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En medio de crecientes restricciones en las políticas migratorias de Donald Trump, miles de cubanos ven hoy cómo se esfuman sus sueños de emigrar o de permanecer en territorio estadounidense con un estatus legal. El pasado 3 de diciembre, el gobierno de Estados Unidos suspendió de forma inmediata todas las solicitudes de asilo, residencia, naturalización y otros trámites migratorios para ciudadanos de 19 países —entre ellos Cuba— lo que generó profundas y nuevas incertidumbres.
La Administración estadounidense revocó decenas de miles de visados en 2025 —incluyendo permisos de estudiantes— de forma masiva y repentina, aumentando el clima de miedo e inseguridad para quienes confiaban en la posibilidad de estudiar, trabajar o construir una vida en ese país.
En este contexto de hostilidad y de futuro incierto para muchos migrantes, OnCuba dialogó vía WhatsApp con Hedels González, psicóloga especialista en salud mental y migración, y fundadora del proyecto “Emigrar hacia dentro”.
Desde su mirada clínica, analiza cómo se procesa el duelo por un futuro imaginado, qué ocurre cuando la vida parece quedar en pausa y cuáles son las afectaciones emocionales que atraviesan individuos y comunidades golpeadas por esta realidad: el duelo por lo que se concebía como vida futura, la pérdida de recursos económicos invertidos en la travesía, y el desgaste psicológico que supone la incertidumbre por decisiones ajenas a su voluntad.
La migración suele vivirse como un proyecto vital: un sueño, un propósito, a veces una vía de escape. ¿Qué efectos emocionales genera la interrupción repentina de ese proyecto? ¿Cómo se procesa el duelo por las expectativas perdidas, por ese “futuro imaginado” que de pronto se desvanece?
La interrupción repentina de un proyecto migratorio no solo corta un plan: rompe una narrativa de vida futura. La persona no imaginó únicamente un país, imaginó una versión distinta de sí misma: cómo iba a vivir, trabajar, envejecer, cuidar a los suyos, qué iba a lograr. Cuando ese futuro imaginado se desmorona —y no hablo de una crisis vital cualquiera, sino de que te dicen que probablemente no va a ocurrir— se activa un duelo muy particular.
Es un duelo por algo que no llegó a existir, pero que estaba muy vivo psicológicamente, porque era el deseo que movía a la persona. Emocionalmente vemos tristeza, frustración, rabia, ira, desamparo, falta de claridad sobre el futuro y mucha confusión identitaria: si no soy la persona que se fue, y no sé si seré la que volverá, ¿quién soy ahora? ¿Qué hago con todo lo que inicié y todo lo que dejé?
Es clave no patologizar esta respuesta. Es esperable que la tristeza sea intensa. No significa incapacidad para afrontarlo: es que el proceso es enorme y profundamente incierto.
Procesar el duelo no consiste en “pasar página”, sino en integrarlo: darle nombre a la pérdida, reconocer la ruptura de seguridad, aceptar que estamos en incertidumbre y que no tendremos una respuesta inmediata. Durante un tiempo, la tarea no es reconstruirse, sino soportar el vacío que deja este impasse, este tiempo determinado por causas externas.
Para muchos cubanos, emigrar implica integrarse a una diáspora que sostiene económicamente a sus familias en Cuba, que hoy dependen de ese apoyo para sortear la crisis. Desde tu perspectiva clínica, ¿cómo repercute en la salud mental de los migrantes cubanos quedar atrapados en un limbo donde una decisión política externa puede redefinir todo su proyecto vital?
La indefinición y la burocracia no son sólo trámites administrativos molestos dentro de la migración, cosas que ya teníamos normalizadas y asumidas como parte del proceso. Cuando ocurren decisiones de este tipo —como lo que está pasando ahora— lo que se suspende no es un trámite, es una forma de vida. Es como si nos quedáramos en un impasse del tiempo, como si pusieran la vida en pausa y, a partir de ahí, no supiéramos cómo redirigir nada.
Desde la clínica, lo que vemos es que cuando hay una decisión política capaz de determinar si tu proyecto vital continúa o se derrumba, se produce una especie de congelación del tiempo psicológico. La persona no puede establecerse donde está, pero tampoco puede volver atrás. Se genera un paréntesis, una congelación emocional, incluso anestesia emocional, durante un tiempo cuyo final nadie conoce.
En el caso cubano esto se agrava porque la migración está atravesada por una responsabilidad transnacional: no solo implica el propio bienestar, sino sostener económicamente a quienes se quedaron. Entonces, cuando el estatus migratorio queda suspendido, no solo tambalea la vida de quien migró, sino la de todas las personas que dependen de ese proyecto. ¿Qué es lo esperable? Mucho miedo, mucha culpa y una exigencia enorme: “Arrastro conmigo a toda mi familia”.

Clínicamente, más que hablar de estrés o ansiedad transitoria, hablamos de una inseguridad estructural: la sensación de que, por más que lo hagas bien, por más que te organices, hay una instancia externa que puede desarmarlo todo de un momento a otro. Eso erosiona la confianza básica en un futuro estable y también la confianza en uno mismo. No se trata solo del control que puedo ejercer sobre mi vida en este país; se instala una profunda duda sobre mi propia capacidad para sostenerla.
Es importante remarcar que esto no es fragilidad individual. Sentirse desbordado es la respuesta lógica y esperable ante un contexto que no ofrece garantías.
Cubanos, venezolanos, haitianos, entre otros, han sido afectados de manera colectiva por la paralización masiva de solicitudes de asilo, no se trata de casos individuales o aislados. ¿Qué consecuencias psicológicas puede tener una medida así sobre comunidades enteras? ¿Hay riesgo de estigmatización, retraimiento social o un sentimiento de desamparo compartido?
Esto ya se veía incluso antes de que se oficializaran las medidas. En consulta he recibido personas con muchísimo miedo, dejando de hacer actividades básicas como salir a caminar, comprar o conducir, por temor a lo que ocurre políticamente. Cuando una medida así golpea a comunidades enteras, se expande un trauma compartido: no es un trámite fallido, es un mensaje colectivo que dice “ustedes, como grupo, son un problema”.
Esto tiene varias capas de impacto psicológico. Por un lado, el riesgo de estigmatización externa: ser vistos como amenaza o carga social. Pero también aparece la auto estigmatización: empezar a mirarse a través de la narrativa que te impone el entorno. Surgen sensaciones de no pertenencia, de no merecer, incomodidad en los espacios públicos, aislamiento, encierro.
Se suma un sentimiento subjetivo pero muy importante: el desamparo compartido, la sensación de que nadie está protegiendo a la comunidad. Como si fueran vidas prescindibles para las decisiones del Estado. Todo esto genera retraimiento social, vacío, ira, desconfianza institucional y una ruptura del vínculo con el Estado como figura protectora. No se explica únicamente con etiquetas diagnósticas, sino como respuesta a ser tratados como vidas menos aseguradas.
Cuando se desdibujan los privilegios migratorios que históricamente existieron para los cubanos en Estados Unidos, ¿cómo afecta eso el bienestar emocional? ¿Qué ocurre psicológicamente cuando esa idea de acogida garantizada se rompe abruptamente?
Durante años, muchos cubanos crecimos con la idea de que Estados Unidos ofrecía una puerta abierta, un trato diferenciado, una garantía implícita de acogida. Esa expectativa funcionaba como motor psicológico: “si llego ahí, puedo hacer una vida nueva; hay un lugar para mí”.
Cuando esa expectativa se rompe o parece romperse, el impacto es doble. Por un lado, una crisis de confianza hacia el país al que se aspiraba llegar, que debía garantizar seguridad y estabilidad. Por otro, una crisis de valor personal, porque el mensaje que se recibe es: “no eres bienvenido, representas un riesgo”.
Psicológicamente, esto puede traducirse en ira, vergüenza, sensación de fraude, traición y la idea de que no existe un lugar en el mundo donde sentirse protegido. La inestabilidad de esa expectativa sostenida en el tiempo tiene un enorme coste emocional.

Muchos de quienes están hoy varados en la incertidumbre vendieron propiedades, renunciaron a trabajos, se despidieron de sus familias y planificaron una vida entera en Estados Unidos. ¿Cómo se enfrenta ese “vacío” que queda cuando el proyecto se detiene o se aplaza indefinidamente? ¿Qué estrategias de afrontamiento y qué herramientas prácticas recomiendas para recuperar estabilidad emocional y redefinir el horizonte?
Voy a ser totalmente honesta: en procesos externos tan fracturantes no hay muchas estrategias para afrontar, y menos para redefinir horizontes. Es como pedirle a alguien en medio de un vacío absoluto que reorganice toda su vida.
Cuando un proyecto migratorio se interrumpe de manera abrupta —un proyecto donde hay tanto control externo— no existen tres pasos mágicos para reconstruirse. Lo primero no son las estrategias: lo primero es nombrar la realidad. Nombrar que hay vidas partidas, familias fragmentadas, proyectos desmontados, recursos invertidos que quizás no se recuperen.

Hablar demasiado pronto de redefinir horizontes puede ser injusto: sería pedirle a la persona que se adapte a algo que aún no existe. En esta fase, la tarea no es rehacer, sino atravesar la incertidumbre. Aceptar el vacío, la incomodidad, las preguntas sin respuesta, los escenarios imaginados porque no hay verdades externas aún.
El contexto —no la voluntad individual— es quien determinará las condiciones. Por eso, más que herramientas de reconstrucción, ahora hacen falta anclajes mínimos diarios: sostener el cuerpo, mantener pequeñas rutinas que den estructura, cuidar lo que sí es controlable sin exigirse milagros.
Es importante contar con espacios donde hablar de esto sin minimizarlo, compartir con personas que entiendan el miedo y la ansiedad. No es momento para tomar grandes decisiones. Es momento de cuidar la estabilidad que existe, prever cuidadosamente, contener gastos y acompañar nuestra realidad sin actuar como si nada estuviera pasando.
La solución no depende solo de la resiliencia individual. Hay un elemento externo pesando muchísimo. Cuando el contexto se defina —para bien o para mal— habrá espacio para reconstruir, para crear un nuevo relato de futuro. Pero ahora, lo más honesto es acompañar la espera, legitimar el malestar y no convertir la resiliencia en una obligación más.












