Al caer la tarde en Santa Clara, un puñado de niños y adolescentes dibujan el aire con sus papalotes. Solo necesitan una porción de cielo huérfana de cables, una explanada libre de obstáculos y un viento apurado, como si llegara tarde a algún lugar.
Padres y abuelos les han enseñado a volarlos y a construirlos como se puede. Papel fino de revista o pintado a mano, un cordel lo suficientemente largo y resistente, y una cola de ropa deshecha o cinta de casete viejo, bastan para echar a volar el ligero artefacto, juguete para algunos y deporte para otros.
Todos quieren empinar, pero un problema surge: hay más papaloteros que papalotes. Entonces, mientras uno “suelta pita”, otros preparan la honda (un cable con piedras a los extremos) para derribar a los contrincantes, y el resto blinda las colas con cuchillas para cortar en pleno vuelo a cometas ajenos.
Los nacidos en esta isla hemos sido algún día papaloteros. Dejar correr el hilo hasta que casi no se divise en el azul inmenso provoca una sensación de libertad infinita.