En mi barrio hay un solar. En el solar, un cuarto desvencijado y pobre. En el cuarto hay un camastro y sobre el camastro un niño de diez años mira a la pared y piensa. En la cabeza, testaruda e infantil, hay una sola idea, fija como un clavo pegado desde hace siglos a la pared: ¿Cómo recuperar mi pelota? La madre lo ha castigado escudada en su derecho de haberle advertido antes, mejor gastarse ese dinero en un par de zapatos para la escuela. Pero él no la escuchó. Si es grande para cruzar solo la calle y hacer quince mandados, también lo es para cambiar la peletería por una tienda deportiva.
Algunos pensarán en lo inútil de haberse gastado el dinero en cosa de goma, cosa que lo mismo cobra-altura-parte-cabeza-que-se-arrastra y hasta rompe el cristal de la ventana del viejo Dagoberto. Otros recordarán cómo una simple pelota puede hacerte querido entre los amigos, esperado a la salida de la escuela, codiciada compañía en la cuadra. Una pelota también contribuye a dejar esa huella de escándalo en el barrio que años más tarde celebrarás entre cervezas: ¿te acuerdas cuando jugábamos al quema’o en plena calle? ¡si volvieran aquellos tiempos!
Un niño y una pelota bastan para hacerme recordar al Fulanito que fui. Colando, a falta de pelota, hollejos de mandarina por el cristal ausente de la misma ventana de la misma casa en este barrio que ya no es el mismo, pero es igual. “Por lo menos me comí toda la merienda”, le dije en aquella ocasión a mi madre. De nada sirvió. Ella me llevó de los pelos a pedir disculpas y recoger los trece pellejos ensalivados que, testigos de mi buena puntería, se escurrían sin animarse a caer del viejo escaparate de caoba, del gran espejo de la cómoda, del afiche con aquellas mulatas semidesnudas en el Tropicana de otros tiempos.
Aupado por la falta de mandarinas en este barrio donde las cosas desaparecen igualito que las pelotas, por la ventana menos pensada, me fui a tocar la puerta del viejo Dagoberto. Le dije que lo más importante de todo es el hombre de mañana que duerme en el niño de hoy que, acostado en su cuarto desvencijado y tan pobre de este barrio nuestro, se pregunta ahora mismo: ¿si yo no aprendo a arrepentirme y usted no aprende a perdonarme, entonces en quién vamos a confiar mañana? Pero Dagoberto, con el fatalismo que le caracteriza, sentenció: ni cojas más lucha que esa pelota ya se perdió.
Les juro que lo intenté. Toqué cada puerta pero el dinero no llegaba ni a la mitad de una pelota. Los vecinos dijeron que se acerca fin de año y el día del maestro. De modo que compré unas naranjas carísimas y traje el niño del solar hasta mi patio. Masticamos despacio (había que sacarle todo el jugo que había costado) con las piernas colgando sobre el muro de ladrillos desnudos. Comprobé feliz que el tiempo no había afectado en nada mi puntería. Entraron todos los hollejos, salvo uno, que lentamente se escurría por el cristal poniendo el tiempo blando, como mismo lo pintó Dalí.
Estas historias tuyas me dan una tristeza inmensa ….me gustan y transportan al barrio
Porque tú sabes de qué barrio, de qué vecinos hablo 😉 Te mando un beso inmenso que cruce los muchos mares y llegue a ese otro barrio donde vives ahora.