interna, las pérdidas que no siempre se nombran. En redes sociales se ve solo una capa superficial, pero detrás hay una estructura emocional e identitaria profundamente compleja. Y yo quería mirar eso, entenderlo y acompañarlo.
Con el tiempo, comprendí que la migración no estaba siendo considerada una variable terapéutica real, compleja y determinante. Esa omisión la vi tanto en las personas dentro de la comunidad, como en mi proceso personal. Incluso cuando busqué ayuda psicológica, noté que se abordaba la migración como una categoría genérica, a menudo desde una visión eurocentrista enfocada en el migrante del “primer mundo”.
Pero migrar desde el sur global, con nuestras raíces, nuestras historias, es otra cosa. No se trata solo de adaptarse a la cultura occidental, sino de respetar la estructura emocional y cultural de la que venimos. Cuando esa parte se ignora, algo se quiebra. Y muchas veces, en ese quiebre, nos perdemos.
Por eso insisto: estábamos saltándonos procesos fundamentales —identidad, pertenencia, memoria, regulación emocional— como si esas capas no existieran. Sentí la urgencia de afinar el enfoque, de comprender qué estaba pasando con nuestras experiencias migratorias desde una mirada más situada. No es lo mismo migrar desde un país que desde otro, desde un contexto que desde otro, influye tanto el de donde venimos como adonde hemos llegado.
¿Qué es “Emigrar hacia adentro”?
Es mucho más que lo que se muestra en Instagram. Las redes sociales han sido una vía para presentar de forma sencilla todo lo que hay detrás. No se trata solo de hablar de emociones, sino de comprender cómo se entrelazan raíces, identidad, contexto, cuerpo y territorio en nuestro bienestar emocional.
Mi objetivo es traducir el conocimiento técnico que adquiero en mis estudios a un lenguaje cercano, sin que pierda profundidad ni rigurosidad. No quiero que el proyecto se reduzca a una experiencia personal, no está basado ni en mi experiencia ni en un único tipo de emigración: lo sostienen teoría, análisis y práctica.
El centro del proyecto es construir espacios donde podamos mirarnos con respeto y dignidad, conscientes del contexto del que venimos. Donde hablar de salud mental no implique tabú ni vergüenza. Donde podamos nombrar lo que duele, sin sentir que fallamos por necesitar ayuda y también acercar la salud mental a nuestra cultura, quitando estigmas
¿Qué papel juegan las redes sociales en la salud mental de los migrantes hoy día?
Si se usan con intención, pueden ser grandes aliadas. En mi caso, todo lo que comparto está guiado por un propósito: psicoeducar y contribuir al aprendizaje colectivo sobre la experiencia migratoria.
Las plataformas digitales pueden ayudar a construir comunidad, pero también pueden aumentar la autoexigencia. Compararse con los procesos de otros migrantes puede llevar a una culpa injusta si sentimos que no estamos logrando lo mismo.
Yo uso las redes como una plataforma para hacer crecer mi proyecto, pero con cuidado y responsabilidad, y mostrándome humana: una persona que vivió la migración. Intento mantener separados mis distintos roles —psicóloga, mujer, madre, cubana—, especialmente en el mundo digital.
Creo que los que divulgamos sobre salud mental debemos cuestionarnos siempre lo que compartimos.
Lo que comparto parte del estudio y la práctica, no solo de mi historia personal. Mi experiencia es solo el puente que me llevó a interesarme por estos temas, pero el proyecto no gira en torno a mí, y por eso prefiero no exponer demasiado mi vida privada.

Hablas del síndrome del emigrante hiperexigente. ¿Qué es y cómo se manifiesta?
Muchas personas migrantes han interiorizado el discurso de que, al haber elegido irse, deben aguantarlo todo. “Decidí esto, así que tengo que ser fuerte, Mos adelante”, me repiten en consulta. Pero esa lógica —muy arraigada en nuestras culturas, especialmente en la cubana— termina por deslegitimar el dolor. Y no: migrar no nos priva del derecho a mirheridas.
Ese discurso de “tira pa’lante como sea” puede haber sido una herramienta de supervivencia, pero también nos deja atrapados en patrones emocionales antiguos, que impiden un crecimiento real. Porque si no sanas por dentro, puedes estar avanzando en lo material, pero emocionalmente sigues operando desde las mismas estructuras. Para mí, aprender a sostenernos de otra manera también es libertad. También es crecer.
Migrar pone al organismo en alerta: incluso en entornos aparentemente seguros, el cuerpo puede seguir operando en modo supervivencia. Si no hacemos un trabajo consciente con eso, cargamos esa tensión durante años.
El síndrome del emigrante hiperexigente está profundamente vinculado a lo que históricamente ha significado para los cubanos “lograr irse” del país. Existe una presión —explícita o implícita— por demostrar que la migración fue un éxito. Esa validación suele estar asociada a logros materiales y de estatus: demostrar que el sacrificio valió la pena porque se ha alcanzado estabilidad económica o prestigio social.
En la práctica clínica, he acompañado a personas que ya han alcanzado metas que soñaban antes de migrar, y sin embargo viven en constante ansiedad por conseguir más. Hay una necesidad apremiante de validación externa y una sensación de carencia interna que no se disipa. Cuando las expectativas no se cumplen, aparece la culpa y la frustración.
Esto se vuelve aún más complejo cuando quien emigra carga con la responsabilidad de sostener económicamente a quienes quedaron en Cuba. Esa expectativa puede volverse asfixiante, sobre todo cuando no se logra cumplir.
¿Has observado características particulares del proceso migratorio cubano frente a otros contextos?
Sí. La migración cubana tiene particularidades muy marcadas, y una de las más significativas es que rara vez es fruto de una decisión completamente libre. Suele estar motivada por la necesidad, la búsqueda de libertad, la crisis económica o la pérdida del sentido de pertenencia dentro del propio país.
Por eso, cuando trabajo con personas cubanas, suelo comenzar preguntando: ¿cuáles fueron los motivos que te llevaron a irte? Esa respuesta condiciona toda la relación emocional que la persona tendrá después con su país de origen, y es clave para comenzar a reconstruir una identidad fragmentada.
Algunas personas se van por motivos económicos; otras, por un quiebre profundo con lo político, lo social, lo afectivo. Esa ruptura condiciona la experiencia migratoria. Además, la emigración cubana, como la de otros países, lleva implícita una carga política. Irse de Cuba muchas veces se percibe como un logro o un golpe de suerte, lo cual genera presiones internas y externas.
Cuando emigrar no es una elección libre, muchas veces forzamos adaptaciones: por urgencia, por la sensación de no futuro, o por no sentirse parte de lo que se dejó atrás. Eso genera una tensión interna entre lo que aún se conserva de Cuba —aunque ya no nos represente del todo— y la necesidad de integrarse al país de acogida. La reconstrucción, entonces, es doble: mirar hacia dentro para ver qué queda en ti de tu país de origen, y al mismo tiempo, mirar hacia fuera para ver cómo puedes adaptarte sin perderte.a
¿En tu práctica clínica has observado diferencias en las experiencias migratorias según el género o la edad?
Trabajo mucho con mujeres migrantes, y lo que observo es un dolor compartido, aunque las historias sean distintas. Existe una sensación de pérdida, de desarraigo, de haber tenido que dejar demasiado atrás. Y también hay una fuerza inmensa, una gran capacidad de sostenerse y reconstruirse. Pero esa fuerza no debería implicar estar sola. No deberíamos romantizar esa soledad heroica, porque a veces ser fuerte también agota.
Por eso necesitamos espacios terapéuticos que no solo acojan el dolor, sino que reconozcan el contexto de cada persona. Que no pretendan “normalizar” el sufrimiento migrante como si fuera parte inherente del proceso, ni nos impongan una idea de bienestar basada en otras realidades. No se trata simplemente de “adaptarse”, como si adaptarse fuera sinónimo de olvidar.
Esa también es mi manera de cuidar a mi país desde fuera: acompañar a quienes, como yo, salieron buscando algo más, pero no por eso dejaron de necesitar raíces, vínculos y sentido de pertenencia. La salud mental, para mí, es un derecho, y también una forma de resistencia. Una forma de decir: merecemos vivir bien, no solo sobrevivir.

Más allá de los motivos concretos que llevan a alguien a emigrar, la pregunta clave que planteo en consulta es: ¿por qué has decidido migrar? Aunque parezca simple, es un cuestionamiento profundo, especialmente si pensamos en las distintas etapas vitales.
No es lo mismo migrar a los 20 que a los 60. En la adultez mayor, no se trata de construir una identidad desde cero, porque esta ya está formada. Pero hay una pérdida profunda, una sensación de que el tiempo para reconstruirse es limitado. Se experimenta un duelo por lo que fue, por lo que se dejó atrás y por un futuro que se percibe incierto.
El desarraigo a esa edad puede resultar especialmente duro, porque se espera haber alcanzado estabilidad, no tener que volver a empezar. Por eso, el duelo identitario, la pérdida de pertenencia y la fractura de los vínculos afectivos tienen un peso emocional muy concreto. Más allá de las posibilidades reales de adaptación, lo que más duele es esa vivencia interna, subjetiva, del duelo.
¿Cómo abordas en tu práctica terapéutica ese duelo migratorio y la nostalgia por el país de origen?
Desde la psicoterapia, acompañar el “emigrar hacia adentro” implica sostener ese duelo, no para superarlo, sino para integrarlo. Porque el duelo no se supera: se integra. Reconocer la pérdida, darle espacio y tiempo, es fundamental. Forzar una adaptación rápida solo genera resistencia y sufrimiento.
La sociedad impone la idea de que debemos adaptarnos de inmediato, pero muchas veces esa rapidez tapa el duelo y dificulta una reconstrucción auténtica. El verdadero reto no es solo adaptarse a una nueva cultura, sino rehacer, con paciencia, los códigos afectivos, simbólicos y culturales que fueron desarticulados.
Hay algo que observo con frecuencia: personas que, aunque están bien materialmente en su nuevo lugar, sienten que no tienen derecho a sentirse mal o tristes, porque están “mejor que antes”. Pero la identidad no se sostiene solo con condiciones materiales; es un entramado de símbolos, lenguajes, memorias y afectos, muchos de los cuales se pierden o fragmentan en el proceso migratorio.
Por eso, desde mi acompañamiento terapéutico, insisto en que no se trata de olvidar ni de superar. Se trata de integrar. De permitir que esa pérdida tenga un lugar, que duela cuando tenga que doler, para que poco a poco se diluya, y deje espacio para construir una nueva identidad y sentido de pertenencia.
¿Cómo percibes, desde tu experiencia clínica y también personal, los efectos de la fragmentación identitaria que sienten muchos cubanos hoy?
Reconstruir la identidad y el sentido de pertenencia en el contexto migratorio es parte esencial del proceso de duelo que implica emigrar. Pero hacerlo desde la distancia es profundamente desafiante. El migrante se enfrenta a un reflejo distorsionado de su país de origen, que ya no existe tal como lo conoció.
Este proceso varía mucho según el momento y las razones por las que alguien emigró. Las experiencias familiares muestran que vivimos con una sombra de recuerdos que cambia según el tiempo fuera del país, los vínculos que se dejaron atrás y la forma en que cada persona ha podido —o no— desprenderse emocionalmente de Cuba.
Has hablado del concepto de “soledad acompañada”. ¿Qué significa y cómo impacta emocionalmente?
La soledad acompañada es una sensación de desconexión emocional profunda, aun estando rodeada de familiares, amigos o comunidad. En nuestras sociedades, no estamos acostumbrados a sostener el malestar. Tendemos a apagarlo, a disimularlo. Y donde el dolor no puede mostrarse, surge la soledad. Puede haber presencia del otro, pero no acompañamiento real.
Además, muchos migrantes pierden sus referentes afectivos, su idioma emocional, incluso la forma de contar su historia. Les cuesta poner en palabras lo que sienten porque han perdido el contexto que daba sentido a esos sentimientos. Eso intensifica la sensación de aislamiento.
He visto a personas socialmente muy acompañadas, pero emocionalmente desgastadas. Personas que, desde fuera, parecen tener una red sólida, pero por dentro se sienten solas, invisibles, desbordadas.
¿Cómo afecta esto, particularmente, a las mujeres migrantes?
En el caso de muchas mujeres, esta presión se combina con violencias específicas: sobrecargas afectivas, responsabilidades familiares, y una fuerte invisibilización. La mujer migrante suele estar asociada a trabajos de cuidado y servicio, muchas veces mal remunerados. Y si además su situación migratoria es irregular, se expone a condiciones laborales aún más precarias.
Todo esto ocurre dentro de un proceso ya de por sí complejo como es la migración. Por eso es clave que la psicología no trate la experiencia migratoria como una vivencia uniforme o neutra. Cada historia es única, y los enfoques terapéuticos deben considerar las particularidades de género, edad, origen y contexto.
Cuba vive una oleada migratoria sin precedentes, principalmente hacia Estados Unidos, que ha sido el país de destino preferencial durante décadas. Muchos cubanos que emigraron a ese país a través del Parole Humanitario promovido por la administración Biden ven ahora amenazada su estabilidad allí, dada la postura hostil de la nueva administración hacia los migrantes. ¿Cómo pueden incidir las políticas migratorias en la salud mental?
La migración no puede entenderse fuera de lo político. Aunque el proceso se viva individualmente, es un fenómeno colectivo, social y estructural. La salud mental de las personas migrantes está directamente atravesada por las políticas migratorias: la incertidumbre legal, el temor a la deportación, la sensación de no pertenecer a ningún lugar y el hecho de que su destino dependa de decisiones gubernamentales generan un estrés permanente.
Cuando hablamos de psicología sin considerar lo político, lo que hacemos es autoayuda, no psicología. La política define los marcos en los que vivimos. No podemos estar ajenos a algo que condiciona de forma tan directa nuestros proyectos de vida. El migrante vive a merced de decisiones tomadas en contextos que, muchas veces, le son ajenos.
Un cambio abrupto en la política migratoria no afecta solo el estatus legal de las personas, sino también su percepción de futuro. Es como si les quitaran el control sobre su propia vida.
El caso de los cubanos que emigraron a Estados Unidos bajo el Parole Humanitario lo ejemplifica bien: llegaron con una promesa de estabilidad que ahora se ve amenazada. Viven un impasse profundo, acompañados de incertidumbre jurídica y de un discurso cada vez más hostil que los representa como una carga o una amenaza. Esa narrativa tiene efectos directos sobre la autoestima, genera ansiedad, desgaste emocional y, en muchos casos, trauma.
Las leyes no son solo documentos: impactan nuestra sanuestra capacidad de imaginar el futuro. Y para quienes vienen de contextos marcados por el exili, los silencios o las rupturas, soportar estas tensiones en los países de acogida supone un peso enorme.
Desde la psicología, no podemos seguir apelando únicamente a la “resiliencia” como si fuera una virtud heroica individual. Los contextos políticos generan daños que no pueden resolverse solo con fuerza personal. Por eso, las soluciones deben ser colectivas. Necesitamos formar profesionales que comprendan la migración desde una mirada crítica, sensible y comprometida con la realidad emocional y estructural de quienes atraviesan estos procesos.
¿Qué aprendizajes personales y profesionales te ha dejado tu proyecto hasta ahora y qué esperas del futuro?
Mi especialización actual se orienta por completo hacia los procesos migratorios. Más allá de la migración cubana —que, por supuesto, atraviesa todo mi trabajo—, me interesa comprender los distintos tipos de desplazamiento, incluidas las experiencias de personas refugiadas, desplazadas o forzadas a migrar por distintas formas de violencia. Me enfoco especialmente en la diáspora latinoamericana, en la violencia política y en lo que ocurre después del acto migratorio.
Siento mucho orgullo por lo que hemos construido y por la constancia que he mantenido, especialmente considerando que hace apenas dos años lanzar este proyecto al mundo era un acto de incertidumbre absoluta. Mi felicidad, sin embargo, no borra el cansancio, las madrugadas estudiando ni todo lo que queda fuera del plano visible en redes sociales.

A futuro, mi deseo es que “Emigrar hacia adentro” crezca más allá de mí. Quiero que se convierta en una plataforma sólida de salud mental, donde otros profesionales puedan sumarse con su propia identidad y formas de hacer aunque tengamos una mirada común y especializada en la emigración como variable . Un espacio donde los cubanos en el exterior resignifiquen el cuidado emocional desde una mirada constructiva y libre de estigmas, y que al mismo tiempo permita formar a psicólogos del mundo para que acompañen mejor a personas migrantes con historias de vida y contextos radicalmente distintos a los suyos.
También me interesa seguir colaborando con instituciones y grupos en el diseño de programas de estudio enfocados en salud mental y migración. Creo que solo a través del trabajo institucional podemos ampliar el alcance y el acceso a la salud mental para todas las personas.