Si cuando pisé por primera vez Santiago de Cuba, allá por 1994, alguien me hubiera asegurado que esta ciudad iba a recibir a tres Papas en las próximas dos décadas, seguramente le habría respondido con una sonora carcajada. Nadie, por muy soñador que fuera, se hubiese atrevido a tanto en aquellos durísimos momentos.
Que un Papa viniera a este archipiélago tórrido y obstinadamente socialista parecía por entonces más improbable que la visita de los seres humanos a Marte. Incluso, más que la clasificación de Cuba a un Mundial de fútbol. Y ya ven, en solo unas horas llegará a Santiago el tercer Sumo Pontífice en diecisiete años, mientras en el fútbol todavía no pasamos de perder con Curazao en una ronda eliminatoria.
¿Cómo pudo ocurrir algo así? ¿Qué extraordinarias circunstancias nos han permitido a los cubanos, y en particular a los santiagueros, ser testigos en tan corto tiempo de un suceso de tan profundas significaciones?
Puede que no lo notemos, tan sumidos en el calor y la supervivencia cotidiana, pero la presencia del obispo de Roma en cualquier sitio que no sea el Vaticano es un hecho que merece, cuando menos, el calificativo de excepcional. Hablamos de un acontecimiento que moviliza a millones de personas, que sacude la rutina del país visitado, que acapara la atención mediática internacional, que tiene siempre una repercusión a posteriori. Pocas personas ejercen tanto poder simbólico en el mundo, quizás ninguna.
Habrá quien diga, no sin razón, que si ya el Papa viene a la mayor de las Antillas la visita a Santiago de Cuba resulta obligada. La trascendencia histórica, cultural y religiosa de esta ciudad y, sobre todo, la cercanía a ella del santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, la Patrona de Cuba, lo indican.
Ya sea por motivos humanos o divinos, lo cierto es que a la altura del 2015 he podido presenciar lo inimaginable dos décadas atrás: he visto a dos Sumos Pontífices en la ciudad cubana de Santiago Apóstol y estoy a punto de coincidir con la visita de un tercero. Y aunque yo no sea precisamente un católico practicante, no puedo decir que tales hechos me hayan dejado indiferente.
He podido ver a Juan Pablo II, hoy canonizado, atravesar en su papamóvil la Plaza de la Revolución Antonio Maceo y a Benedicto XVI saludar a los congregados en este mismo histórico escenario. He podido escuchar sus simbólicas palabras, en voces marcadas por los rigores de la edad y los acentos sumergidos de sus lenguas natales, y también los he visto estrechar la mano a dos –y no a uno– presidentes cubanos, otro hecho impensado hace veinte años.
Espero ahora poder ver a Francisco, el Papa argentino. Espero escuchar su bendición a esta ciudad cinco veces centenaria y verlo honrar a la cubanísima Virgen del Cobre como antes lo hicieron sus predecesores, el Papa polaco y el Papa alemán. Y espero, como muchos santiagueros, como muchos cubanos, que su visita traiga nuevas certezas y satisfacciones a esta isla.
Y quién sabe. A lo mejor no es tan descabellado pensar en una próxima visita de Francisco u otro Papa en los próximos veinte años. De aquí a allá, espero, esperamos muchos, Cuba bien podría –debería– ser un país diferente, mejor. Cuestión de fe, como diría un buen amigo mío, cuestión de fe.