Es común que la gente hable mal del Gobierno y de los vendedores del agro. Ir al mercado a comprar viandas, vegetales y algo de “plato fuerte” ha sido desde siempre una tarea pesada. Los cuentos que he oído del agro, desde que era niña, siempre han sido de espanto. Que si le robaron a alguien, que si le dieron a no sé quién 2 libras de menos, que si los tomates estaban apolismados, que si el picadillo estaba medio echado a perder y para colmo dieron de vuelto un billete roto… Desde que tengo uso de razón he escuchado hablar mal de los que venden en el mercado agropecuario. Crecí con esa mala voluntad hacia ellos, creyendo que son unos descarados, unos embusteros sin corazón, eunucos de sentimiento y gente de la peor calaña.
Así fui engordando mi odio hacia los del agro, hasta que me tocó una en la familia. La esposa del abuelo de mi hijo mayor tenía un puesto en Los Chinos, el agro más popular de Holguín. Allí pasábamos a verla de vez en cuando. Yo me paraba en puntillas y buscaba con la vista, entre todas las tarimas, su pelito rubio corto.
Gina tiene unas manos hermosas y, en aquel entonces, a pesar de tenerlas llenas de tierra colorá, siempre se arreglaba las uñas. Ella pesaba las yucas y a ese acto mecánico, rústico, le ponía dulzura y elegancia. Gina es una mujer humilde, un ser sensible y de una honestidad admirable. Desde que la vida la puso en mi camino comencé a dudar de la maldad indiscriminada de la gente del agro.
Después de tantos años yendo a diferentes agros me convencí de que, muchas veces, te roban un cuarto de libra. Aunque supongo que haya unos cuantos como Gina que, siempre negada al hurto, decía: “Eso no me va a hacer más rica ni más pobre”. En ocasiones he ido medio sicalíptica con bajichupa y minifalda, y me han dado tres malanguitas de más. Otras veces he ido con el niño en brazos y le han regalado un platanito. También me he fajado en varias tarimas con los vendedores y no les vuelvo a comprar más nunca, aunque sean los que venden más barato. Algunos me han dicho que lo que compro está bueno y al llegar a mi casa descubro que estaba malo.
La época del auge de las carretillas no fue muy alentadora para reivindicar la figura del vendedor de viandas y vegetales. Los vendedores ambulantes vendían todo el doble de caro. Yo les torcía los ojos cada vez que me decían el precio de algo. Fue así hasta que conocí a Henry, un vecino que se hizo carretillero y con el tiempo se volvió amigo de la casa.
Cuando aquello vivíamos en un edificio centenario en una calle de Centro Habana. Henry era bueno, agradable y simpático, aunque vendía igual de caro que los otros. Sin embargo, le compraba de buena gana porque sabía que tenía dos hijos y era el líder de una familia numerosa. Eran como catorce en un apartamento y él tenía que mantenerlos a todos.
Ser vendedor de productos de agro tiene su estigma, y si el cliente tiene el odio fácil, como yo, y para colmo nunca le dan la razón, la cosa se pone peor todavía.
Con la pandemia, mi relación con los tarimeros cambió radicalmente. Resulta que, en mi barrio, en plena COVID-19, montaron un agrito improvisado con unas cajas para vender a los médicos del policlínico Plaza. Si sobraban productos les daban oportunidad a los vecinos de comprar. Con los meses, los vendedores fueron mejorando las condiciones y trayendo más mercancía para los que no íbamos a comprar con batas blancas.
Al lado de mi edificio está la Iglesia del Cristo Manco (le digo así de cariño, porque en el portal tiene una estatua de Cristo a la que le falta una mano). Al lado del sagrado recinto está asentado permanentemente, como una bendición, nuestro agrito de barrio. Ahí, bien cerquita de Dios, los precios suben como en todas partes. Pero es un puesto pequeño, con pocos trabajadores y somos los vecinos los que compramos; así que me hacen sentir respetada, aunque me saqueen el monedero. Nuestro vino es amargo, pero dulce.
Nos saludamos, preguntamos por las familias, ellos siempre tienen una sonrisa para mí y para mis hijos, aunque pasen días sin que compremos nada. A veces indagamos por la calidad de un boniato y ellos mismos nos dicen: “No, ese no está muy bueno… mañana entran mejores”.
En el agro de El Nene nunca me han robado el cuarto de libra, al contrario; muchas veces nos dan una ñapa. Han visto a mis hijos crecer alimentados con las calabazas y los plátanos que hemos comprado allí. Nos dejan pagar por transferencia y hasta nos dan viandas fiadas. Mi madre tiene el celular de El Nene, lo llama a cada rato y le pregunta por cualquier vianda que le falte para su sopa.
Hay días en los que estoy buscando algo específico y no lo tienen, así que voy al agro de Ayuntamiento y, cuando paso por delante del agro de El Nene, escondo la jaba. Cada vez que compro con otros me siento como si estuviera “pegando un tarro”. ¡Y en Ayuntamiento venden más caro!
Tener un agro como el nuestro en la misma cuadra es una maravilla. Además de los agros grandes, supercaros, en los que te venden brócolis y col morada, deben existir más agritos de barrio. Seguro hay gente como Gina y como Henry detrás de cualquier tarima, en cualquier lugar de Cuba. Y también gente como yo, que les retuerce los ojos, que se faja con ellos y no regresa, aunque sea el único lugar del municipio donde vendan plátano burro y yo ande con maleza de barriga. Si organizáramos los servicios de forma que sean espacios más pequeños centrados en comunidades específicas, todo funcionaría mejor. Tendríamos más sentido de pertenencia y más compromiso, nos maltrataríamos menos unos a otros y seríamos más felices, aunque los precios sigan por los cielos. Porque eso de los precios ya es cosa del Gobierno y, cuando aprendamos a querer a la gente del agro, de alguien hay que seguir hablando mal.