La gente de La Habana subestima todo lo que se puede hacer sobre una guagua, se concentran en los roces inoportunos, el calor, la multitud que asfixia, los olores más ácidos… y dejan pasar las formas de su ciudad, las mejores vistas como reza un eslogan en los ómnibus de turismo, esas imágenes que no enseña el tour.
Creo que buena parte de mi vida en la capital ha transcurrido montada en una guagua, de aquí para allá, o sea, de la llamada periferia al centro de la urbe, casi un viaje interprovincial o peor, porque no hay paradas para meriendas ni paseos cortos para estirar los pies. Mucho menos el bendito aire acondicionado.
Atravesar la curvilínea Calzada de Diez de Octubre es mi ritual cotidiano y consume unas cuatro horas cada día de mi vida. Yo también fui presa – y todavía lo soy – del calor, los empujones y los manoseos impertinentes de ciertos transeúntes, la música lacrimógena de ciertos choferes y el vocerío de ciertos pasajeros.
Pero tengo el privilegio de contemplar diariamente las nonagenarias casas a cado lado de la vía, sus columnas rotas y sucias, los altos puntales decimonónicos y sus rajadas paredes de canto. Incluso, todavía descubro algún que otro tejaroz del siglo XVIII. Y me cuesta creer que en otro tiempo fue joven y limpia, con quintas de amplias habitaciones y soleados balcones, con largos pasillos y luminosos patios interiores.
Sería imposible pedir al tiempo dejar impolutas aquellas viviendas primigenias que hoy resisten apuntaladas el paso de los años: columnas sin techo que miran al cielo, jirones de balcones seducidos por la gravedad en abierta amenaza a los transeúntes. Ahora el peso de numerosas familias recae en suelos que una vez fueron del más fino mármol y dividen los cuartos de la casa solariega, un desafío a la geometría y el urbanismo, la ingeniería de la necesidad.
Afuera, más allá de la guagua, hay un desfile de estilos arquitectónicos, la historia del hombre contada por sus casas. Un mar de columnas de variados órdenes, Grecia y Roma en los portales habaneros. Alejo Carpentier que sonríe desde su tumba: lo real maravilloso de los colores chillones de los cuentapropistas cubren la restauración superficial de algunas fachadas atiborradas de mesas, la quincalla callejera alterna con cines abandonados y otras estancias que ya ni se sabe qué fueron antes.
La otrora Calzada de Jesús del Monte, la misma que inmortalizó el poeta cubano Eliseo Diego, ahora lleva el nombre de una fecha gloriosa en la historia de la isla y atraviesa uno de los municipios más poblados de la ciudad. Aunque con menos árboles y menos luz, permanecen la piedra gris de las columnas, la penumbra de algunos sitios y el polvo de los portales descritos en sus versos, donde pinta una calzada enorme “donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo”.
Hoy, los almendrones de los años 50 del pasado siglo y los largos ómnibus articulados reconfiguran la enormidad de ese espacio y provocan una congestión de humo y tráfico.
Eso sí, la calzada mantiene una de sus funciones iniciales, aquella de servir de enlace entre dos puntos distantes. Dicen que fue el primer camino que salía de la antigua ciudad intramuros hacia los pueblos rurales de Bejucal y Santiago de las Vegas, el campo en resumen. El tiempo pasó, pero las denominaciones se mantienen.
Cientos de años después de la caída de las murallas, quienes paran un taxi en Diez Octubre preguntan al chofer si va “para La Habana” (como si no estuviesen en ella) y crean un muro virtual en ese espacio donde confluyen la del Centro y la Vieja Habana.
Los que viajamos en la guagua suspiramos ante la visión de esos carros de alquiler, sui genéris para los foráneos pues la ruta la establece el taxista y no el cliente, pero seguimos estoicamente contemplando el paisaje. A veces, hasta tenemos el privilegio de tropezar con la cicatriz de la ruta de algún tranvía o uno de esos baches tan antiguos como la calzada misma, horadados por algún carruaje de los que llevaban a la aristocracia habanera a sus fincas de descanso y veraneo en el antes poblado de Jesús del Monte.