Por: Lis García Arango
Él no está sentado en una silla, como en la canción de Silvio. Yo sí estoy de pie. Él no está desnudo, aunque sí rodeado de sombrillas.
Cada mañana, de lunes a sábado, repite la rutina: llega, abre su inmenso maletín y se sienta encima a esperar los clientes. Sus instrumentos de trabajo se reducen a dos viejas pinzas, alambres, forros rescatables y un cementerio de varillas metálicas de todos los tamaños. Cuando ya nadie los puede resucitar, él recupera y recicla a los cadáveres de nylon y de fibras plásticas.
A Fidel Pedroso Díaz no lo conocen por su nombre. Todos en Matanzas le dicen El Sombrillero. Aprendió el oficio por su abuelo Román, y a sus 54 años no recuerda el total de sombrillas que han pasado por sus manos. Para él lo único completamente cierto es que quiere dedicarse el resto de su vida a reparar sombrillas.
“No hay nada como ayudar a las personas con mi esfuerzo propio”, asegura Fidel Pedroso. Anticipadamente sabe de qué “pata cojea la sombrilla” por la marca, el modelo o el país de fabricación; automáticamente también adivina el remedio para cada una.
Lo buscan desde los municipios más recónditos de la provincia. Con frecuencia aparecen personas de Jovellanos, Calimete, Los Arabos, ubicados a más de 20 kilómetros de su lugar de trabajo.
Mi sobrilla procura que Fidel Pedroso la vea. Él, concentrado, sin miedo a equivocarse, la agarra delicadamente y la mide primero. De pie, siempre de pie, se mueve de un lugar a otro. Ambos forcejean. El sudor le recorre la frente, le cubre el rostro, se esconde entre el pelo rizado, bajo una gorra desteñida. Las gotas se mezclan con los collares de santos en su cuello.
Empuja contra la columna de concreto, le enrolla un alambre en la cubierta, la desarma y la vuelve a armar. La abre y la cierra. La cierra y la abre. Ya está curada. Fidel Pedroso dibuja una sonrisa: acaba de ganarse “el pan de cada día”. Apenas se seca el sudor y ya tiene otro cliente. Continúa sin sentarse, rodeado de sombrillas.