Cuando fiñe le escuchaba ese estribillo a Pedro Luis Ferrer, y me preguntaba en qué idioma estaría cantando el músico de Pijirigua. A esa edad no entendía de ironías, ni de esas jergas que inspiraron al sensible bardo. Ahora no solo las entiendo, sino que las vacilo: “Préstame un caña que no hay maraña” o “Tremendo hielo me dió Consuelo” son frases que, francamente, no tienen desperdicio…
El punto es que desde entonces existe una fraseología cubana que algunos consideran chabacana, otros ingeniosa, pero indiscutiblemente es nuestra. Los cubanos podemos comunicarnos dondequiera que estemos en esa especie de dialecto cubiche, entendernos de maravillas y dejar “botao” a cualquier otro hispanoparlante. Y cuando se está lejos, eso que antaño nos sacaba de quicio, ahora lo agradecemos, y hasta sentimentales nos pone un “¿Quévolássere?”.
Pero hasta para eso hace falta gracia. La frontera entre la vulgaridad y la ocurrencia es ínfima, fácilmente se puede cruzar de bandos y quedar fuera de lugar, o peor aún, ser un “pesao”. Y sabido es que en Cuba se puede ser de todo, menos eso: “pesao”…
Se afirma que el idioma español nació en la Hispania del siglo XI, o al menos de esa fecha eran las glosas Emilianenses encontradas en el Monasterio de San Millán de la Cogolla, en La Rioja. Como toda lengua romance, el castellano surgió del latín hablado por los conquistadores romanos y las lenguas vernáculas de los territorios ocupados.
Pocos meses antes de que Colón chocara con Cuba, Antonio de Lebrija publicó la primera gramática de la lengua castellana. Y su primer gran monumento literario fue El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. De hecho, el 23 de abril se honra mundialmente a la Lengua Española, pues ese día de 1616 falleció Cervantes. Y si aquel hombre con una sola mano y a pluma y vela escribió un libraco como el Quijote, imagínense cuánto habría escrito con una computadora…
El español llegó a Cuba en aquella carabelas repletas de buscavidas y parias, gente de poca instrucción, que trajo empero toda la riqueza lingüística de las tierras andaluzas y canarias, y comenzaron a impregnarse de las lenguas y culturas antillanas. La llegada de los esclavos africanos añadió sazón y espesor al ajiaco. Muchos términos provenientes de África son de uso común, y aunque la estructura gramatical del español se mantuvo, nuestro léxico se enriqueció grandemente.
Con tal riqueza, resulta entonces paradójica tanta pobreza léxica, que campeen la muletilla, el lugar común, la dicción infame, la palabrota per se, el vocabulario escaso y ciertos barbarismos que sacarían de paso incluso a un asceta tibetano. Tal vez sea otra expresión de la irreverencia juvenil, de su afán de negar lo viejo. Quizás sea una moda, y alguna vez pase, como pasó la palabra “envolvencia”, la lambada, las camisas bacteria o los jeans nevados… Quizás, pero lo dudo…
Así, mientras prosigo con mi curso a la cañona de actualización reguetonera en cada almendrón de La Habana, pienso en el Manco de Lepanto revolcándose en su tumba, y a falta de mejores palabras para honrarlo, rezo por un minuto de silencio en su honor…
Al menos un minuto chofe, por tu vida…