Osmel Sánchez, manchado de grasa, flaco pero nervudo, explica que los almendrones requieren atención, estar invirtiendo en ellos a cada rato. Él solo se dedica a llevar pasajes hacia el aeropuerto internacional “José Martí”, cuando alguien va a viajar y prefiere pagar menos que los 25 CUC, tarifa casi estandarizada para este viaje por los taxistas particulares.
Si tiene que hacer reparaciones, Osmel viaja del municipio Playa a un taller en el barrio de Mantilla, donde tiene una conexión para traer las piezas desde México, ahorrándose gastos más elevados que otras ofertas del mercado negro nacional, el único que sirve al mantenimiento de este tipo de automóviles.
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Tiene un Chevrolet de 1954, del cual, lo único original que conserva es el chasis o la carrocería. Se llama Regino González y administra el negocio de un taller de reparaciones en el municipio de La Lisa, donde más de la mitad de los casos que atiende son almendrones.
Las piezas se deben adaptar manualmente en los talleres a la carrocería vieja para que encajen, a veces se improvisa en el taller fabricándolas con partes de diferentes autos. El Chevrolet de Regino, por ejemplo, funciona gracias a un motor de Toyota y un diferencial de Ford Explorer.
“Si se tiene el capital necesario, se cambia todo de una vez, de lo contrario se hace poco a poco. Yo empecé por los muelles y después pude costear la suspensión. Quedan muy pocos automóviles con las piezas originales, creo que un ochenta por ciento de los que ves en las calles han tenido que ser modificados”, dice.
Actualmente varios cubanos viajan a Panamá o a Rusia y traen lo que puedan de partes de carros para vender. Los choferes deben estar recurriendo a ellos o a cualquiera; son máquinas que se rompen con bastante frecuencia por los años que tienen y, en especial, por el mal estado de las calles. Tantas soldaduras e innovaciones no resisten mucho la explotación y los baches. Por la falta de piezas, no se puede confiar en el funcionamiento. Cada quince días los dueños de almendrones paran y tienen que revisarlos.
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La Plaza de la Revolución está llena de almendrones con turistas vacacionando. Por aquí se exhibe una cubana quinceañera con traje de princesa en un Chevrolet 1957 Bel Air Convertible. A apenas una cuadra, en la terminal de Ómnibus interprovinciales, las vacaciones tienen un cariz diferente. El cubano que se mueve a otras provincias, a veces por el déficit de los medios estatales, recurren a los boteros y “buquenques” (gestores de pasajeros, una especie de rémora para los taxistas). Un botero discute con uno de sus clientes porque tiró de más la puerta. Ese es realmente un dilema de los almendrones. Cierras de un jalón o con delicadeza. Abres empujando la manija hacia arriba o hacia abajo, mientras empujas o no la puerta hacia dentro o hacia afuera. Aun con tantos años de transportación, nunca se sabe del todo el método más eficaz.
Durante las madrugadas, el momento en que el transporte público alcanza su cumbre de deficiencia, los choferes de almendrones ponen el precio de acuerdo con su albedrío. Como en muchas otras ciudades del mundo, tienes que estar alerta para pagar un precio razonable, si eres extranjero, más aún. Guste o no, la tarifa la deciden ellos. O te subes al auto o te tragas la nube de polvo burlona del tubo de escape. En las calles, el botero es jefe, es rey; el almendrón, su noble y bravío corcel.