El Defensor del Pueblo: una necesidad para el Estado de Derecho

Bajo diversos nombres en diferentes países, la entidad representa una de las mayores garantías de los ciudadanos frente a cualquier acto arbitrario que vulnere, desconozca o limite el ejercicio de sus derechos.

La Habana. Foto: EFE/ Ernesto Mastrascusa.

La Habana. Foto: EFE/ Ernesto Mastrascusa.

Desde el 10 de abril de 2019, hace más de cuatro años, la República de Cuba es un Estado socialista de Derecho, como establece el artículo 1 de la Constitución. Como es evidente, no basta tal proclamación para que en efecto lo sea, mucho más después de décadas de rechazo acérrimo de la expresión considerada como una patraña burguesa.

Por consiguiente, la primera pregunta a responder sería si la Constitución efectivamente pone a disposición de los ciudadanos cubanos las herramientas institucionales para hacer realidad la promesa contenida en el artículo primero de la Carta Magna.

Un examen del articulado de la Constitución arroja que, en principio, las disposiciones de los artículos Primero (el Estado de Derecho), Tercero (la soberanía popular), Séptimo (la jerarquía normativa superior de la Constitución), Noveno (la obligación de todos de cumplir estrictamente la legalidad), y Décimo (la obligación de los órganos del Estado, sus directivos, funcionarios y empleados de someterse al control popular), constituyen los ejes normativos de la institucionalidad de la República. No resulta ocioso insistir en su especial relevancia para dotar de realidad la idea del Estado de Derecho: el gobierno de las leyes, no el gobierno de los hombres, verdadero lema fundacional del pensamiento republicano antiguo e inspirador de todo el desarrollo del Derecho moderno.

Asimismo, los complementan las disposiciones contenidas en el Título V: Derechos, deberes y garantías, el catálogo completo de los derechos humanos (probablemente el mayor avance de la Constitución en comparación con su predecesora), junto a los artículos 98 y 99, que suponen una completa novedad en la institucionalidad cubana posterior a la Revolución, al facultar por primera vez a los ciudadanos cubanos a recurrir a los tribunales para reclamar (art. 98) la reparación o indemnización correspondiente por el daño o perjuicio causado por directivos, funcionarios o empleados del Estado, así como para reclamar (art. 99) la restitución del derecho constitucional vulnerado por órganos, directivos, funcionarios o empleados del Estado.

Los preceptos que califican a una Constitución como tal, los absolutamente fundamentales, desde la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Revolución Francesa, son precisamente los mencionados. Sin ellos ni siquiera podemos hablar, en rigor, de Constitución. Sin avanzar en su realización práctica, hablar de Estado de Derecho resulta una entelequia.

La cuestión de fondo en Cuba es que durante décadas se empleó como rasero de legitimidad de toda decisión política (formulada como norma jurídica) el grado en que sirviera al interés de la Revolución, en cada caso presupuesta en la decisión de la autoridad, por encima de cualquier norma jurídica y en especial de la conformidad con el texto constitucional, que jamás adquirió la condición de norma jurídica directamente aplicable ni de criterio de la validez del ordenamiento jurídico.

Mientras prevalezca tal práctica a la hora de decidir la legitimidad de cualquier decisión política, jurídica o administrativa, resultará superfluo hablar de jerarquía constitucional o de normatividad directa de la Constitución.

En este sentido, resulta más pertinente que nunca la introducción en Cuba de una institución como la Defensoría del Pueblo. El orden jurídico cubano la requiere con urgencia, más si se tiene en cuenta, por un lado, la expansión del catálogo de derechos que contiene la Constitución (en particular en cuanto a derechos y garantías individuales) y, por otro, que la Ley de Amparo Constitucional, que desarrolla el contenido del art. 99 de la Carta Magna, restringe su alcance al impedir que pueda solicitarse el amparo contra leyes o sentencias judiciales que afecten los derechos humanos. Precisamente en estos casos, aunque sin limitarse a ellos, podría resultar efectiva la actuación de un Ombudsman o Defensor del pueblo.

Se trata de una institución jurídica (casi) universal, heredada del Ombudsman escandinavo, que, a su vez, viene de una tradición de protección de derechos de personas pobres, indígenas y otro tipo de poblaciones; así como de la tradición del defensor de ciudadanos que existió en el bajo Imperio romano, pero también desde el inicio de la República, con el Tribuno de la plebe.

Una parada en La Habana. Foto: EFE/ Ernesto Mastrascusa.
Una parada en La Habana. Foto: EFE/ Ernesto Mastrascusa.

Hoy, bajo diversos nombres en diferentes países, representa una de las mayores garantías de los ciudadanos frente a cualquier acto arbitrario que vulnere, desconozca o limite el ejercicio de sus derechos. Su nombre y funciones proceden de la Constitución de Suecia, que estableció dicha figura en 1809 para dar respuesta inmediata a los ciudadanos ante abusos de difícil solución por vía administrativa o judicial.

La legitimidad democrática del Defensor del pueblo es incuestionable, pues en todos los casos procede de la elección parlamentaria, con mayoría cualificada y tras debate público sobre la persona y trayectoria del candidato. Sin embargo, es independiente tanto del Parlamento como del Gobierno.

Se ha señalado por algunos expertos en derechos humanos que la efectividad de la figura queda limitada por su incapacidad de imponer coactivamente sus decisiones a las autoridades concernidas, como sí pueden hacer los tribunales y cortes de justicia. Su capacidad de control reside sobre todo en la razonabilidad o persuasión de sus argumentos, unido al carácter público y abierto de sus actuaciones, por lo que adquiere un carácter más político que judicial. Por ello ha sido llamada “magistratura de la persuasión”, por su eficacia desprovista de la facultad sancionadora o vinculante, propia de las sentencias judiciales, de obligatorio cumplimiento.

Se ha señalado que tal condición afecta a largo plazo su eficacia y consiguientemente su credibilidad y confianza ante los ciudadanos. Sin embargo, las experiencias de la institución en muchos países durante décadas confirman que buena parte de sus recomendaciones suelen ser atendidas por los poderes públicos y acaban incorporándose a las legislaciones y políticas del Estado. Además, la institución posee ventajas como las siguientes:

En la esfera discrecional de la administración pública, el Ombudsman puede ir más allá que el tribunal en la evaluación del Gobierno y sus prácticas. Además, puede iniciar supervisión de oficio, de cualquier caso del que tenga conocimiento, por decisión propia y sin instancia de parte. El procesamiento de una reclamación es gratuito, a diferencia de los tribunales, en los que las partes deben pagar tasas judiciales.

La reclamación al Ombudsman, por otro lado, no requiere de un abogado como representante legal, lo cual implica menos gastos. Tampoco hay formalidades para su procesamiento, lo que es una diferencia enorme si se compara con llevar un caso al tribunal.

El Ombudsman es mucho más accesible que los tribunales de justicia y, en un contexto de Derechos Humanos, la accesibilidad es probablemente el factor crucial.

El Defensor del Pueblo se ha desarrollado de forma particular en el continente americano, siguiendo el modelo español. Las Constituciones de Venezuela (1999), Ecuador (2008) y Bolivia (2009) han reforzado de manera considerable las competencias y atribuciones de las respectivas Defensorías del Pueblo.

Por ejemplo, en la promoción, defensa y vigilancia de los derechos y garantías constitucionales, para lo cual goza de inmunidad y se rige por los principios de gratuidad, accesibilidad, celeridad, informalidad e impulso de oficio. La institución cuenta con iniciativa legislativa y la posibilidad de presentación de las acciones de inconstitucionalidad, amparo, hábeas corpus, hábeas data, etcétera.

Además, en Ecuador y Bolivia puede emitir medidas de cumplimiento obligatorio sobre Derechos Humanos y solicitar sanciones por incumplimiento de estas medidas; investigar y resolver sobre acciones y omisiones relativas a los Derechos Humanos; vigilar y promover el debido proceso; así como impedir de inmediato la tortura y el trato cruel, inhumano y degradante.

Cuba es uno de los escasos países de América Latina que no cuentan con institución especializada en la protección de los Derechos Humanos; una institución cuya función esencial sea brindar auxilio, asesoría y representación jurídica a personas naturales o jurídicas, por la violación de sus derechos constitucionales.

La Fiscalía General de la República tiene como una de sus misiones la protección a los derechos ciudadanos en Cuba, pero no es esta su única función y algunas de las otras son contradictorias con la defensa de derechos, como es el caso de la personificación de la acción penal estatal, es decir, de representar al Estado en el ejercicio de la acusación en todo proceso penal ante los tribunales.

Desde 1994, con el artículo “El Ombudsman cubano: una propuesta”, el tema comenzó a debatirse en los foros y eventos académicos de los juristas de nuestro país. Hace ya unos años, Julio César Guanche y Julio A. Fernández Estrada, con argumentos fundados, han propuesto la figura del Tribuno del Pueblo (inspirado en el Tribunado de la Plebe de la República romana y en la defensoría del pueblo del nuevo constitucionalismo latinoamericano), que debería regirse por los principios de colegialidad, temporalidad, revocabilidad popular y carácter vinculante de sus decisiones.

La adopción de esta institución podría contribuir mucho a la protección de los derechos al debido proceso, a la defensa en juicio, a la integridad física de los detenidos y privados de libertad… debido, sobre todo, al hecho de que su acción, a diferencia de otras instituciones, cuenta con instrumentos muy valiosos como son la informalidad en sus actuaciones, las facultades de investigación y de contacto personal con los inculpados y sus posibilidades de actuar procesalmente ante la justicia.

Personas y vehículos en La Habana. Foto: EFE/Yander Zamora.
Personas y vehículos en La Habana. Foto: EFE/Yander Zamora.

El hecho de que un defensor o defensora del pueblo pueda ingresar a un establecimiento penitenciario y comprobar de primera mano el estado de salud física y psíquica de un detenido, o de todos los detenidos, acredita la relevancia de esta institución para proteger los derechos de las personas privadas de libertad. En Cuba es un asunto inaplazable, ante la reciente entrada en vigor de un Código Penal de marcado carácter punitivo y represivo, que de hecho parece haber sido diseñado para restringir los amplios márgenes de ejercicio de los derechos humanos reconocidos por la Constitución.

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Por otra parte, habida cuenta de la escasa cultura en materia de derechos humanos y sus garantías jurídicas (lo prueba la demora en el reconocimiento constitucional del hábeas corpus, así como la resistencia a establecer mecanismos judiciales para la reclamación por la violación de derechos ciudadanos, ambos solo reconocidos con la Constitución de 2019), una institución como el Defensor del Pueblo sería de enorme importancia. No solo por su eficacia directa, sino además simbólica, como un poderoso recurso para promover una cultura de la observancia y el respeto por los derechos humanos en las distintas agencias del Estado y sus funcionarios, poco acostumbrados a tener en cuenta estos asuntos hasta fechas muy recientes.

Sin duda, sería un avance importante, aunque claramente no el único, en el empinado camino para hacer realidad la promesa de la Constitución: un Estado socialista de Derecho.

Los principales obstáculos para la implementación de esta institución en el orden jurídico cubano no son de índole técnica, sino de naturaleza política. La herencia autoritaria y centralista que ha venido arrastrando el país por siglos, agravada con el modelo de socialismo burocrático importado de la URSS y Europa del Este, hace que desde el poder estatal se mire, como mínimo, con sospecha cualquier institución destinada a controlar y limitar su ejercicio, como demuestra el tardío reconocimiento constitucional del Estado de Derecho.

En esas circunstancias, un gran papel corresponderá a la divulgación incesante y la exigencia sin tregua del cumplimiento de la Carta Magna por los juristas, las organizaciones de la sociedad civil (otro concepto sospechoso para el poder) y los ciudadanos, que deben enarbolar su Constitución como espada y escudo de la República, una res publica en Estado de Derecho, ese ideal que seguimos empeñados en realizar.

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