Cuentan que sucedió en los años ochenta, en un pueblo cubano de cuyo nombre no quiero acordarme. Para evitar represalias.
Fue un 28 de diciembre.
Hacían furor por entonces las Berjovinas, las más flacas y ruidosas de cuantas motos soviéticas calentaban las calles de la Isla. Parecían de juguete al lado de las fortachonas Urales y las elegantes MZ, también de prosapia socialista.
Los jóvenes las preferían, porque eran más ligeras y podían “parquearse” lo mismo en un cuarto que en la sala de la casa. Y también porque se podían “correr”. A su paso, claro.
No eran infrecuentes los retos, las carreras entre dos o más “pilotos”– con sus respectivas comisiones de embullo– lo mismo por carreteras asfaltadas que por caminos polvorientos, en las afueras de las ciudades o en pueblos como el nuestra historia.
Los émulos de Eddie Lawson y Freddie Spencer, que por entonces mandaban en la máxima categoría del motociclimo mundial, decoraban sus “bólidos” con calcomanías y dibujos de números, marcas y otros motivos frecuentes en las carreras de velocidad.
Cualquiera se atrevía a “arreglarlas” y era fácil identificar a sus dueños porque no les faltaban las manchas de grasa o el olor a gasolina.
Tenerlas era otra cosa.
Las Berjovinas, como las MZ, los Ladas, los Moskovichs, los televisores, las lavadoras, los ventiladores, las cocinas y los apartamentos–para no hacer demasiado larga la lista– solían entregarse por estímulo en las fábricas, hospitales, escuelas y demás centros de trabajo.
Había que ganárselas.
Claro que nunca faltó quien se agenció la suya “sin papeles”, pagándole a su verdadero dueño lo que por entonces parecía una millonada y hoy vemos casi como menudo.
Imaginen entonces lo que sucedió en el pueblo de marras cuando uno de sus más serios y respetados pobladores, jefe por demás de la empresa agropecuaria de la zona, anunció el 27 de diciembre que al día siguiente se entregaría un lote de Berjovinas.
Las motos serían para los mejores trabajadores del pueblo, siempre y cuando fueran mayores de edad, estuvieran avalados por su empresa o cooperativa, y llevaran a cambio un carnero.
Para qué fue aquello.
El jefe de la empresa agropecuaria, muy solemne, informó que la reunión para la entrega de las Berjovinas sería en el cine del pueblo a las 5:30 de la tarde, una vez terminada la jornada laboral.
La idea, en realidad, no había sido suya, sino de dos connotados bromistas sobre los que cayeron todas las miradas cuando la noticia empezó a rodar. Pero fueron tan convincentes al hacerse los desentendidos, y era tan seria la reputación del convocante, que la gente terminó por creerles.
Eso y las ganas de tener un Berjovina.
Hubo quién no durmió esa noche. Quién escribió una lista con sus méritos para que no se le quedara ninguno por mencionar en la reunión. Quien no trabajó al otro día, empeñado en que le dieran un aval con cuño y todo que dejara bien claro sus condiciones de vanguardia.
Las bolas no se hicieron esperar: que si nada más había 15 Berjovinas, que si los carneros tenían que ser sementales o hembras en edad reproductiva, que si a los que no alcanzaran motos le darían bicicletas rusas como consuelo…
Los que no tenían carneros, lógicamente, protestaron. Pero el jefe de la empresa agropecuaria dijo, con sobrado histrionismo, que eso se le escapaba de las manos: la orientación había venido “de arriba” como una alternativa para incrementar la masa ovina para el autoconsumo de su empresa.
Los afectados resoplaron sus maldiciones, pero igual fueron al cine espoleados por la envidia y la curiosidad.
A las 5:30 de la tarde no cabía un alma en el cine. Hasta en los pasillos había aspirantes a las Berjovinas.
El administrador del cine, que también estaba al tanto de la “broma”, tuvo que ponerse fuerte para que unos cuantos no entraran a la sala con sus carneros. El hombre se asustó cuando vio tanta gente y estuvo a punto de “destapar la olla”, pero uno de los ideólogos de la inocentada lo controló a tiempo.
Cuando el jefe de la empresa agropecuaria cogió el micrófono, el murmullo se detuvo de inmediato. Más de uno tragó en seco y por unos segundos solo se escuchó el balido de los carneros que habían quedado afuera. O al menos eso cuentan.
Entonces el convocante soltó la verdad entre carcajadas. Sus “ayudantes” descorrieron un telón que escondía un cartel bien grande con letras de varios colores y una sola palabra: ¡inocentes!
No faltó quien se ofendió en serio y quiso repartir trompones. Quien soltó todo su arsenal de malas palabras y mentó a viva voz a las progenitoras de los bromistas. Quien respiró aliviado porque en realidad no pensó que le tocaría una de las motos. Y quién se rió de lo lindo y todavía hoy dice que ese ha sido el día más gracioso del pueblo.
Ya en la noche, los ánimos se habían calmado y la mayoría de la gente sonreía por la inocentada.
El jefe de la empresa agropecuaria, apenado con los ofendidos, ofreció una comelata en su casa dos días después a la que muchos fueron y en la que se comió puerco, no carnero. No obstante, siempre hubo quien no le perdonó la broma y dejó de dirigirle la palabra en mucho tiempo.
¿Y las Berjovinas?
Pues siguieron entrando y saliendo del pueblo, corriendo por los terraplenes del lugar y sirviéndole a los jóvenes para conquistar a las muchachas y disparar la adrenalina. Y sin dar ningún carnero a cambio.
Todavía queda alguna por ahí.
Jajjajaa estvo muy bueno eso