El suicidio es una de las formas supinas de la crueldad. Me tiembla un poco la mano al escribir sobre el tema, pero lo hago partiendo de un sedimento histórico que, por lo mismo, ha conocido numerosas expresiones en el devenir nacional.
En el siglo XIX, la cultura patriótica cubana estableció que morir por la patria era vivir, un oxímoron extraído de las luchas francesas –Libertad o Muerte– en su afán de denotar que ante la posición colonial de no conceder por las buenas la independencia que los radicales cubanos querían, era mil veces preferible la muerte, como lo refleja la letra del himno nacional, escrita en una plaza sobre una montura al calor de la guerra.
Y no fue cuestión de mera retórica, sino que se concretó en hechos como en el suicidio mediante el fuego de dos localidades, Bayamo y Guáimaro, antes de que cayeran en manos españolas, y en un general holguinero, Calixto García, que intentó volarse los sesos antes de ser capturado vivo por el enemigo.
Pero esas formas de conducta de tiempos excepcionales, condicionadas sin dudas por una noble e incluso heroica determinación, acabarían por dejar huella perdurable sobre el imaginario colectivo, que además sabía de los suicidios masivos de la población autóctona –los llamados “indocubanos”– y de los esclavos africanos ante la explotación, en los que la ética había desempeñado un papel decisivo, como lo ha estudiado el historiador Louis A. Pérez Jr. en el que, sin dudas, constituye el estudio más completo e importante sobre este controvertido tema.
Lo cierto es que con el tiempo se fue gestando/socializando un tipo de suicidio mundano –uno privado, por así decirlo–, diferente por su naturaleza, por ejemplo, al último aldabonazo de Eduardo Chibás, concebido para apostar con la vida propia la validez de una acusación que no podía demostrarse con pruebas.
En nuestros días, empezó con el origen de la República. Por citar uno de los casos más rechinantes, en 1909 el casaliano René López (1881-1909) –según Max Henríquez Ureña “uno de los poetas que más altas capacidades habían demostrado en la nueva generación cubana”–, entró a un restaurante en la Manzana de Gómez. Comió y pidió un coñac. Lo mezcló con el veneno que llevaba en un frasquito y pidió la cuenta. Se dice que le dijo al camarero: “Dígale al dueño que esta comida la va a cobrar en el infierno”. Y se lo bebió de un tirón. “Si René López hubiera escapado a las seducciones de una vida ficticia, habría sido el poeta más aristocrático de su generación. La delicadeza espiritual de su poesía era única en la joven literatura de Cuba”, escribió el estudioso dominicano.
Ese comportamiento suicida no se fundamenta entonces ni en la idea de un paraíso nórdico para los guerreros, ni en las recompensas ultraterrenales de la jihad –pues la cultura cubana no ha sido nunca demasiado propensa a la trascendencia religiosa–, ni en la memoria de actos épicos como ejemplos imperecederos de verticalismo para las generaciones futuras, sino en la terminación de un contrato con una existencia mundana que se considera insoportable e imposible de sobrellevar, en un abanico de motivos que va de las relaciones sexuales y maritales, las condiciones socioeconómicas de vida, la crisis adolescente, hasta la vejez y la soledad.
Tal vez lo más tétrico sea la prevalencia de un patrón de género en los métodos más socorridos que se reproduce incluso en los emigrantes cubanos: la autocombustión en las mujeres y el ahorcamiento en los hombres, acompañado por uno no poco común en la tercera edad: la muerte por asfixia apretando las llaves del gas y cerrando herméticamente la habitación, un ejemplo que una vez me tocó de cerca en un edificio de la calle Infanta que me hizo recordar a Pablo Lafargue y Laura Marx, cuando de jóvenes establecieron el pacto de quitarse la vida una vez que llegaran a viejos.
Esos mismos expertos consideran que una tasa mayor de 20 suicidios por 100 000 habitantes resulta extremadamente alta. De acuerdo con estadísticas, en 1993, en pleno Período Especial, 2 374 cubanos se quitaron la vida. En ese contexto, eso significaba casi 22 suicidios por 100 000 habitantes, dato que colocó a Cuba entre los países de más alto índice de personas suicidadas, junto a esa Unión Soviética de fines de los 80. Y con variantes regionales espeluznantes. En Puerto Padre y Jobabo, Las Tunas, entre 1993 y 1994, de 57 casos de suicidios por fuego, 50 estuvieron protagonizados por mujeres.
Veinte años después, en 2014, la Organización Panamericana de la Salud ratificó que Cuba era el país de las Américas con la tasa de suicidio más alta, con 16,3 muertes por cada 100 000 habitantes, seguida por Guyana (16), Surinam (14,8), Trinidad y Tobago (12,4), Canadá (12,0) y Estados Unidos (11,4).
En 2018, el Anuario Estadístico de Salud lo identificó entre las diez primeras causas de muerte bajo la categoría de “lesiones autoinfligidas intencionalmente”. De acuerdo con esa fuente, el año pasado se suicidaron 1 493 cubanos, cifra ligeramente por debajo de las de 2017 (1 569). Estamos hablando ahora de una tasa de 13,3 por cada 100 000 habitantes.
El suicidio no conoce ni fronteras sociales ni categorías profesionales. Aparte de los casos más socializados –Haydée Santamaría (1922-1980), Osvaldo Dorticós (1919-1983 y Fidel Castro Díaz-Balart (1949-2018), entre otros–, entre 1969 y 2016 el gremio de los escritores y artistas ha documentado, también entre otros, los suicidios de Calvert Casey (1924-1969), Reinaldo Arenas (1943-1990), Raúl Hernández Novás (1948-1993), Ángel Escobar (1957-1997), Belkis Ayón (1976-1999), Carlos Victoria (1950-2007) y Juan Carlos Pérez Flores (1962-2016), cada uno con lógicas y circunstancias diferenciadas, pero siempre desgarradores.
Cuando un cubano o una cubana, dondequiera que estén, se da candela, se cuelga del techo o se deja caer desde un precipicio, las razones nunca son unilaterales, ni exclusivamente psicológicas. Dicen los doctores que el suicidio tiene tres fases –deseo, idea y conducta—y que por consiguiente puede evitarse. Las señales suelen estar ahí; todo es cuestión de percibirlas y de actuar a tiempo para tratar de detener ese ciego hueco existencial que al individuo le viene encima como lluvia ácida caída del cielo.
Ni valientes ante la muerte, ni cobardes ante la vida. Una patología. Ese no fue, definitivamente, el mensaje que nos legaron quienes hicieron la independencia.
Suicidios en Sancti Spíritus: http://www.escambray.cu/2018/sancti-spiritus-en-duelo-con-la-muerte-grafico/
Tremendo trabajo!
Documentado y exquisitamente escrito.
Felicidades a OnCuba y al autor por incursionar en este tema.
El escritor Calvert Casey tambien fue tartamudo por toda su vida. Una organizacion La Fundacion Americana de la Tartamudez tiene un articulo sobre Casey y aqui hay el enlace. (Tambien, la organzacion tiene una pagina de web en espanol a http://www.tartamudez.org).
https://www.stutteringhelp.org/cuban-author-frequently-wrote-about-stuttering